Medianoche en París.

Yo creo que todos, en algún momento, hemos renegado del tiempo presente. ¿Y cómo no? Uno abre los diarios y se topa con noticias que deprimen a uno. El mundo que se presenta ante nuestros ojos no es precisamente simpático. Guerras por aquí, descuartizados por allá; violencia, hambre, ¡allanamientos! De tanto en tanto hay que echar la mirada hacia la imaginación, hacia un pasado idealizado, hacia el cine. La imaginación nos hará libres. Esta última frase es la tesis de la última peli de Woody Allen, Medianoche en París, que se acaba de estrenar en las salas chilangas. La imaginación es la puerta de emergencia de un mundo caótico, miserable y hostil. Esta tesis no es novedosa en Woody Allen; ya la había desarrollado en La Rosa púrpura del Cairo; allí nos narraba la vida de la flaquita Cecilia junto a su marido, un macho desalmado que la regañaba por nada. La única válvula de escape de Cecilia era el cine, una pasión que tarde a tarde la hacía olvidar sus penas y sumirla en un mundo de aventuras maravillosas y hombres buenos y guapos, aunque de celuloide.
Gil (Owen Wilson), el protagonista de Medianoche en París, pertenece a la misma fauna de Cecilia, la de La Rosa Purpura. Él es un escritor, vulnerable, nerviosín y con fuertes problemas para sociabilizar; el alter ego de Woody Allen pues. Hace un viaje a la capital gala en compañía de Inez (Rachel McAdams) su esposa, y sus suegros. Allá, las pláticas de sobremesa las ocupan para hablar y hablar sobre un tema que a nuestro héroe poca gracia le hace: la política gringa. Harto de ellos, Gil decide separarse de su grupo familiar, y a las doce de la noche mientras descansa sobre una banqueta ve un Peugeot que se dirige hacia él; los tripulantes lo invitan a subir. Él asciende al auto, lo llevan a una fiesta y al mundo mágico que le es tan caro a Woody Allen; pero Gil, a diferencia de Cecilia que entablaba amistad con personajes de una película, conoce a personajes que hoy día forman parte del inconsciente colectivo de todo escritor: Hemingway, Zelda,  Scott Fitzgerald, Djuna Barnes, Cole Porter, y más. En esto radica, creo yo, lo mejor de Medianoche en París, la recreación del ambiente bohemio del París de los años veinte. Gil le pide de favor a Hemingway, que lea y le comente una novela que acaba de escribir; Hemingway dice que él no es bueno para comentar libros de otros escritores, pero que está seguro que Gertrude Stein (Kathy Bates, buenísima como siempre) la leerá, y con gusto la comentará. Al otro día, mejor dicho, a la siguiente noche, Gil conocerá a Gertrude Stein y ésta le presentará a Picasso, Dalí y Buñuel. Gil aprovecha para regalarle a Buñuel la idea de El Ángel exterminador. Inez, la esposa de Gil, comienza a sospechar de la fidelidad de su marido, y contrata a un espía para saber de las andanzas nocturnas de Gil. Pero Inez no tiene éxito, Gil vive atrapado y feliz en su mundo mágico.

GARDENIA CLUB, Sensualmente melancólica.

El viaje de los cinco sentidos. 
Por José Dimayuga.
"¿Como es posible que no has ido a ver mi obra de teatro si está a sólo dos cuadras de donde vives?”, me inquirió Eloy Hernández hace una semana. Se refería a su texto Gardenia Club, sensualmente melancólica, dirigida por Lila Avilés. Alberto Castillo dijo: “Ve a verla; te va a gustar. La montaron en el interior de un trolebús estacionado en el corazón de la colonia Roma.” Les dije que no había ido porque me enteré que los actores sacaban a bailar al público; y bailar no destaca en la lista de mis grandes pasiones. Eloy dijo: “La bailada es opcional; si no te late pues no bailas y punto.” “Okey, voy a verla este sábado.” Llegó el sábado y me dirigí al mentado trolebús, en la plaza Luis Cabrera. Poco antes de abordarlo, me regalaron una copa de vino. Entré y al punto me sacó a bailar una actriz. Le pisé los callos en más de dos ocasiones; le pedí disculpas: “Es que no bailo desde hace más de un año.” Ella dijo, amable y en susurro: “No te preocupes. Esto no es un concurso.” Me preguntó mi nombre para que entrara en confianza. Se lo di y ella me dio el suyo. El talle de la chica era largo y delgado; de momento, pensé que mis dedos se cruzarían entre sus costillas. El viaje por el tiempo y a las sensaciones había comenzado. El vestuario de los actores y el bolero que entonaba un pequeño grupo musical me remitieron a un México de medio siglo atrás, cuando en nuestra ciudad las citas eran reales, ya sea en el cine o en los salones de baile que muy bien recrearon en la panza de este camión.
El baile fue la señal para que mis cinco sentidos se mantuvieran alertas. Las situaciones que los actores planteaban ante mi, en el reducido escenario, despertaban ora el gusto, luego el tacto, la vista, el olfato. Un joven nervioso se arrodilló ante mí para lustrarme las botas mientras expresaba su necesidad de amar; otra actriz me leyó el futuro en la palma de la mano; uno que parecía pachuco me cogió del brazo para llevarme al otro extremo del trolebús. Una vestida se acercó para decirme que yo la miraba de una forma diferente; se veía llorosa, levantó la mano trémula y me acarició la barba.
Gardenia Club es el resultado de intercambios de ideas entre el dramaturgo Hernández y la directora de escena, Lila Avilés; ambos concretaron en escena,  la siguiente preocupación: La sociedad de masas ha imposibilitado el contacto físico entre los individuos. Habrá que hacer algo para solventar tal carencia o, de lo contrario, la ausencia del contacto nos conducirá a una dolorosa tristeza. Mientras que, si el contacto se hace presente, nos proyectará a la euforia, a la conciencia alegre de estar vivos. Así, Hernández y Avilés, mediante los actores, nos dicen al oído que el antídoto contra la soledad es un abrazo, un saludo, una caricia, una flor. En cada sketch que conforma el texto dramático, Eloy  habla de la soledad en las ciudades sin indicar el recurso fácil de un teatrista novel: el desgarramiento de vestiduras, el grito y aspavientos. No, nada de eso. El dolor no necesariamente se expresa entre signos de admiración. Cuando un personaje mostraba la necesidad de encontrar su alma gemela a fin de regresar a la Unidad perdida de la que habla Platón, en El Banquete, la música irrumpía para menguar la pena de descubrirse abandonado. Un distanciamiento brechtiano con música de acordeón y guitarras, un contrapunto para que la progresión dramática no deviniera tragedia.
Todos los actores cantan, miran a los ojos, bailan y nos encantan con las historias que refieren; fascina el excelente trabajo: entusiastas, vigorosos, creativos y entregados a su gran pasión: el teatro.
Al final, aplaudí mucho a todo el elenco. Eloy me pidió que corriera la voz para que la gente asista al espectáculo; la temporada será muy breve. Nos despedimos. Caminé solo por la oscura calle de Córdoba; llevaba una alegría discreta a punto de ser triste.
La soledad en Gardenia Club es un bolero antiguo que cala hondo. Vale la pena asistir y disfrutar ese viaje teatral de los sentidos.
Gardenia club, sensualmente melancólica. Dramaturgia: Eloy Hernández. Todos los sábados a las 20:00 y 21:30 hrs. Plaza Luis Cabrera. Col. Roma. Reservaciones: 55 84 44 93