Para Einar Salcedo.
Virgilio y yo somos del mismo pueblo y fuimos grandes amigos en nuestros tiempos universitarios. Él estudiaba Medicina, en Quérétaro; y yo Filosofía, en el D.F. Cada vez que había algún puente o huelga en la Universidad, yo agarraba camino a Querétaro para pasar los días con él. Siempre he amado a los buenos conversadores y él era un buen chacoteador. Sus anécdotas las refería de bulto; era capaz de ponerse en cuatro o tirarse al suelo para que todo le quedara claro a su interlocutor; cosa que movía a risa. A él le sucedió la siguiente historia y es una pena la poca gracia que tendré al narrarla, pues harán falta los ojos achispados y ademanes de Virgilio.
Una vez que lo fui a visitar a Querétaro, en cuanto nos saludamos, Virgilio me dijo: “¿Qué crees, José? El jueves pasado cogí con el Diablo.” “¡Ay, cabrón, no asustes! ¿Y cómo estuvo eso?” “Ora verás. Me encontraba en el restaurant La Mariposa comiéndome unas enchiladas michoacanas cuando se sentó un güey a mi mesa. Ni siquiera me pidió permiso para hacerme compañía, y yo no me opuse porque él, a pesar de su mal vestir, tenía buen ver. Momentos después, cuando me acababa mi postre, me preguntó si no me tomaría una cerveza con él. Le dije: “Tengo que regresar a la escuela, pero con gusto me la bebo para no hacerle el feo.” El tipo, ahora se daba cuenta Virgilio, tenía unos pómulos pronunciados, una boca gruesa y mirada de pocos amigos. Regañó a un músico que, con guitarra en mano, se acercó a la mesa para cantar un bolero. Le dijo, con la boca llena de comida: “No chinguej; yo no quiero ruido; me vaj a hacer enojar!” El músico, sin interrumpir la canción, se dirigió al fondo del salón. A Virgilio, su vecino se le antojó rústico. Así dijo, “rústico”; descubrió que la letra “s” la pronunciaba como jota aspirada al modo de los costeños. De momento pensó que era guerrerense; pero no fue así. Resultó ser de Veracruz. Y trabajaba como chofer de un diputado también jarocho. Se encontraba en Querétaro porque su novia vivía allí. Más bien su exnovia. Aprovechó un día libre que le dio el diputado y se fue a Querétaro para visitarla, pero sucedió que la noche anterior la chava lo cortó por razones que sólo ella supo. Virgilio le aceptó la segunda cerveza; y pensó: “Yo también estuve enamorado de un menso; me mandaron por un tubo y la pena por la que uno pasa es la más horrorosa. Este señor, pues, necesita de toda mi atención.” Virgilio decidió permanecer un momento más con el jarocho cuyo corazón hecho pedazos necesitaba consuelo. Acababan de pagar la cuenta cuando Virgilio le propuso: “¿Por qué no nos vamos a mi cuarto para que platiquemos más chido? Vivo muy cerca de aquí.” El tipo ladeó la cabeza para mirar a Virgilio de reojo; sonrió, y dijo: “Vayamoj, puej.”
En el camino, se metieron a una tiendita para comprar dos six y una cajetilla de cigarros. “No mamej, ¿aquí vivej? Está bien chiquito”, dijo el fulano cuando entraron al cuarto. A Virgilio le dio vergüenza el comentario; pero al punto se puso alegre y caliente cuando se dio cuenta de que, por falta de espacio, los dos no tenían otra opción que sentarse lado a lado en el borde de la cama. Destaparon el primer par de chelas y Virgilio platicó de sus estudios en la Universidad. Usó un exceso de términos de medicina para resultar, ante los oídos del hombre, incomprensible pero interesante. Virgilio provocó tanto interés que el veracruzano, en la séptima chela, habló sobre un malestar en la panza que andaba sufriendo desde tres días atrás. Virgilio, acomedido como buen galeno, posó la mano sobre el vientre duro del jarocho, y con voz entrecortada, dijo: “¿Aquí?” El jarocho, airado, se puso de pie y gritó: “¿Creej que no me he dado cuenta de que erej feminijta?” Virgilio lo miró y le pareció enorme, guapo como el diablo cuando dicen que se disfraza para hacer sus fechorías. “¿Verdad que erej feminijta? ¡Contéjtame, coño!”, preguntaba el sujeto. Virgilio se puso de pie; con la serenidad que le daban las chelas, dijo, desafiante y a corta distancia del rostro prieto: “Sí, soy feminista, ¿y qué?” El tipo agarró a Virgilio de los pelos de la nuca y le plantó un beso largo y apestoso a cigarro. Se abrazaron, se encueraron con urgencia y cayeron en la cama; y los dos, como perros con rabia, se agarraron a mordidas, gemidos y arañazos. Acabaron exhaustos de tremenda cogida, y durmieron. Cuando Virgilio despertó, el jarocho se había marchado sin decir gracias ni adiós.
“¿Cuál era el nombre del güey?”, le pregunté a Virgilio. Él dijo: “Nunca le pregunté. Pero fue tan bueno en la cama, que tengo la certeza de haberme encamado con el mismísimo Mal.”
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