Liberando libros.


Salgo de casa a liberar libros. Camino por la calle de Orizaba. El primero que liberaré es La Guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa. Yo pienso que pronto hallará lector porque los bonos del peruano están muy altos. Sobre el pretil de la casona abandonada de la esquina de Orizaba y Zacatecas, justo donde estaba el Bar Living hace varios años, libero La Guerra... Acabo de dejarlo y, sobre la misma banqueta que camino, veo a un chavo que avanza hacia mí; debe de tener veinte años de edad. Me ve a los ojos y esquivo la mirada. Sigo caminando. No volteo. ¿Habrá recogido el libro? Si lo recogió, ¿qué cara habrá puesto? ¿Lo va a leer en cuanto llegue a su casa? Llego a la Plaza Luis Cabrera y pelo bien los ojos para ver si hay algún libro. Rodeo la fuente, y nada. ¿Será que soy el único en la colonia Roma que anda botando novelas?  ¿Será que ya estoy chiflis y nadie me lo ha querido decir? Ése es mi gran temor: estar loco y que nadie me lo diga para no hacerme pasar un mal momento. Los nervios no los tengo muy buenos. Veo una banca y me siento a leer. Qué fea novela: Luz perdida, de Michael Connelly. Empezó bien. El detective Bosch investiga el asesinato de afamado productor de cine; después de la página 100 el detective se encuentra muchos obstáculos que aletargan la acción. Una novela muy inflada; nada qué ver con El Poeta. Me dan ganas de dejar Luz perdida en esta banca; pero, como dice un amigo, “¿y con qué cara si a mi no me gusta?” Dejo El amante de Janis Joplin, de Élmer Mendoza en la banca. Un mexicano que se liga a La Reina Ácida y coge con ella. Continúo mi cruzada y, poco antes de cruzar Álvaro Obregón, veo a Karim, un maestro de Acapulco. Espero que no me vea; no tengo ganas de decir: “Hola, ¿qué haciendo por acá?”  “Dando la vuelta. ¿Y tú?” “Liberando libros.” “¿Eso qué es?” Y entonces tendré que explicar que abandono libros a fin de promover la lectura. Me va a ver con cara de Quoi? Karim es francés. ¡Ay, ya me vio!... No, no me vio. O se hizo güey; cosa que le agradezco. Se aleja con su mochila al hombro. ¿Andará dejando libros también? No creo. Es demasiado flaco; no tiene barriga de lector. La mayoría de los lectores serios son de barriga pronunciada. Alfonso Reyes, Paz, Chesterton… Aunque hay panzones de cara flaca: Cervantes y Montaigne. Me imagino que Sor Juana escondía su panza bajo el hábito; y algunos libros también. Y se ponía a leer, a escondidas, a mitad de la misa. Panzoncita como un trailero. Los lectores son como los traileros; tienen la misma panza a fuerza de agarrar el libro como si fuera un volante. Pasan horas sentados ante el volante mientras ven pasar árboles, montañas, paisajes, pueblos; conocen gente varia de distintos acentos, otras lenguas. También el lector es un viajero pegado al asiento. Continúo mi viaje por la calle de Orizaba; atravieso calles con nombres de ciudades. Estoy nervioso. No estás nervioso; acuérdate que confundes entusiasmo con ansiedad. Te emociona mucho esta cruzada de la lectura. Pero tengo la impresión de que alguien me sigue. Sí. Ese alguien ha descubierto que estoy liberando libros y los quiere para él. ¡Qué hombre tan egoísta! Lo encararé y le diré que no me siga. Volteo y no hay nadie. Veo un ángel de papel en una pared. Le tomo una foto. Entro a la Plaza Río de Janeiro. La luz de la tarde ilumina el trasero del David de Miguel Ángel. Quiero una banca y todas están ocupadas. Doy tres vueltas al parque. Hallo finalmente una banca de cemento en el lado Norte. Un perro con moñitos rojos se acerca; olisquea mis tenis. “Qué lindo, perro”, digo. “Se llama Lilí”, me dice una anciana, dueña del can. Lilí. Hay mucho perro en la Roma. No me gusta; luego me embarro en sus cacas. La anciana del can me sonríe. En cuanto se vayan, perro y ama, dejaré el libro de Martin du Gard: Les Thibault. Es el libro primero: “El cuaderno gris”. La Plaza Río de Janeiro es un buen lugar para dejar la historia de amor entre Jaques y Daniel, dos adolescentes que huyen del internado y se van a  donde puedan vivir su pasión en paz. Aquí vive mucho jotito. Mucha gracia le hará “El cuaderno gris” a un jotito lector. 

INMIGRANTES CON HABILIDADES EXTRAORDINARIAS.

Saviana Stanescu
¿Qué creen? Agregué a Saviana Stanescu en Facebook. ¡Y aceptó mi solicitud, yupi! Le escribí para agradecerle por haberme aceptado, y muy amable me contestó. Sentí la misma alegría que experimenté de adolescente cuando mis estrellas favoritas contestaban mis cartas. Bueno, pero ustedes han de preguntarse, Who is Saviana? La verdad es que ni yo la conocía; por eso la invité para no hacerme ideas falsas de su físico. Lo único que sabía de ella (y eso apenas fue anoche) era que escribió: Inmigrantes con habilidades extraordinarias. Y estuve a punto de no conocer tan lindo texto porque ayer, en la tarde, se me ocurrió ir al Centro a comprar unos lentes; luego, fui a la expo de José Clemente Orozco (por cierto, la quitan el 27 de febrero, ¡corran a verla!); acabé tan agotado que me dieron ganas de cancelar la ida al teatro con Everardo; pero, con todo, me lancé a la Plaza Coyoacán donde Ever y yo bebimos sendas tazas de té, echamos el chisme, y nos fuimos a La Capilla. Yo iba con los ojos llorosos debido al sueño y el smog; y él se encontraba entusiasmado porque vería Inmigrantes..., por segunda ocasión. Le pedí de favor que si me veía dormir, durante la función, que no me despertara; sólo bastaba que me diera un codazo en las costillas, en caso de que me pusiera a roncar. No me dormí. Todo lo contrario. La historia que vi en escena fue para mí como una bebida vigorizante.
La obra comienza cuando una payasita narra, con acento extranjero, una fábula sobre un perro que camina por el parque y descubre a una ardilla trepada en un árbol. El perro observa a la ardilla y se enamora de ella; es un amor a primera vista. El perro, atrabancado, le confiesa su amor a la ardilla, que tampoco le es indiferente el perro; pero trata de no enamorarse de él,  ya que ¿cómo un perro y una ardilla se van a enamorar?, ¿dónde se ha visto eso?, ¡es imposible! Y la ardilla le dice al perro: “Estás loco. No puede ser que un perro y una ardilla se enamoren, es absurdo. Somos animales diferentes. Además no puedes subir a la rama donde me encuentro.” “Claro que sí, dice el perro, lo lograré. Y entonces, por gracia divina del Amor, al perro le brotan alas y sube hacia su amada ardilla; los dos, juntos y felices, se besan y aman. Esto que acabo de contar, sin chiste, es sólo el prólogo de una fábula sobre la solidaridad que entablan cuatro personajes en el corazón de Nueva York.
La payasita (me acordé de Giulietta Masina, en La Strada, de Fellini), de nombre Nadia, excelentemente interpretada por Cassandra Ciangherotti, es rusa e indocumentada; llega a la ciudad de Nueva York porque quiere conquistar el famoso sueño americano. Otro ruso (Pedro Mira), payaso también, anda en Nueva York por las mismas razones de su paisana. La cabeza de Nadia rebosa de sueños, muchos de ellos alimentados por la serie Sex and the City. Ella, como Carrie Bradshaw, desea comer en los grandes restaurantes y pescarse a un ruco guapo como Mr. Big. En su búsqueda de la gran oportunidad en la gran manzana, Nadia se hace inquilina de una dominicana, Lupita (Olivia Lagunas, ¡brava!), simpática, sexy y medio putona, cuyo sueño es convertirse en una gran actriz. En ese mismo depa, Nadia conoce a Bobby (Fernando Bonilla), un gringo bueno para nada, estorbo de una sociedad que anda detrás del dinero. Los cuatro personajes de manera real o metafórica son inmigrantes;  sufren en Nueva York porque son solitarios, de raza distinta e ilegales. No tienen de dónde asirse sino de los sueños y la solidaridad entre ellos. Los cuatro, a veces juntos, a veces por separado, pasan por situaciones chuscas en el intento de realizar lo que anhelan. Pero no todo en la vida, ni en el teatro, es risa y candor... El momento climático no lo contaré; sólo puedo decirles que es de una tristeza y, afortunadamente, tiene arreglo.
La dirección de Alberto Lomnitz me pareció bastante congruente con la prosa de Saviana Stanescu; de una elaboración fina que parece fácil; sin pretensiones, y directa, a fin de no distraer el espectador de la premisa que sostiene el texto: el amor salva; el amor y la imaginación compensan todas nuestras carencias.
Inmigrantes con habilidades extraordinarias, Teatro La Capilla, Madrid 13, Col. Del Carmen, Coyoacán, México, D.F. todos los martes, del 18 de enero al 29 de marzo de 2011. 

SIN SANGRE

Sin sangre, de Alejandro Baricco, comienza cuando un anciano (Silverio Palacios) habla sobre una mujer (Lucero Trejo) que vaga por las calles de una ciudad. El viejo la describe: no es joven, porta un paraguas y camina con elegancia. Es alguien equis cuyo nombre e historia se revelarán cuando ella se presenta ante el anciano-narrador que atiende un Kiosco de billetes de lotería. Después de haber intercambiado algunos parlamentos, el hombre la reconoce; temblando de miedo, le dice: “Yo sé quién es usted. ¡Y sé a qué ha venido!” A partir de este momento, la historia nos la cuentan tres actores que, por momentos, la hacen de tramoyistas, a veces se vuelven parientes de la mujer; en otras, cómplices del anciano en un pasado donde el horror se encontraba a la vuelta de cada esquina y en los rincones de cada casa. La historia es sobre el ajuste de cuentas entre la víctima y su verdugo; sobre dos caras de la misma moneda. Ella, la víctima, desea reprocharle al viejo los años de dolor que sufrió en la infancia y que trae arrastrando desde la última vez que se vieron. Toda infancia es difícil; y aún más si la infancia transcurrió en tiempos de guerra. La secuela del miedo jamás termina; se queda fijo en los sitios más recónditos del cuerpo.
En el texto Sin Sangre hallé el eco de nuestra literatura de habla castellana. Cuando vi al personaje femenino que indagaba sobre su pasado, llegó a mi memoria el inicio de Pedro Páramo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo” La protagonista, como el narrador de Pedro Páramo, interpela a sus fantasmas a fin de reconstruirse; no importa que los muertos salgan de sus tumbas y la colmen de sustos. La mujer, se dice, está loca; desea hablar en un código que desapareció con sus muertos. El viejo, para evadirla, porque él se está cagando de miedo también, le grita al público,: “¡Ella es un fantasma!” El público no replica. Ella no ceja. Ella y nosotros queremos conocer a fondo al viejo para reconstruir La Verdad, cueste lo que cueste. Los cadáveres han botado sus lápidas y dan su testimonio.
Baricco ha dicho de este texto: “Los hechos y personajes que se mencionan en esta historia son imaginarios y no hacen referencia a alguna realidad particular. La elección frecuente de nombres españoles es un hecho puramente musical y no debe sugerir una ubicación temporal o geográfica de los acontecimientos.” “La elección puramente musical” se vuelve un montaje de José Caballero y Silvia Ortega Vettoretti que mucho se me antoja a eso: música. El par de directores sabían que tenían un texto complejo y tenían que narrarlo con precisión y buen ritmo para no aburrir al espectador. Han montado la historia a la manera en que se monta una melodía de jazz donde cada instrumento parece narrar una cosa distinta. Percibí tres melodías diferentes que se entrelazaban con violencia para construir una sola. Sonaba a Coltrane, ese Coltrane endiablado que no sabe otra cosa sino poner los pelos de punta y cuya última nota de metal corta de un tajo el hilo tenso que vibra en el pecho de quien lo escucha.

Sin sangre, de Alejandro Baricco. Puesta en escena, de José Caballero y Silvia Ortega Vettoritti. Actuaciones, de Silverio Palacios, Lucero Trejo, Pablo Astiazarán, Carlos Alberto Orozco y Miguel Alvarado. Escenografía, de Jorge Kuri Neumann. Teatro El Granero, Centro Cultural del Bosque, México, D.F.