DÍA DE CAMPO


Mamá no quería darnos permiso para ir al día de campo que mi tío Fernando estaba organizando con sus hijos. Mi hermano René y yo le rogamos. Ella decía, mientras despachaba dos metros de popelina: “¡Ayúdenme a trabajar!  ¿No ven que hay mucha clientela en la tienda?” Creo que yo lloré. Harta de escuchar nuestros ruegos, mamá cedió. René y yo pegamos la carrera hacia la casa de tío Fernando donde nos esperaba junto con mis primos Feyo y Tavo. También estaban sus vecinos: Mirchi y Flavio Gudiño. Luego que vi a Flavio, me aproximé a la oreja de mi hermano para decirle que yo mejor prefería regresar a casa pues Flavio era el niño más gordo que me caía en el mundo. “¿Y por qué? ¿Qué te ha hecho?”, me preguntó también en voz baja. Le conté que  Flavio iba en el segundo B yo en el A, y él siempre me buscaba a la hora del recreo para hacerme la vida de cuadros; me robaba dinero y a veces me daba coscorrones nomás porque sí. René me regañó porque no se lo había comunicado antes. Me dijo: “No te vas a regresar a casa. ¡Pobre de Flavio si intenta ponerte la mano encima porque le parto la nariz!” Mi hermano era capaz de eso; yo lo había visto pelear y siempre ganaba él.
Caminamos callejón arriba y atravesamos la Carretera Nacional. Cruzamos un manantial en el que bebimos agua y continuamos por un sendero rodeado de árboles grandes que nos llevó a una especie de pequeño valle, justo al pie donde comienza la cuesta que va al cerro de La Cueva del Diablo. Mi primo Tavo nos pidió que no habláramos tan alto o el Diablo bajaría de su cueva para llevarnos con él. Mi tío miró la punta del cerro y señaló la Cueva; dijo: “De allí, cada tarde salen parvadas de murciélagos para chuparle la sangre a las bestias.” La frase me dio tanto miedo que aparté la mirada de la cueva y mis ojos se detuvieron en los ojos de Flavio quien, en cuanto se sintió observado, me sacó la lengua e hizo bizcos.
Mi tío extrajo un libro de su morrala; lo abrió, y dijo: “¿Ven el hongo que aparece en esta página?” Todos asentimos moviendo la cabeza. Era un hongo de cabeza larga, pero sin tronquito. Explicó: “Este hongo crece en lugares de mucha humedad y es comestible; rico en vitaminas y hace fuertes y sanos a quienes lo consumen. Les pido que miren muy bien la imagen porque, a partir de este momento, vamos a buscarlo, recolectarlo y lo llevaremos al pueblo para que lo guisen.” Mi tío Fernando nos mostró la foto, uno a uno. Después, nos dividimos en tres grupos y salimos a buscar al dichoso hongo. Feyo, Tavo y mi tío se dirigieron hacia el Norte; Mirchi y Flavio hacia el Oeste; mi hermano y yo, hacia el Sur. No nos distanciamos unos de los otros. Yo podía ver, a lo lejos, las figuras agachadas de mis primos y los otros chamacos en el momento de hurgar entre el zacate a fin de dar con los hongos. Oí la  voz de Mirchi que dijo: “¡Aquí hay muchos! ¡Encontramos una mata de hongos!” “¡Nosotros también!”, dijo mi primo Feyo. Mi hermano y yo, por más grande que pelamos los ojos, nunca hallamos nada; regresamos a nuestro punto de reunión con las manos vacías; los otros, depositaron los hongos sobre un paliacate colorado que mi tío tendió en el suelo. Mi primo Tavo, propuso que hiciéramos una segunda búsqueda y todos estuvieron de acuerdo. Menos yo. Me sentía cansado; me dolían los pies. Dije que me quedaría a cuidar los hongos mientras ellos salían a recolectarlos. Flavio dijo que se quedaría conmigo a vigilarme, para que no me fuera a comer los hongos. Todos se rieron. Menos mi hermano René, que se acercó para amenazar a Flavio: “Te quedas con José; y te advierto que si se te ocurre golpearlo, te la verás conmigo. ¿Entendiste, menso?” Flavio no contestó; levantó los hombros y le dio la espalda a René. Volteó cuando todos se marcharon. Se sentó en el pasto, miró lo hongos, y dijo: “Están rebonitos. ¿Tú has comido estas cosas?” Le dije que no. Cogió uno y comenzó a jugar con él como si se tratara de una nave espacial. “Yo ya los he comido. Mi hermana Lore y yo los comemos mucho. Bueno, no mucho. Los hemos comido en tres ocasiones. Son mi comida favorita.” Acababa de decir esto cuando se llevó la nave espacial a la boca y, sin masticarlo tanto, se lo tragó. “¡Qué buenos son!... ¿Quieres probar uno?”, preguntó y me entregó un hongo. Al tacto me gustó, era blando; lo partí en dos y lo olí. “Huele a hojas podridas”, le dije. “Pero saben a algodones de azúcar.” Era falso. Comprobé que su sabor no era dulce sino amargoso; y me lo tragué. Flavio, con el mismo tono didáctico que había usado mi tío Fernando, dijo: “El primer hongo siempre sabe a sapos; el segundo, sabe a hígados, y el tercero a miel. ¡Pura miel!” Cogió otro, le dio tres masticadas y se lo tragó. Yo no podía quedarme al margen de tamaño manjar. Cogí uno, luego otro y otro más. El sabor a miel jamás vino a mi boca. Mis tripas comenzaron a producir un ruido extraño. Sentí como si una multitud de hormigas comenzara a subir de mi estómago hasta llegar a mi lengua. “Tengo ganas de vomitar”, dije; me arquée, pero no vomité nada; era puro aire. Sin enderezarme, vi a Flavio que hacía lo mismo que yo, pero a cada arcada lanzaba un grito ronco y fuerte. Gracias a este sonido de animal herido, mi hermano y mis primos acudieron a nosotros. Mis deseos de vomitar ahora eran más grandes, pero no sacaba nada de la panza. Mirchi dijo: “Estos cabrones se comieron los hongos. Nomás dejaron uno en el paliacate. Mi cabeza la sentía como piedra, pesada; yo quería tenerla erguida, pero se desplomaba para quedarse sobre uno de mis hombros o de plano en mi espalda. Vi, entre brumas, que mi primo me agarró de los hombros y decía, con voz llorosa: “No te mueras, primo; por lo que más quieras no te mueras.”
Mi tío me levantó de los sobacos y me puso a horcajadas sobre la espalda de mi hermano. Hizo lo mismo con Flavio: lo levantó y lo puso sobre Mirchi. Así, en calidad de moribundos nos llevaron al pueblo. En cuanto entramos a la tienda, mi hermano, con el poco resuello que tenía, refirió la historia de la recolección de los hongos comestibles. Mamá nos llevó, a Flavio y a mí, al consultorio de la doctora Celia quien nos hizo beber un líquido salado que me hizo vomitar todas las comidas de mi vida; y santo remedio. Después de que nos resucitaron, me llevaron a casa. Flavio se fue a la suya con paso tembeleque. Mamá se dirigió a casa del tío Fernando para decirle hasta de lo que se iba a morir. Nunca más volvimos a hacer otro Día de Campo. Tampoco volví por los caminos de La Cueva del Diablo.

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