VALLEJO Y SERVETI

Fue en el taller de Artes Plásticas donde Vallejo y yo comenzamos a ser amigos. Se quedó mirando un paisaje que yo estaba pintando y dijo: “Te está quedando chido. ¿Me enseñas?” Le contesté: “Yo no sé enseñar, que te enseñe la maestra.” La maestra dijo, desde su escritorio: “¡Vallejo, no lo distraigas y vuelve a tu lugar.” Vallejo se apartó de mí, pero ese fue el día en que nació nuestra amistad. A partir de entonces, me fijé en él y descubrí que se parecía a Nino del Arco, un actor infantil español que salió en El Niño y el muro, incluso trabajó al lado de Juliancito Bravo en La gran aventura. Quizá me hice cuate de Vallejo porque en el fondo pensaba que los dos viviríamos aventuras como las de los dos actores.
En cierta ocasión, mientras la maestra estaba distraída enseñándoles a los compañeros la forma de dibujar en perspectiva, Vallejo me dijo que nos escapáramos de la clase y fuéramos a dar la vuelta. Lo obedecí; salimos del taller, subimos las escaleras y llegamos al tercer piso; recorrimos todas las aulas que correspondían a los primeros grados; bajamos por otras escaleras con el propósito de volver al taller, y nos llevamos la sorpresa de que la maestra ya nos esperaba con una cara amargosa. No nos reportó ni nos bajó puntos; pero sí nos dio una regañada de la cual no me repuse en varias semanas. Con todo, la llamada de atención no consiguió interrumpir la amistad entre Vallejo y yo. Todo iba viento en popa hasta que me dijo, a escasos minutos de entrar a la escuela. “Oye, Dimayuga, ¿nos vamos de pinta?” La gran aventura me vino a la cabeza. “Pus nos vamos”. Dimos media vuelta y nos dirigimos emocionados hacia avenida del Taller. Abordamos un trolebús y, a la media hora, ya estábamos en Chapultepec. Entramos al museo de Arte Moderno en cuyos jardines nos echamos una siesta de perro hasta que un policía nos despertó. Nos introdujimos al bosque, compramos mangos con chile y mientras caminábamos a la orilla del lago, Vallejo empezó a comportarse de manera extraña, como que quería decir algo, pero tosía y tosía de tal modo que pensé que se estaba ahogando con el chile. “Si quieres compramos un refresco”, le sugerí. “No, refresco no. Lo que pasa es que no sé como decirte una cosa que traigo aquí atorada.” “Dímela”, le pedí. Entonces él, después de respirar hondo, dijo: “¿Qué me dirías si te digo que te he soñado?” “Pus no le veo nada de malo”, le contesté. “Pero en mi sueño tú y yo nos besamos… en la boca.” Ahora el que tosía era yo. Me tranquilicé, y quién sabe qué mirada le eché porque me preguntó: “¿Por qué me miras así?” En ese momento me acordé de Nino del Arco y Juliancito Bravo: ellos nunca se besaban en la boca. “Te veo sacado de onda, Dimayuga.” “Pues es que no sé; creo que… no está bien.” Entonces Vallejo arrojó furioso el hueso de mango al lago, y dijo: “¡No sé para qué te lo conté! ¿Cómo que ‘no está bien’? ¡No mames, güey!” “Lo que quise decir es…” Ya ni alcancé a terminar la frase porque Vallejo pegó la carrera con dirección a Paseo de la Reforma. Corrí detrás de él y, poco antes de alcanzarlo, volteó hacia mí y con un gesto furioso, me gritó: “¿Qué quieres, puto? ¿Por qué me sigues? ¡Vete!” “¿Qué te pasa?”, le pregunté. “¡No me sigas o te madreo, cabrón! ¡Vete!”, me dijo. Me dio la espalda y reanudó su paso rápido hacia Reforma. Lo miré alejarse, sin comprender la razón de su comportamiento.
Al otro día, cuando me acerqué a él para saludarlo, me dejó con la mano extendida. Nuestra amistad había acabado.
Pasé las vacaciones de verano en mi pueblo; ingenuamente esperaba alguna carta de mi amigo en la cual me explicara la razón de su alejamiento o alguna disculpa. Pero nada. Ingenuamente también pensé que nuestra amistad iba a resucitar al regresar a clases. También me equivoqué. Al volver de vacaciones, descubrí que Vallejo me esquivaba. En el tercer grado de secundaria me hice de otro amigo: Martínez, un compañerito guapo, de pestañas y patas largas. Inteligente y aplicado, pero ñoño. Se comportaba como un señor; eso de impostar la voz con el propósito de parecer un adulto me caía no sólo gordo sino que me daba penita ajena. Sin embargo, él me inspiraba mucha tranquilidad y me estimaba bien. Vallejo se hizo cuate de Campos durante el primer cuatrimestre del ciclo escolar. Después de las vacaciones decembrinas, Vallejo trabó amistad con Mauricio Serveti, un chavo que venía de Morelia, rubio, de ojos azules, tan bonito como distraído, siempre andaba en la lela. No me explico cómo iba en tercer grado si no sabía las tablas de multiplicar ni las reglas elementales de la gramática. Nunca hacía las tareas y constantemente se dormía en clase provocando la burla de todos los compañeros. Una vez que no se presentó el profesor de Civismo a clase, a los compañeros se le ocurrió encuerar a Serveti sólo para divertirse. En mi vida había visto una piel tan blanca. Y creo que mis compañeros tampoco porque se burlaron de él mientras le gritaban: “¡Bolillo, bolillo!” Serveti, totalmente en cueros, se cubrió la cara y comenzó a llorar. Vallejo se dirigió hacia él y le ayudó a vestirse. Cuando acabó, preguntó: “¿A quién se le ocurrió encuerar a Serveti?” Téllez se paró frente a Vallejo, y dijo: “Yo mero.” En ese momento se armaron los madrazos entre Vallejo y Téllez. El prefecto Nahúm llegó y se llevó a Vallejo y a Téllez para levantarles un reporte. Téllez y Vallejo fueron suspendidos por tres días. Cuando Vallejo regresó a clase, inició la amistad entre él y Serveti. Los dos se volvieron inseparables; se les veía en los pasillos; en las canchas, y en el salón se sentaron juntos con la anuencia de los maestros pues éstos descubrieron que el rendimiento de Serveti había mejorado. La prueba estaba en sus calificaciones; de cinco subió a ocho. ¿Y cómo no iba a ponerse a estudiar si Vallejo se traía a Serveti a base de regaños y coscorrones? Vallejo había asumido el papel de tutor. Le exigía trabajo y responsabilidad. Serveti lo obedecía en todo; se volvió, de alguna manera, en el hijo de Vallejo. Mejor dicho, en su esclavo. Yo pienso que Vallejo asumió tal poder porque la mamá de Serveti le delegó a Vallejo mucha autoridad. De esto me di cuenta la vez que estuve en casa de los Serveti en el cumpleaños de Mauricio. Sólo fuimos invitados Vallejo, Campos, Martínez y otro compañero de apellido Cortés. La madre era una mujer alta, rubia y guapa. Allí también estaban los dos hermanos de Mauricio: José Ángel, el hermano mayor; y Manolo, el menor. Supongo que no tenían papá, pues nunca apareció ni hablaron de él. “¿Y cómo se ha portado mi Mau?”, preguntó la señora a Vallejo. Y Vallejo lo acusó de no haber hecho una maqueta sobre un bosque para la clase de bilogía. La señora regañó a Mauricio por irresponsable; y a Vallejo, por no haberle exigido a Mauricio de ponerse a trabajar. “Vas a ver Vallejo, no me estás cuidando a Mauricio como se debe”, dijo la señora con una coquetería que me pareció sobreactuada.
En una ocasión, en pleno refrigerio, Martínez me dijo: “¿Qué crees? El prefecto se acaba de llevar a  Vallejo y a Serveti a la Dirección para que los reporten. Los encontró en el salón besándose detrás del estante de libros.” Cuando los dos regresaron al salón, varios se acercaron a Vallejo y Serveti, pero Vallejo pegó el brinco diciendo super enojado: “¡No me estén chingando o les parto el hocico!” Y aventó un manotazo a Pérez que si no se hace para atrás le hubiera reventado el labio. Nadie más se acercó a Vallejo y a Serveti.
Al otro día, ninguno de los dos se presentó a la escuela. Pensamos que los habían expulsado, pero no fue así. Campos fue el que nos dio la siguiente información: Vallejo y Serveti habían huido de sus casas y nadie sabía de su paradero. Me imagino que la desesperación de la señora Serveti fue tanta que me telefoneó una semana después de la desaparición de mis compañeros; su voz era gangosa como si acabara de llorar: “Disculpa, Dimayuga. ¿No sabes nada de mi Mau?” “No, señora.” “¿No te ha llamado Vallejo o mi hijo?” “No, señora.” “¿Qué te platicaban en los días previos a su huída?” “Pus nada, señora. Yo casi no hablaba con ellos.” “¿Por qué demonios me ocultan información? ¡Ni tú ni nadie me quieren dar información de mi hijo! ¡Me van a volver loca, loca!”, gritaba en efecto como loca, y colgó.
“Están en Acapulco y se están muriendo de hambre”, me dijo Campos en el receso de una clase a otra. “Ayer me llamó Vallejo; dijo que no tenían varo y vivían de pura limosna. Me dio la dirección donde quiere que le mande lana para comer. ¿Nos cooperamos?” Campos fue el responsable de hacer una colecta para rescatar a nuestros amigos del hambre y, en la tarde, Martínez y yo, lo acompañamos a Telégrafos para girarles los doscientos cincuenta pesos que juntamos; pero Vallejo ya no los pudo recoger porque al otro día que se lo mandamos, él apareció en el salón. Todos los amigos lo rodeamos y le pedimos que nos contara su gran aventura. Dijo que se habían ido a Acapulco con el propósito de irse en un barco como grumetes al Japón porque ya no le hallaban chiste vivir en México. Pero un lanchero de la playa Tlacopanocha les informó que allí no salía ningún barco con dirección al lejano oriente. La primera noche durmieron en la arena, debajo de un tamarindo; la segunda y tercera también. La cuarta noche durmieron en casa de un viejito canadiense que conocieron en el Zócalo del Puerto. Con él vivieron diez días, trabajaban para él como criados. Desde esta casa Vallejo le habló a Campos para pedirle ayuda. El canadiense se enteró de la urgencia, se compadeció de ellos y les dio unos pesos para que regresaran al DF.
Vallejo y Serveti se presentaron ojerosos y flacos al salón. En el refrigerio, los rodeamos para que nos contaran su viaje a Acapulco. Pero fueron parcos en sus relatos, apenas contaron lo que arriba mencioné. Ésta fue la última vez que vería de cerca a este par de amigos, porque al otro día, durante el refrigerio, en la Dirección de la escuela se realizó una junta extraordinaria donde los profesores y directivos del plantel analizaron el caso de Vallejo y Serveti. Allí también se encontraban mis dos amigos así como sus respectivas mamás. El refrigerio de cuarenta minutos ahora se había vuelto de hora y media porque la junta no terminaba. De pronto, escuchamos gritos de una mujer. Todos los que nos encontrábamos en el patio miramos hacia la entrada de la Dirección: la mamá de Serveti golpeaba a manotazos a Vallejo. Vallejo avanzaba reculando hacia el patio, con la cara cubierta con sus brazos. Ella decía desaforada: “¡Pisoteaste mi vida, imbécil! ¡Abusaste de la confianza que te di! ¡Y arruinaste la vida de mi hijo!” Vallejo tropezó y calló de espaldas. La señora ahora soltaba patadas contra Vallejo y le hubiera roto más de dos costillas si las maestras de inglés y la de historia no la hubieran detenido cogiéndola de los brazos. Le decían: “¡Señora, contrólese! ¡Lo va a matar! ¡Tranquila!” La señora consiguió chisparse de ellas, cogió de la mano a Serveti y se dirigieron hacia la salida. Vallejo se puso de pie y abandonó la escuela junto con su mamá, una señora pequeñita con delantal y la cara roja de vergüenza. Vallejo y Serveti fueron dados de baja.
Era la temporada de exámenes finales de mi último año de secundaria cuando, una noche, harto de estudiar, me asomé a la ventana para airearme. De pronto, vi a Vallejo parado en la acera de enfrente. Cruzó la calle y se dirigió hacia el edificio donde yo vivía. Mi reacción inmediata fue echarme hacia atrás y me paré detrás de la persiana. Abrí una de las pestañas y vi a Vallejo que se paró junto al poste de luz. Giró la cabeza hacia mi ventana, y gritó: “¡Dimayugaaaaa!” A mí me brincó el corazón de los puros nervios. Otra vez: “¡Dimayugaaaaaa!” Voltée hacia la puerta de la recámara de mis hermanas. Temí que se asomaran y me preguntaran que quién era ese chavo que nos gritaba en la calle. Afortunadamente ellas no escucharon. Vallejo soltó un tercer grito; dio media vuelta, y se fue con los brazos cruzados. ¿Qué quería decirme? ¿Por qué a esas horas de la noche? Nunca lo supe; jamás volví a saber de él.
El número telefónico de Serveti lo hallé por pura casualidad cuando me encontraba estudiando el tercer año del CCH. Le llamé y no lo encontré. Me contestó su hermano José Ángel. Le pedí que me contara nuevas de Mauricio. Me dijo que estudiaba en una escuela militar y era un excelente nadador. Había ganado tres medallas de oro en tres concursos internacionales de natación. Le pedí que me lo saludara. Le di mi número de teléfono, pero Mauricio Serveti nunca me llamó.

RETRATO CON MI ESPOSA E HIJO.

Soy un hombre soltero. No tengo esposa ni esposo ni hijos ni perro que me ladre. Pero hay momentos en los que me veo obligado a mentir, me invento una vida rara porque decir que soy un hombre soltero, a mi edad, despierta sospechas, desconfianza y otras cosas. Así pues, a veces digo que soy casado, sólo para que no me vean de reojo o simplemente lo hago para ejercitar mi capacidad de invención. He aquí dos estampitas de mi vida familiar imaginaria.
En cuanto abordé el taxi que me llevó a casa de unos amigos, sin decir agua va, el conductor muy confianzudo me preguntó: “¿Cómo está la familia?” Yo pensé en segundos: ¿Se refiere a mi papá y a mi mamá? Yo creo que no. Se refiere a mi esposa e hijos. ¿Cómo decirle que no tengo y que soy soltero maduro? Le intrigará y querrá preguntarme la razón por la cual no me he casado, entonces me recomendará que me case, que aún es tiempo de rehacer mi vida como dijera un taxista egipcio que conocí  en Nueva York. Así, pues, le di una respuesta seca como un portazo en la nariz.. “Mi familia se encuentra bien. Lléveme a la calle de Berlín.” “¿Lleva mucho tiempo de casado?”, me preguntó. ¡Qué viejo tan metiche! Le contesté con otra mentira: “Tengo veintidós años de casado.” “¡No me diga!, exclamó mientras me miraba  a través de su espejo retrovisor. “Entonces ya debe estar preparando las bodas de plata, ¿verdad?” “Je, je; más o menos”, contesté. Después de un suspiro largo, dijo: “Yo llevo once años de casado, y creo que no llegaré a los quince. Mi mujer… me pone el cuerno.” No tenía pruebas contundentes del adulterio, pero el comportamiento de su mujer la delataba. De un tiempo para acá, ella no quería hacer el amor con él y, “pues uno es hombre; uno tiene sus necesidades de hombre y que llegues a tu casa con ganas de tener relaciones y que la vieja no quiera, pues ¿uno qué piensa? ¡Anda con un cabrón!” Yo, como todo un experto en la vida conyugal, le dije que no pensara así de la señora sólo porque le había menguado el apetito sexual; eso es natural, todo es cíclico, más adelante el deseo se revitalizará. “Yo le sugiero que hable con ella para que no afirme algo de lo que no le consta.” Él dijo: “¡No me salga con eso, porque yo ya tomé la decisión: la voy a dejar! Si en estos momentos yo la encontrara con el sancho, les arrojo el carro, así como lo oye. ¡No me importa si me meten al bote!” El carro se detuvo en un crucero. Un niño, con el culo inflado por dos globos, se paró frente al taxi para realizar sus gracejadas. El taxista me preguntó: “¿Usted tiene hijos?” “Uno”, contesté. Él dijo: “Yo tengo una, y también por ella me quiero separar. No quiero que mi chavita se pase la vida escuchándonos todo lo feo que nos decimos. Los hijos no tienen la culpa de los errores de uno, ¿verdad?” Estuve de acuerdo con él, y le dije dos o tres cosas sobre la importancia de un clima armonioso para el buen desarrollo de los niños y sabe qué más. Cuando llegué a mi destino, el taxista me pidió que le saludara a mi esposa e hijo; y yo le desée que pronto hallara la solución de sus conflictos.
¿Cuál esposa, José? ¿Cuál familia? ¿Cuál hijo? ¿De dónde sacas eso? Y ahora que digo hijo, me acuerdo de una vez que fui al pueblo. Mi hermana, apenas me vio, me llevó a la terraza, y dijo: “Siéntate en ese sillón que quiero hablar muy seriamente contigo.” Jaló una silla, se sentó frente a mí, pegó su barbilla contra su pecho y con una mirada que me traspasó la cabeza, dijo: “Quiero que me digas la verdad y nada más que la verdad. ¿Tú tienes un hijo?” “¿Cómo?”, le pregunté. “Haz memoria. Hace unos ocho o diez años, ¿te acostaste con alguna chava?” Para darle más dramatismo a la escena, me puse de pie, y le dije: “¡Nancy, cómo se te ocurre! ¡Jamás! Tú sabes que admiro y quiero a las señoras, pero jamás he, ni habría por qué faltarles al respeto. ¿Por qué me preguntas eso?” Ella se acercó a mí, y bajándole el agua a los tamales, contó lo siguiente: “La semana pasada vino a la tienda una señora que dijo llamarse Estefanía y aprovechando de que no había clientela, me dijo que tú te habías acostado con su hija y que, producto de esa relación, la muchacha tuvo un hijo, que es su nieto, que es tu hijo, o sea mi sobrino, y ahora lo traía a presentármelo para que nos hiciéramos cargo de él.” “¿De veras?”, exclamé emocionado. “¿Es tu hijo, entonces?”, preguntó mi hermana. “Claro que no”, contesté riendo. “¿Entonces por qué te emocionas?” “Pues porque está chistoso el asunto”, dije. “Pues a mí no me pareció nada chistoso, dijo mi hermana, porque la señora estaba tan necia de que tú eras el padre del chamaco que me hizo enojar. Yo le dije: ‘Mire, mi hermano no puede ser el padre de su nieto, ni yo su tía, porque mi hermano es gay.’ Doña Estefanía dijo: ‘Eso debió haberlo estudiado después, y pus ahora se tiene que responsabilizar y…’ Yo la interrumpí, porque me di cuenta de que no había entendido la palabra gay, así que mientras ella trataba de convencerme de tu paternidad, le grité: ¿No entiende? ¡Mi hermano no es como el común de los señores!’ “¿Cómo?”, dijo ella. “Mi hermano se va a la cama con uno y otro señor (Aquí mi hermana exageró, la verdad; ojalá y así fuera) y no con señoras.” La señora sacudió la cabeza como si hubiera recibido un cubetazo de agua helada. Dijo: “¿Y entonces?”, preguntó doña Estefanía. “Luego entonces, se me va a embaucar a otra más taruga”, dijo mi hermana. La pobre de doña Estefanía dio media vuelta y se fue con el escuincle detrás de ella.
“¿Y cómo era mi hijo? ¿Se parecía a mí?”, pregunté. Mi hermana torció la boca, y dijo. “No hagas ese tipo de preguntas que te puedes meter en un problema. Pero si quieres saber cómo era, no te lo podré decir porque el chamaco estuvo todo el tiempo parado en la entrada de la tienda, con las manos metidas en sus bolsillo, miraba a los carros pasar. Eso sí, lo vi de pocas carnes y mal vestido.” En ese momento me imaginé a mí mismo a la edad de ocho años: flaquito, metido en una chazarilla de popelina, unos pantalones de gabardina y en guaraches. Le dije a mi hermana: “Ay, pobre, criatura, lo hubieras abrazado.” “¿Cómo crees, José? La señora me lo hubiera champado para hacernos cargo de él. La crisis está de la fregada; la gente nomás anda buscando de dónde sacar los centavos. Ya me voy pues, sólo quería que me aclararas.”  Mi hermana se fue a la tienda, y yo me quedé solo en la terraza. Me vino a la cabeza la imagen de mi supuesto hijo y yo. Me imaginé que lo agarraba de los hombros y, como en los grandes melodramas del cine mexicano, le decía con voz trémula: “Yo soy tu padre, hijo.” Y el chamaco me decía: “¡Papá, papaíto!” Y nos abrazábamos bañados en lágrimas.
Y esta es la historia de mi familia, resumida en un abrir y cerrar de ojos.