MAPA CALLEJERO

Coincido con Daniel Link, autor de la crónica “Queens of Queens”, que aparece en Mapa callejero, crónicas sobre lo gay desde América Latina. a él le pasó lo mismo que a mí en su primer viaje a Nueva York. Creyó que iba a encontrar el paraíso de la vida gay, y salió desencantado de allí. Hace un año que estuve NYC, y también me harté de buscar lugares de encuentro. Fue por demás. Le pregunté a Nayar que qué pasaba, dónde se encontraba la cogedera en tan famosa ciudad. Y él dijo que esa vida de frenesí había quedado en el pasado; ya no había más baños de vapor, ni cuartos oscuros y el Central Park se había vuelto un peligro atravesarlo a altas horas de la noche: Me habló de un cine en Eastside que él no conocía ni quería conocer puesto que vivía un feliz amasiato; asimismo, dijo que el próximo domingo, justo cuando yo volaría de regreso a México, habría una fiesta bastante fuertona que le llamanBlackparty; la hacen en un predio que fue cine y allí se ajustician señor contra señor durante veinticuatro horas. Uy, tampoco era para tanto. #miedomil.
No lo podía creer, Nueva York resultó ser más mocha que San Juan de las Tunas, Hidalgo. Pero yo insistía. Nayar me llevó a un bar, en Christopher Street, justo donde la policía reprimió a un grupo de homosexuales en 1969 y que dio inicio al movimiento gay en el mundo: el Stonewall Inn. Entramos a la planta baja y no vimos ni un alma. Un mesero nos dijo: “The action is upstairs.” Subimos y yo pensé que íbamos a encontrar a gringos encadenados mientras otros los azotaban. Nada de eso. Ante nosotros vimos un foro pequeñito donde se realizaba un concurso de aficionados y en cuyo costado, ante una mesa con un paño verde, un jurado compuesto por dos vestidas, una chava que parecía chavo, y un ruco con pelo azul calificaban a los cantantes aficionados. Las canciones hablaban de montañas, águilas y un sol que anunciaba la esperanza. Todo el público se sabía las letras; menos Nayar y yo. Aguanté sólo dos canciones. Aprovechando que el jurado calificaba a un cantante de color,  le dije a Nayar, “Huyamos ahora.” Nos fuimos a un restaurant a cenar pitas con salsa mexicana. Total que para no hacer el cuento largo, no cogí esa noche. Ni la siguiente ni nunca. Me vine en blanco.
Nueva York ya no es lo que fue. La acción ya no está upstairs sino deste lado de la línea, de plano. Y si alguien no me cree que se monte en un avión para que lo compruebe con sus propio cuerpo o que lea la crónica de Daniel Link que mencioné al inicio y que narra casi mi misma experiencia. Me he reído tanto. Y aparece en el libro Mapa Callejero,Crónicas sobre lo gay desde América Latina, que publicó la editorial Eterna Cadencia, en el 2010, en Buenos Aires, Argentina. La selección y prólogo están a cargo de José Quiroga. Este libro lo compré a principios de enero de este año en la librería Voces en Tinta y lo cierto es que no iba por él, sino por Mundo cruel, de Luis Negrón, que se me antojaba leer porque Antoine Rodríguez me lo recomendó. Berta me lo entregó y, como buena librera, me mostró Mapa Callejero; lo hojée, me latió y lo compré. Este libro, como bien lo dice el título, es sobre crónicas de la vida gay de varios puntos de Latinoamérica, en diferentes tiempos; el escenario no es la institución familiar, política o religiosa, sino los lugares públicos y populares: la calle, los cines, los vapores, lo mingitorios, los muelles, camiones, parques, etcétera. Lugares donde el amor sí se atrevía a decir su nombre a pelo y a quejidos. Los textos son de escritores de finales del XIX al XXI: José Martí, Porfirio Barba Jacob, Rafael Arévalo Martínez, Salvador Novo, José Lezama Lima, Abelardo Arias, Norge Espinosa Mendoza, Raúl Escari, Daniel Link, y otros.
A continuación transcribo un fragmento de Diarios, de Salvador Novo:

12-VIII-29
“Amistad fugaz, íntima, ardiente, la del hombre a quien detenemos en la calle y le pedimos fósforos para encender un cigarrillo. Viene del infinito desconocido; jamás lo hemos visto.
- ¿Tiene un fósforo?
Todos sus pensamientos se detienen a nuestra voz y se busca en los bolsillos.
- Nosotros –el otro desconocido- aguardamos pacientes.
Brilla el fósforo, arde el cigarrillo.
- Gracias, señor.
Y el intenso misterio se lo traga de nuevo en su sombra. Nunca más lo veremos. Por toda la eternidad, entre ambos, no habría sino esa relación de la llamada del fósforo.”

CUERDAS

Me había dicho que a partir de marzo comenzaría mis actividades como espectador de teatro; pero mi amigo Irving me llamó para invitarme al estreno deCuerdas, en el El Granero; y fui. La obra es de Bárbara Colio, dramaturga que no conocía sino de oídas. Me peiné y me lancé al Centro Cultural del Bosque.
En la librería del CCB encontré a Sebastián Pi; dijo que había visto Cuerdas, en Querétaro, y le gustó a pesar de que el tema, la búsqueda del padre, se parecía a una obra de teatro inglesa cuyo título olvidé. Le dije a Sebastián que si un autor pretendiera aportar un tema auténtico de seguro se quedaría inmóvil ante su compu porque a estas alturas no hay nada nuevo bajo el sol. Sobre la búsqueda del padre se ha escrito mucho desde Homero hasta los cineastas contemporáneos y lo importante no es el tema, creo yo, sino la manera de abordarlo. Así, me dispuse a ver la comedia en la que tres hermanos, Peter, Paul y Prince (Carlos Corona, Richard Viqueira y Felipe Cervera, respectivamente) se reúnen para buscar al hombre que les diera la vida muchos años atrás. Durante el viaje hacia la ciudad donde se encuentra el padre, el espectador conoce a estos tres vástagos, osos de buen ver y escuchar; también conoce datos del padre que ellos refieren. En ese viaje, ni los hermanos ni el espectador se extravían gracias a una estructura dramática, narración, y personajes sin complicaciones, claros y llanos. La dirección de Viqueira, a diferencia de su El Evangelio según Clark, es mesurada: no maromas ni brincos y nula escenografía. Olvidaba mencionar un cuarto personaje, La Cuerda (Álvaro Flores), y supongo que es parte del concepto espacial de Viqueira, mas no de la dramaturgia. Este personaje, la verdad, me distrajo hasta el colmo pues se puso a ilustrar, con ayuda de una cinta colorada, un objeto o un lugar referidos por el texto dramático. La Cuerda, blandiendo la cinta, dibujaba ora una corbata, ora un teléfono, luego un cable detector de metales, círculos concéntricos cuando los personajes hablaban del pasado…
Me hubiera gustado que, tanto el personaje La Cuerda y la cuerda colorada, poco o nada hubieran tenido que ver con el espacio escénico; mucho les hubiera agradecido mi imaginación.
Cuerdas, dramaturgia de: Bárbara ColioDirección: Richard Viqueira, Actores: Carlos Corona, Richard Viqueira, Felipe Cervera, Álvaro Flores. Teatro El Granero, Centro Cultural del Bosque, México, D.F. 

Cosas de miedo II

Miedo también sentí cuando se corrió el rumor de que había un vampiro suelto y a algunos vecinos del pueblo les dio por colgar crucifijos y manojos de ajos en el marco de sus puertas para ahuyentar el mal. A mí me dio por dormir con un paliacate enredado en el cuello para pedir auxilio cuando el vampiro lo desatase con el propósito de asestarme la fatal mordida. Miedo tuve cuando en la escuela se rumoró que estaban por llegar unas monjitas que inyectaban a los niños para mandarlos al otro barrio. Miedo cuando escuchaba decir que el mundo se iba a acabar y yo me imaginaba que el cielo se abría al sonido de las trompetas que anunciaban la llegada de Dios. Entonces, yo corría hacia mi mamá y, angustiadísimo, le preguntaba si era verdad o no ese rumor. Y ella decía que no hiciera caso de esas patrañas, pues el mundo jamás se acabaría, “lo que se acaba, explicaba ella, es la vida de cada ser humano.” Eso me devolvía la tranquilidad y la confianza al cuerpo.
Por si fueran pocos estos sustos, me iba al cine a chutarme películas de miedo. Todas las películas de luchadores me daban miedo, pues todos los luchadores peleaban contra el mal encarnado en monstruos, diablos, vampiros y marcianos. Asimismo, recuerdo pelis que no eran de luchadores sino de ciencia ficción, como aquella de La mosca en la que un científico, por andar experimentando con sustancias altamente peligrosas, mezcló su composición genética con la de un insecto y se convirtió, a lo largo de la peli, en una espantosa mosca que acabaría en las garras de una araña. Recuerdo El pozo, con Sonia Furió y Luis Aguilar. Los dos tienen un hijo. Y de buenas a primeras Sonia Furió avienta al chamaquito a la profundidad de un pozo de agua. Luis Aguilar desciende para rescatarlo y para salir de él estuvo en chino porque la Furió, presa de una furia maniática, les arrojaba piedrotas para que no pudieran salir. Otra peli fue la de unos niños que amenazaban con exterminar el mundo; estos niños eran alienígenas. Ellos no hablaban; eran como muditos, se comunicaban entre sí con la mirada; sus ojos manaban una luz tan intensa que parecían ciegos. Los adultos ya no sabían ni qué hacer para eliminar a los chamacos.
Una vez vi una peli que me asustó y gustó al mismo tiempo. Y como mi mamá me había dicho que cuando yo viera una película simpática se lo comunicara, pues eso fue lo que hice. En cuanto llegué a casa, le dije que no se perdiera la peli que estaban exhibiendo en el cine Tierra Colorada, que seguramente le iba a gustar harto. Hizo caso a mi recomendación. Al otro día, me pidió que la acompañara. Cerramos la tienda a buena hora y nos fuimos bien peinados a la función de las seis. La película se llama El libro de piedra. De tanto en tanto, yo regresaba a ver a mi mamá para ver cuál era su reacción. Vi que, a veces, abría desorbitadamente los ojos; otras, se tronaba los dedos o, de plano, soltaba una exclamación de azoro. Yo pensaba: “Le está encantando la película, qué bueno que la traje.” Pero no fue así. Cuando nos dirigíamos a casa, ¡me ha puesto una regañiza! Apenas habíamos salido del cine cuando le pregunté:
- ¿Le gustó la película, ‘Amá?
Y ella que me dice con voz golpeada:
- ¿Por qué me traes a ver una película de susto? Ya te he dicho que me gustan las películas de Libertad Lamarque o Pedro Infante. ¡Y tú me traes a ver esto! ¿En qué cabeza cabe que voy a pagar sólo para que me estén espantando durante dos horas? Dime, ¿tiene algún chiste? ¿Verdad que no?
- Es que yo pensé que/
- ¡Nada de “es que yo pensé”! Allí me tienes de mensonota cerrando la tienda para venir a ver esta cochinada. ¡Ay, pero la culpa la tengo yo por hacerte caso!

Nunca más volvió a poner un pie mi mamá en el cine. Ella cuenta que dejó de ir cuando en plena función le resultó un fuerte dolor en los riñones. Pero yo pienso que fue el puritito miedo la que la mantuvo alejada del séptimo arte.

Lo que quiero releer.


  1. El Quijote, de Miguel de Cervantes.
  2. Madame Bovary, de Flaubert.
  3. El zoológico de cristal, de Tennessee Williams.
  4. El invitado a la cena de acción de gracias, de Truman Capote.
  5. Tito Andrónico, de Shakespeare.
  6. Luz de agosto Mientras agonizo, de William Faulkner.
  7. Ojos que da pánico soñar, de José Joaquín Blanco.
  8. En Jirones, de Luis Zapata.
  9. Miss Lonelyheart, de Nathanael West.
  10.  Los cuentos de Chéjov.
11. Los cuentos de Katherine Mansfield.
12. Los cuentos de Flannery O’Connor.
13.  The member of the wedding, de Carson McCullers
14. Ayax, de Sófocles.
15. Los signos del Zodiaco, de Sergio Magaña.
16. Algunos ensayos de Alfonso Reyes.
17. Los cuentos de Borges.
18. El son del corazón y La sangre devota, de Ramón López Velarde.
19.  La traición de Rita Hayworth, de Manuel Puig.
20. Algunas cartas de Fanny Calderón de la Barca.
21. El doble, de Dostoievski.
22. Los elixires del diablo, de E.T.A. Hoffman.
23. La Odisea, de Homero.
24: Bajo el volcán, de Malcolm Lowry.
25. Gargantúa y Pantagruel, de Rabelais.
26. Lolita, Nabokov.
27. El coloso de Marusi, de Henry Miller.

VIRGILIO Y EL DIABLO

Para Einar Salcedo.
Virgilio y yo somos del mismo pueblo y fuimos grandes amigos en nuestros tiempos universitarios. Él estudiaba Medicina, en Quérétaro; y yo Filosofía, en el D.F. Cada vez que había algún puente o huelga en la Universidad, yo agarraba camino a Querétaro para pasar los días con él. Siempre he amado a los buenos conversadores y él era un buen chacoteador. Sus anécdotas las refería de bulto; era capaz de ponerse en cuatro o tirarse al suelo para que todo le quedara claro a su interlocutor; cosa que movía a risa. A él le sucedió la siguiente historia y es una pena la poca gracia que tendré al narrarla, pues harán falta los ojos achispados y ademanes de Virgilio.
Una vez que lo fui a visitar a Querétaro, en cuanto nos saludamos, Virgilio me dijo: “¿Qué crees, José? El jueves pasado cogí con el Diablo.” “¡Ay, cabrón, no asustes! ¿Y cómo estuvo eso?” “Ora verás. Me encontraba en el restaurant La Mariposa comiéndome unas enchiladas michoacanas cuando se sentó un güey a mi mesa. Ni siquiera me pidió permiso para hacerme compañía, y yo no me opuse porque él, a pesar de su mal vestir, tenía buen ver. Momentos después, cuando me acababa mi postre, me preguntó si no me tomaría una cerveza con él. Le dije: “Tengo que regresar a la escuela, pero con gusto me la bebo para no hacerle el feo.” El tipo, ahora se daba cuenta Virgilio, tenía unos pómulos pronunciados, una boca gruesa y mirada de pocos amigos. Regañó a un músico que, con guitarra en mano, se acercó a la mesa para cantar un bolero. Le dijo, con la boca llena de comida: “No chinguej; yo no quiero ruido; me vaj a hacer enojar!” El músico, sin interrumpir la canción, se dirigió al fondo del salón. A Virgilio, su vecino se le antojó rústico. Así dijo, “rústico”; descubrió que la letra “s” la pronunciaba como jota aspirada al modo de los costeños. De momento pensó que era guerrerense; pero no fue así. Resultó ser de Veracruz. Y trabajaba como chofer de un diputado también jarocho. Se encontraba en Querétaro porque su novia vivía allí. Más bien su exnovia. Aprovechó un día libre que le dio el diputado y se fue a Querétaro para visitarla, pero sucedió que la noche anterior la chava lo cortó por razones que sólo ella supo. Virgilio le aceptó la segunda cerveza; y pensó: “Yo también estuve enamorado de un menso; me mandaron por un tubo y la pena por la que uno pasa es la más horrorosa. Este señor, pues, necesita de toda mi atención.” Virgilio decidió permanecer un momento más con el jarocho cuyo corazón hecho pedazos necesitaba consuelo. Acababan de pagar la cuenta cuando Virgilio le propuso: “¿Por qué no nos vamos a mi cuarto para que platiquemos más chido? Vivo muy cerca de aquí.” El tipo ladeó la cabeza para mirar a Virgilio de reojo; sonrió, y dijo: “Vayamoj, puej.”
En el camino, se metieron a una tiendita para comprar dos six y una cajetilla de cigarros. “No mamej, ¿aquí vivej? Está bien chiquito”, dijo el fulano cuando entraron al cuarto. A Virgilio le dio vergüenza el comentario; pero al punto se puso alegre y caliente cuando se dio cuenta de que, por falta de espacio, los dos no tenían otra opción que sentarse lado a lado en el borde de la cama. Destaparon el primer par de chelas y Virgilio platicó de sus estudios en la Universidad. Usó un exceso de términos de medicina para resultar, ante los oídos del hombre, incomprensible pero interesante. Virgilio provocó tanto interés que el veracruzano, en la séptima chela, habló sobre un malestar en la panza que andaba sufriendo desde tres días atrás. Virgilio, acomedido como buen galeno, posó la mano sobre el vientre duro del jarocho, y con voz entrecortada, dijo: “¿Aquí?” El jarocho, airado, se puso de pie y gritó: “¿Creej que no me he dado cuenta de que erej feminijta?” Virgilio lo miró y le pareció enorme, guapo como el diablo cuando dicen que se disfraza para hacer sus fechorías. “¿Verdad que erej feminijta? ¡Contéjtame, coño!”, preguntaba el sujeto. Virgilio se puso de pie; con la serenidad que le daban las chelas, dijo, desafiante y a corta distancia del rostro prieto: “Sí, soy feminista, ¿y qué?” El tipo agarró a Virgilio de los pelos de la nuca y le plantó un beso largo y apestoso a cigarro. Se abrazaron, se encueraron con urgencia y cayeron en la cama; y los dos, como perros con rabia, se agarraron a mordidas, gemidos y arañazos. Acabaron exhaustos de tremenda cogida, y durmieron. Cuando Virgilio despertó, el jarocho se había marchado sin decir gracias ni adiós.
“¿Cuál era el nombre del güey?”, le pregunté a Virgilio. Él dijo: “Nunca le pregunté. Pero fue tan bueno en la cama, que tengo la certeza de haberme encamado con el mismísimo Mal.”