NAPITO

Los textos dramáticos son como las personas; unos nacen con estrella y otros no. Hay textos por los que uno siente cariño, pero no corren con la suerte de que se publiquen o se monten; otros, aún no acaba uno de ponerles el punto final cuando ya aparece un productor interesado en ellos para montarlos y, asimismo, corren con la suerte de publicarse y distribuirse por toda la república. A este segundo orden pertenece Afectuosamente, su comadre; una obra que, desde su primera aparición, allá en 1993, ha corrido con suerte y, por consiguiente, yo también. Gracias a ella he conocido a gente y lugares lindos. Así, he estado en Mérida, Puebla, Taxco. Y, hace un par de semanas, estuve en Baja California, invitado por el Instituto Municipal de Arte y Cultura, a presentar mi libro que reeditó Quimera, en la feria del libro de Tijuana. Tres días antes de este viaje, escribí en el Facebook: “¡Me voy a Tijuana!” Y esa tarde, un contacto de nombre Jonathan me mandó un mensaje en el que leí: “Si cruzas la frontera y vienes a San Diego, llámame para que te pasee. El número de mi cel es tal y tal. Yo a ti te conozco, ¿sabes?” Copié el número telefónico, y volé para el Norte.
En Tijuana, la presentación del libro estuvo mona y, como le corresponde a un libro con estrella, firmé varios ejemplares. Al otro día, después de pagar otra noche de hotel, me dirigí a la frontera a formarme en una cola kilométrica. Le mandé un mensaje a mi contacto del Face, al tal Jonathan. Acordamos en donde vernos y pasó por mí, en un Lincoln azul, en la calle cuarta de San Diego. Desde que estreché su mano me cayó bien; es desos muchachos que en su mirada luego luego se les transparenta la bondad. “¿A dónde quieres ir?”, me preguntó sonriendo. Le dije que me llevara a donde él quisiera, pues era la primera vez que visitaba California. Arrancó su auto y me llevó a un bar que se llama Loft, ubicado en Hillcrest, el barrio gay de San Diego. Era el medio día y el bar estaba lleno de jóvenes que celebraban el triunfo de su equipo de futbol. Mientras nos tomábamos una chela, le pregunté que cómo estaba eso de que me conocía. Dijo ser del mismo pueblo que yo. “¿Hijo de quién eres?”, le pregunté. Dijo ser hijo de Sara, la Chilatera. “¡Ah, claro! Tu familia pertenece a la religión La Luz del Mundo.” Él asintió; y aclaró que, aunque su familia era muy religiosa, él no la practicaba. En el Loft me percaté de la popularidad de Jonathan: saludaba a muchos parroquianos; incluso algunos lo besaban o le hacían cariñitos en el pelo. Y como me intrigara, contó que hace cuatro años trabajó como barman en el Loft. Por tal motivo, también conocía a la clientela del Number One y Mo’s, bares a los que me llevó y en los que me presentó como su brother. Yo le dije que mejor me presentara como su father, pues nadie creería que un joven de veinticuatro años tuviera un hermano de mi edad. Después del Mo’s, nos subimos a su auto y me llevó al mar. Cuando descendimos del carro, dijo: “Tienes que conocer la locación de Some like it hot. ¿Conoces esa película?” “¡Claro, le contesté, es de Billy Wilder, uno de mis directores favoritos!” La dichosa locación era el antiguo Hotel del Coronado, un edificio victoriano de finales del siglo XIX considerado en sus tiempos como el hotel más grande del mundo. Después de una sesión fotográfica en la playa, donde Tonny Curtis le mete la pata a la Monroe para que tropiece, Jonathan me condujo al interior del edificio. En las paredes de uno de los pasillos había fotos de Marilyn, Tony Curtis, Jack Lemmon y Billy Wilder en el momento de la filmación. Dije: “Se supone que en la película, Jack Lemmon y Tony Curtis, disfrazados de mujer, se dirigían en tren junto a la Monroe hacia Miami, ¿qué no?” “Pues sí; pero la filmaron aquí”, dijo Jonathan, feliz y orgulloso.
Después del Coronado, mi paisano me llevó a La Jolla, luego a La Playa de los Niños donde medio centenar de focas tomaban el sol. Cuando comíamos un filete de pescado con hierbas finas en el restaurant Fish and Fish, me pidió que le contara cosas del pueblo. A Jonathan se le iluminó la cara mientras me escuchaba las nuevas de Palma Gorda. Casi implorando, me pidió que me fuera al día siguiente. Le dije que me hubiera encantado, pero tenía que regresar a Tijuana; mi boleto de avión marcaba las nueve de la mañana del otro día. Terminamos de comer, y a las seis de la tarde agarramos camino con dirección a la frontera. Me pidió que siguiera platicando del pueblo; le hablé de mis amigos del pasado: Jando Plata, El Coquis, El Cigüe y Panchita Medina. Después, mencioné al hermano de Panchita: Napo y… su trágico accidente. “¿Tú lo conociste? Cuéntame de él”, me pidió. Le dije que sí; que en varias ocasiones Napo y yo tomamos cervezas en varias cantinas del pueblo. Recuerdo que una vez, después de haberlo acompañado a darle serenata a su novia, le confesé que me gustaba y él, con una sonrisa me lo agradeció, dijo que se sentía halagado, pero no podía corresponderme. Has de saber, le contaba a Jonathan, Napito Medina era muy guapo; de un moreno cobrizo y ojos verdes, amén de simpático y cantador. Alto, delgado y de piernas musculosas porque jugaba fut. Su muerte, debida a un accidente automovilístico en la carretera a Acapulco, conmocionó a todos los habitantes de Palma Gorda. La noticia del deceso se desparramó por todo el municipio, de tal forma que mucha gente de las cuadrillas vecinas asistieron a la misa de cuerpo presente. La iglesia estaba atiborrada. El sacerdote no consiguió acabar el sermón porque lo traicionó el llanto. El cortejo fúnebre fue de los más concurridos. A la hora en que bajaban el féretro a la fosa, varias muchachas cayeron privadas al suelo. Yo quise guardar la compostura, pero fue por demás: las lágrimas se me rodaron y sentí una desesperación horrible al pensar que nunca más veríamos pasar a Napito cuando se dirigía a las canchas, al baile, al cine. ¡Era una chilladera! Todos amábamos a Napito.
De pronto paré de referir la historia, porque Jonathan carraspeó de manera extraña. Lo regresé a ver, y me di cuenta de que rodaban gruesas lágrimas por sus cachetes. Le dije: “¿Estás llorando, Jonathan?” Él , sin voltearme a ver porque iba manejando, asintió con un movimiento de cabeza; quiso decir algo, pero no pudo. Yo dije, preocupado: “Pero… ¿Por qué lloras si… si ni siquiera lo conociste? Napo murió en mil novecientos ochenta y cuatro. ¡Tú aún no habías nacido!” Entre sollozos, Jonathan me dijo que esa historia de la muerte de Napito siempre lo pone sentimental: “Yo no lo conocí; pero mis tías, sí. Y ellas, cada vez que la cuentan, chillan de sólo recordar.”
Llegamos a la frontera. Jonathan bajó del auto para que nos despidiéramos. Dijo que esperaba que nos viéramos pronto. Le dije que no sabía cómo agradecerle tantas atenciones, y nos abrazamos fuerte, tiernamente, como si en el abrazo nos diéramos el pésame por el sensible fallecimiento de nuestro querido amigo Napoleón Medina.
Hotel del Coronado, San Diego, California.

DE TELENOVELA

“¡Ay, no puede ser! ¡Regresan en los puros huesos!”, exclamó mi mamá cuando nos vio llegar a la tienda. Dejó de atender a una clienta y vino hacia nosotros para abrazarnos. A nuestra flaqueza la acentuaba el cansancio de las nueve horas de viaje que hicimos en camión del Distrito Federal a Palma Gorda. Después de cerrar la tienda, fuimos a la pozolería de don Beto a cenar. Allí, mamá nos preguntó la razón por la que nos encontrábamos tan flacos, que si no comíamos en la ciudad de México, que si no nos alcanzaba el dinero que nos mandaba, o qué, pues. Le dijimos que sí comíamos, pero no sabíamos guisar tantos platillos; es más, sólo guisábamos todas las variantes del huevo: huevo con chile, chile con huevo, a la mexicana, huevo solo, estrellado, etc. “Uy, pues con esa dieta no van a sacar buenas calificaciones. Mejor les voy a conseguir una muchacha para que les guise y coman como Dios manda.” Durante nuestras vacaciones decembrinas, mi mamá se dedicó a buscar sirvienta en Palma Gorda, pero no halló; tuvo que hacer viaje especial a su pueblo, Las Mesas, donde consiguió una muchacha que se presentó el último día de nuestras vacaciones en Palma Gorda. Su nombre era Feliciana, pero mi mamá nos la presentó como Chana y las dos eran parientas lejanas, las dos compartían uno de sus apellidos: Rodríguez; por esta razón Chana llamaba “tía” a mi mamá. Pero no se parecían nada físicamente. Feliciana era chaparrita y de vientre pronunciado. Tenía una mata de cabello abundante y chino. Su tez no era de un moreno rojizo, sino ligeramente verde; con un lunar entre ceja y ceja bien pudo pasar por hindú.
Cuando estuvimos en México, nos dimos cuenta de que Chana era buena para preparar tamales con hoja de plátano, pozole, picadas, cecina con frijoles, aporreadillo con tan buen sazón que pronto nos hizo aumentar de peso y abandonar el pálido de muerte que tanto asustó a mamá. Chana no sólo resultó ser buena para el metate sino para las relaciones públicas también. Pronto hizo amistades con el vecindario del edificio. Por si fuera poco el quehacer que le dábamos, la vecina del catorce le encargaba a Memito, pues la vecina no tenía lana para la guardería y a su trabajo le prohibían llevar al bebé. Chana también trabó amistad con sirvientas de otros departamentos; éstas eran cinco y se reunían los jueves en nuestro depa donde discutían cosas, supongo, de suma importancia puesto que apenas aparecía yo, ellas bajaban la voz o de plano guardaban silencio para que no las escuchara. “¿Qué tanto discutían las muchachas, pues?” Muy pronto encontraría la respuesta.
Un domingo por la tarde, mientras yo hacía la tarea escolar en mi recámara, escuché el grito de mi hermana Martha que se encontraba en la sala. Al punto, hice a un lado mi cuaderno y corrí a reunirme con ella. “¿Qué pasa?”, le pregunté. “¡Chana está en la televisión!”, dijo emocionada. Miré hacia la tele y sólo vi a Leo Dan que cantaba “Mary es mi amor”, en el programa de Raúl Velasco. “No la veo”, le dije a mi hermana. “¡Allí está, mírala!” La cámara había girado hacia el público y vi a Chana entre Maca y Tere, las sirvientas de los departamenmtos 7 y 9. Las tres, entre otras fanáticas, cogían una manta que decía: “Club de admiradoras de Leo Dan.” Todas pegaban unos alaridos espantosos mientras saltaban de la emoción. A mí me dio gusto verla en la tele; a mis hermanas también. Pero a mi hermano René no le hizo ninguna gracia; arrugó la cara, se levantó del sofá y se fue a encerrar al cuarto.
René no quería a Chana; le caía gordo todo lo que ella hacía. Una vez lo vi meter la mano a la jarra de agua fresca para extraer los cubos de hielo y los arrojó a la ventana. René dijo: “¿Para qué le pone hielos al agua? ¿Nos quiere enfermar de gripa, o qué?” También criticaba mucho sus guisados: que estaban salados o demasiados grasosos, etc. Nada le parecía. Y ahora, para acabarla de amolar, Chana salía en la tele. Más tarde, mi hermana Nancy le preguntó a René: “¿Por qué te da tanto coraje Chana?” Entonces él contestó con algo que me dejó intrigado: “Yo sé por qué me cae gorda; pero mejor que se los cuente mamá cuando venga a México.” Ah, caray, ¿qué cosa tenía que revelarnos mi mamá? Ahora Chana tenía un aura de misterio que la hacía interesante a mis ojos. Los malos tratos de René continuaron, y sólo cesaron cuando mi mamá llegó a la ciudad de México. Mi hermana Martha aprovechó la ocasión para comentarle a mamá que se le habían desaparecido de su monedero la cantidad de cincuenta pesos. Y mi hermana Nancy dijo que, de ocho pantaletas que tenía la semana pasada, ahora, misteriosamente, sólo tenía dos. Era claro que había un ladrón en casa y, obviamente, las sospechas recayeron en Chana quien, en esos momentos, se encontraba lavando ropa en la azotea. Mi mamá aprovechó su ausencia para decirnos que mi tía Soste le advirtió que Chana era muy eficiente para el quehacer, pero le encantaba apropiarse de lo ajeno. “Una pinche ratera. ¿Ahora entienden por qué me cae mal?”, dijo mi hermano René, quien al punto, junto con mamá, abrieron la caja de cartón en la cual Chana tenía sus pertenencias y, justo al fondo, encontraron cuatro pantaletas de Nancy, tres brasieres de Martha, un muñeco de peluche de Mirna y de los cincuenta pesos ni sus luces. Así que, en cuanto Chana entró al departamento, mi mamá le preguntó con voz golpeada que por qué tenía en su caja la ropa interior de mis hermanas, que eso la hacía pensar que Chana había robado los cincuenta pesos, que si no sabía que hay un Dios que todo lo ve y todo lo castiga. Chana tenía la mirada en el piso, no miró a ninguno de nosotros. No chistó nada. Comenzaron a rodárseles las lágrimas. Mi mamá dijo: “Así no hallarás a nadie que te quiera. Acabarás sola y despreciada.” Entonces Chana se tiró en su catre y se puso a llorar bocabajo, con tanta fuerza que Nancy se acercó a ella, la acarició el hombro mientras decía: “Ay, Chana, pero no te pongas así.” Entonces Chana sacudió la espalda, y dijo, sollozando: “¡No me toques, Nancy, por favor; no me toques!” Nancy se apartó de ella.
Al otro día, Chana no amaneció con nosotros. Hallamos su catre vacío y una nota que decía. “Ya me fui. No me busquen porque no me hallarán.” No la buscamos y no supimos de ella por varios meses. Pero un año después de su partida, recibí una carta bastante choncha con timbres postales de los Estados Unidos. La abrí. Adentro venían una carta, seis postales y folletos de un hotel lujoso de la ciudad de Nueva York. La remitente era Chana. En la carta me decía que andaba en Nueva York, pero ya había visitado varias ciudades de la Unión Americana, tales como Dallas, Chicago y Nueva Orleáns. Conocía esas ciudades gracias a que entró a trabajar con la Familia Villa Arteaga, una familia compuesta por catorce hermanos, la mayoría mujeres y todos conformaban una orquesta musical que tocaban de todo: Charleston, mambo, chachachá, cumbia, swing, etc. El espectáculo musical lo completaban con bailes, también realizados por ellos, desde danza regional mexicana hasta country. La carta de Chana tenía cinco hojas, tamaño suficiente para hablarme de cada una de las chicas con las que trabajaba; asimismo, confesó su pena por robarle los calzones a mi hermana y juraba que un acto semejante no volvería a suceder. Decía: “Ahora toco el güiro y tomo clases de jazz. Les mando un abrazo y bendiciones. Con cariño, Fely”. De ahora en adelante, siempre firmaría como Fely, y no Feliciana, mucho menos Chana. “O sea que se cambió el nombre, como las artistas”, dijo mi hermana Martha cuando acabé de leer en voz alta la carta.
Chana y yo nos carteamos durante varios meses. Yo esperaba siempre con ansiedad su respuesta, porque recibía fotos y postales por montones que luego yo las presumía a mis amigos de la secundaria. Vía epistolar nos comentábamos de todo; así, le notifiqué el fallecimiento de mi abuelo Juan. Cosa que no debí haber hecho, pues ella me contaría que se le bajó la presión y se desmayó. Tuvieron que llevarla al hospital para que volviera en sí. Dijo que lamentaba mucho la muerte de Papa Juan; le contó a la familia Villa Arteaga lo sucedido y todos la acompañaron a rezar una novena por el descanso eterno de mi abuelo. Los meses pasaron y una vez que llegué a casa, a medio día, pues me encontraba en exámenes finales de mi tercer año de secundaria, encontré a Chana en la casa. En cuanto me vio se abalanzó hacia mí, me abrazó y me llenó la cara de besos. Ella decía: “¡Oh, José, oh!” Los ojos los tenía llorosos de la emoción. De un bolso sacó mi regalo que trajo de Nueva York: una bola de cristal que al voltearla nevaba sobre un furioso King Kong. Mis hermanas me mostraron sus presentes: Nancy me presumió tres calzones de seda; Martha una pañoleta con el Empire State estampado, y Mirna, dos barbies: una rubia y la otra negra. René nunca salió del cuarto a recibir su regalo: un diminuto radio portátil. Luego de la euforia, me dijo: “Ponte un short para enseñarte a bailar jazz.” Chana estaba metida en un leotardo negro. Mis hermanas ya estaban en shorts, sudadas, debido a las clases del mentado jazz. Fely, antes Chana, comenzó a enseñarme los pasos difíciles de un baile que ella había aprendido con sus nuevos patrones. Después de mi única y última clase de baile, Fely sacó unos zapatos de charol y se puso a bailar tap mientras cantaba una canción en inglés que sólo ella y Dios entendían. Al finalizar su pequeño show, nos contó que pronto subiría al escenario junto con la orquesta de sus patrones y tocaría, cantaría y bailaría como una artista completa y profesional. Nos hablaba entusiasmada de la próxima gira que haría con la familia de artistas cuando la interrumpió un claxon que sonaba con insistencia en la calle. Fely corrió a la ventana, y dijo: “Ya vino el chofer por mí. Me tengo que ir.” Se puso rápidamente su blusa, pantalón, sombrero, cogió su maleta y después de besarnos, dijo que regresaría en el invierno. Fely salió. Mis hermanas y yo corrimos hacia la ventana para ver el momento en que se subía a una combi color azul, nos dijo adiós detrás de la ventanilla y esta imagen diciéndonos adiós es la que guardo de ella porque jamás, qué pena, volvimos a saber de ella. A finales de los setenta, Raúl Velasco anunció que la Familia Villa Arteaga se presentaría en su programa. Y así fue, La Familia se presentó con su espectáculo pero Chana no estaba allí. Quiero pensar que conoció a un hombre rico, se enamoró de ella, la sacó de criada y se la llevó a vivir a una zona residencial de una gran ciudad.
Feliciana era una mujer luchona y buena. Se merece, de veras, un final feliz; de telenovela.