EL JARABE DE LA MADRECITA

Yo no sé qué gusto le halla mi hermana Nancy en visitar a curanderos de todo tipo. En esta ocasión me llevó a Chilapa a consultar a una madrecita que cura. Ayer, a las seis de la madrugada, Nancy tocó a la puerta de mi cuarto para decirme que me apurara pues a las siete era la cita, en el Jardín, con el chofer y los pasajeros con quienes iríamos a Chilapa. A las siete en punto ya nos esperaba una combi. Pero salimos de Palma Gorda a las siete treinta, ya que una pasajera que venía de Las Mesas venía retrasada. Pero esta pasajera llegó con otras dos señoras. El chofer les dijo que la combi sólo tenía capacidad para diecisiete personas. Dos pasajeros se compadecieron de las meseñas y resolvieron quedarse en Palma Gorda, pues una de las meseñas estaba impedida de la vista. La cieguita y sus dos acompañantas subieron a la combi, y no habían pasado dos minutos cuando a una de las pasajeras le entraron ganas de hacer  la chis; pero el chofer, de la manera más amable le pidió que se las aguantara, pues ya era muy tarde, y que más adelante podría hacer sus necesidades. Y así fue, en la gasolinera de Buenavista, la combi se paró y allí pudo bajar media combi para que vaciara sus aguas. Yo iba muy emocionado a Chilapa, porque no había ido desde que mis hermanos estudiaban allá, en los internados de monjas y sacerdotes, el Carrillo Cárdenas y el Morelos, a finales de los años sesenta. De Chilapa recordaba el Jardín Central, que hoy le llaman Zócalo, y sus árboles frondosos; también de sus casonas de techos altos de dos aguas cuyas tejas tenían musgo y matitas parásitas debido a la humedad del lugar. Hoy día no existen esas construcciones; en su lugar se levantan unas de cemento con pretensiones de modernidad. Antes de llegar con la monjita que cura, pasamos al mercado a desayunar. Había mole con pollo, enchiladas, empanochadas, atole, chocolate pero que no comí porque la cazuela de mi pozole era tremenda.
   Las primeras que pasaron con la monjita fueron mi hermana y su hija. Después, yo. Y me sorprendió que la monjita no estaba vestida con hábito de monja, que es como yo me la imaginaba. Le calculé unos cincuenta y cinco años de edad y estaba metida en unos pantalones de gabardina beige, una blusa de algodón blanca, y un paliacate desteñido amarrado a su cabeza. Su indumentaria me recordó a las chinas bajo el régimen de Mao Tse-tung; incluso miré las paredes para ver si veía un póster de Mao o del Che. Pero no, estaban pelonas; sólo colgaba un cuadrito donde San Miguel blandía una espada sobre Luzbel. En cuanto me vio entrar, la monjita me pidió que depositara mis monedas, cinturón y celular sobre su escritorio. Tomé asiento y como no me preguntó mi nombre ni sobre mis males, comencé a decirle: “Soy una persona nerviosita y tengo un sueño accidentado.” Ella no puso aprecio a lo que dije. Cogió una varita de cobre, de unos treinta centímetros de longitud, avanzó hacia mí y la puntita me la puso ora en mi panza, luego en mis riñones, después en los pulmones hasta que recorrió mi cuerpo como buscando el tesoro de mis achaques. En seguida puso sobre el escritorio seis botes de plástico que contenía, cada uno, un litro de un líquido oscuro. Me pidió que cogiera uno a uno mientras volvía a colocar su varita en diversas partes de mi espalda. Dijo: “A ver, vuelve a agarrar esa que acabas de agarrar.” La cogí, y dijo: “Ésa mero es. Alcánzamela.” Cogió el bote mientras decía: “Estás muy bien de salud. No tienes nada grave.” “Sí; yo me siento fuerte, le dije; mi único mal es que tengo un sueño malillo.” Ella dijo: “Con este bote te vas a sentir muy bien. Te tomas una cucharada en la mañana; y otra cucharada en la noche.” No le pregunté de qué estaba compuesto ese brebaje, pues ella tenía un modo muy golpeado de hablar. Cogí mi bote y pregunté: “¿Cuánto le debo, madre?” “Lo que sea tu voluntad.” Así de rápida fue la consulta.
   Ya cuando nos encontrábamos caminando por el Zócalo de Chilapa. Nancy me contó lo siguiente: “Sí, José, la madrecita es de pocas palabras. La primera vez que vine a consultarla, le pregunté qué es lo que yo tenía. Y ella, con voz cortante dijo que no acostumbraba a hablar de los males ni a revelar el contenido de los jarabes que prepara. Yo le alabé las facultades que Dios le había otorgado para sanar al prójimo. Y entonces ella sintió confianza para contarme partes de su vida. Dijo que, tanto su padre como su abuelo tenían el don de sanar con hierbas; desde chamaquita aprendió el nombre de las plantas medicinales y su utilidad para atacar los males de la gente. Con el paso del tiempo se hizo monja y la orden a la que ella pertenecía la envió a Ayutla para asistir a un médico. Ella, al ver que el galeno no se daba abasto para atender la lista larga de enfermos humildes, le confesó lo siguiente: “Yo quiero aprender a sanar.” El doctor, ni tardo ni perezoso, le puso en las manos un libro grueso de más de un millar de páginas, con hartas letras y fotos de gente a punto de pudrirse. Llena de asco y aburrición, abandonó el libro y se fue como asistente de otro médico de origen japonés quien le enseñó a utilizar la varita de cobre y ella aprendió a usarla y a recetar, no con alopatía como lo hacía el nipón, sino con brebajes que ella aprendió por vía paterna. La monja regresó a Chilapa y comenzó a recetarles a sus hermanas conventuales; después, a vecinos, y más tarde a todo aquel que le solicitara ayuda. Y vieras qué buena es, José. A mí me quitó una bola que me salió en la chichi; a mi papá le quitó el dolor de huesos; mi mamá ya no sufre por la vesícula, y a Martha le borró una cicatriz que le dejaron en la nalga los colmillos de un perro.”
   Hoy he tomado mi primera cucharada del Jarabe de la Madrecita, y espero volver a mis noches de dulces sueños.

PARA QUE NO LO OLVIDE

Al abrirse la puerta del ascensor, un señor de calva brillosa como zapato recién boleado, me dijo: “Aquí es el primer piso”. Salí, y a la primera secretaria que me encontré, le pregunté; “Disculpe. ¿Dónde es Tierra Adentro?” Ella contestó: “Al fondo a la derecha, pregunta por Lourdes”, su boca dibujó con tal exageración el ou de “Lourdes” que parecía soltar un beso. Me conduje por el pasillo, di vuelta a la derecha, y detrás de un escritorio descubrí a una mujer pequeñita, sentada (¿o parada?) detrás de un escritorio. Me miró con una expresión de “¿qué se le ofrece, joven?” “Busco a Lourdes”, contesté. Ella dijo. “Esa soy yo; díme.” Entonces, le conté que me encontraba en CONACULTA porque quería comprar unos ejemplares de un libro que Tierra Adentro me publicó hace muchos años. “¿Cuál es el título y tu nombre?” “Afectuosamente, su comadre. Y mi nombre es José Dimayuga.” “¿Dima qué?” “Dimayuga, con D de diente e igriega.” Ella se acercó a la pantalla de su compu mientras repetía como un mantra mi libro y apellido.” Levantó la mirada, y dijo: “Ay, fíjate que no lo tengo. Pero déjame ver si lo tiene Inesita.” Y al punto pegó la carrera hacia el fondo del pasillo, dio vuelta a su izquierda, desapareció para luego aparecer corriendo hacia mí. Dijo: “Ay, fíjate que no lo tiene, la malvada”, y siguió corriendo a lo largo de otro pasillo, desapareció y volvió a aparecer corriendo hacia mí para decirme: “¡Ay, tampoco Mayra lo tiene! Pero déjame preguntar a bodega:” Cogió el teléfono, marcó y preguntó si tenían tal libro de tal autor. Guardó silencio, se mordío el codito de su dedo índice mientras decía; “Ay, no me digas, no me digas. Besos, bay.” Lourdes, me miró, y dijo: “Me dice Pablo que ya no hay en bodega. Pero ven, acompáñame.” La seguí, y nos metimos al despacho de “la licenciada”; entendí que “la licenciada era su jefa”. Me mostró un librero donde vi bien formaditos toda la serie de Tierra Adentro. “El tuyo debe estar atrás de esos”, dijo. Quité dos pilas de libros y sí, tenía razón, allí vi un ejemplar de Afectuosamente… “!Híjoles, el único, qué padre!,” exclamé emocionado. Entonces Lourdes dijo: “Ajá, es el único. Pero no te lo puedes llevar.” “¿Por qué?”, le pregunté. “Es que es de la colección de la licenciada, ¡y si te lo llevas se me va a armar!” “Que mala onda. ¿Pero me dejas tomarle una foto?” Ella asintió con un movimiento de cabeza mientras se mordía el codito de su dedo índice. Después dijo: “Ponlo sobre el escritorio para que tengas luz.”

Saqué mi celular, y le tomé la foto a un libro que quise mucho, y la posteo aquí para que no lo olvide.