EL DOLOROSO Y CHUSCO TEATRO QUE ES LA VIDA, SEGÚN LUIS ZAPATA.*


Por José Dimayuga.

1. Luis Zapata me ha dicho en más de una ocasión que a él no le gusta el teatro. Asistir a una función le aburre. Las historias que se desarrollan en un escenario le parecen falsas y no por lo que se cuenta sino por quiénes la cuentan. Las actuaciones, así sea la del mejor histrión, se le antojan falsas. “Sólo me gusta ir al teatro, dice, cuando la obra está dirigida, escrita o actuada por alguno de mis amigos.” Entonces parece que las disfruta; o, mejor dicho, parece que no se aburre. Con todo y lo quisquilloso que es con el teatro, Luis Zapata, a lo largo de su carrera como escritor ha incursionado en la dramaturgia. Escribió, junto con José Joaquín Blanco, La generosidad de los extraños, una comedia hilarante sobre una actriz añosa retirada de los escenarios y del bullicio de la ciudad. Nunca, cosa que no me explico, se ha llevado a los escenarios; sólo se realizaron un par de lecturas dramatizadas en los cuales yo interpreté el personaje principal, el de Regina de la Garza, allá por 1989. Y a propósito del apellido de la Garza; con Mario de la Garza, Luis Zapata escribió Plastic Surgery y, esta sí corrió con mejor suerte pues sí se llegó a representar, en 1990, con las actuaciones de Miguel Ángel de la Cueva y Tito Vasconcelos, bajo la dirección del mismo Tito. También destacan De pétalos perennes, una novela dialogada, que adaptó para teatro y se realizó en 1983 con las actuaciones de Leticia Perdigón y Beatriz Sheridan. Y Melodrama, que dirigió y produjo Angélica Ortiz , con el título La fuerza del amor, en 1989. Todas la obras mencionadas rebasaron las cien representaciones. O sea, el mundo de los escenarios ha tratado muy bien a Luis, no obstante.
2.  Escena y farsa es la vida es el título del libro de Luis Zapata que hoy nos convoca. Dicho título, Zapata lo tomó de un verso de Páladas, autor que vivió en Alejandría en el siglo IV después de Cristo. Por lo poco que conocemos de la escritura del Alejandrino, se deduce que fue un hombre gruñón y triste a causa de lo siguiente: fue testigo de la caída de la cultura griega para dar paso a la fe cristiana con la cual él no tenía ningún punto en común. Páladas se identificaba con los paganos sobrevivientes del helenismo en vías de extinción. “Los helenos, dice, estamos ya convertido en polvo, mantenemos sepultas esperanzas de cadáveres. Porque ahora anda todo trastocado.” De Páladas, el poeta mexicano José Emilio Pacheco dijo: “Es un griego de África que ve aniquilada la cultura helenística, un pagano que sufre la imposición brutal del cristianismo, un alejandrino que observa cómo la ciudad fundada por Alejandro Magno para ser la síntesis de Oriente y Occidente desaparece bajo la nueva barbarie y poco a poco se hunde en el mar entre las ruinas de los dioses vencidos. Páladas, en suma, es para nosotros el poeta actualísimo de otro fin de mundo.”  El poeta alejandrino veía la vida como la escena de una farsa, a la cual debía de resignarse uno. En el epigrama, del cual Luis Zapata, desprende el título de su novela, Páladas dice: “Escena y farsa es la vida. O aprende a actuar sin tomártela en serio, o soporta los dolores.” Páladas  como Luis Zapata hablan del fin de la destrucción del orden de las cosas y cómo sobrevivir sin sufrimiento.
3. La novela Escena y farsa es la vida, de Luis Zapata, la conforman tres capítulos: uno grande, y dos chiquitos. Los dos chiquitos están al inicio de ella. Cada capítulo está narrado en primera persona por un personaje distinto. En el primero, cuyo título es: “La invitación”, el narrador es un personaje varón, sin nombre, y por su voz nos enteramos que a él le llegó una invitación para que asista a la conferencia que dictará una escritora y terapeuta que resultará ser su amiga en tiempos pasados y ésta será el personaje protagónico de la novela. En el segundo capítulo, “La conferencia”, el narrador es omnisciente (acaso la voz de Luis Zapata) y por éste nos enteramos del recinto donde se dicta la conferencia de la protagonista, así como la reacción del personaje varón ante ella. El capítulo número tres cuyo título es, un tanto sartreano, un tanto freudiano, “Las palabras”, resulta ser una diarrea verbal de la protagonista (ella tampoco tiene nombre), que le provoca el encuentro con su compañero de antaño. Por este monólogo nos enteramos de la historia de ella; una actriz que, durante su incipiente carrera dramática sufre una depresión que la obliga a abandonar las tablas y se refugia en el paisaje agreste del desierto a fin de recuperarse cual Elisabet Vogler en Persona, de Bergman. Allá, ella se sumerge en las profundidades de su enfermedad y gracias a su aguda percepción y a su amplio conocimiento de la literatura de autoayuda se convierte en una escritora y en terapeuta y  ayudará a pacientes inseguros, temeroso y deprimidos para que enderecen sus almas torcidas. Gracias a sus conocimientos de actuación ella se vuelve en una exitosa conferencista para hablar de la manera de superar las crisis emocionales. “Lo que realmente cuenta es que la gente cree; quizá yo a veces dudo, pero los que me rodean, los que me leen tienen fe, y eso me salva. La gente necesita convicciones. Y en esta época, más que nunca: ¿qué de malo puede haber en darles algunas certezas, aunque sólo sean las de una recuperada, las de una mente que estuvo enferma y que tal vez se encuentra todavía ligeramente confundida? No sabes cuántas personas me escriben para darme las gracias porque en alguno de mis libros o de mis charlas encontraron la manera de resolver un problema.” El personaje de Luis Zapata, se me antoja una artista, su formación la tuvo en una escuela de arte dramático y comenzó sus pininos en el arte por medio de la actuación, luego mediante la escritura a la par de la conversación, porque conversar bien, todos los sabemos, es un arte. Ella seduce, no aburre, atrapa y convence, cualidades, creo yo, de toda obra artística. Esa facultad purificadora, la famosa catarsis, que sufre el espectador ante su presencia lo transforma y sana. Ella es una artista, una gran mentirosa que descendió a su privado fin del mundo que es la depresión, y de allí extrajo las enseñanzas que comparte a sus lectores para que aprendan enfrentar a esta doloroso y chusco teatro que es la vida.

* Texto leído en la Feria Internacional del Libro de Acapulco, en octubre de 2014. Acapulco, Gro.

EL BICHO ES LA COSA MÁS FAMILIAR.*


de Nicolás Ruiz.**

El bicho es la cosa más familiar, la más común, se podría decir que la más íntima. Ahí está siempre, inmiscuido en todo el asunto, observando, desde su privilegiada posición de adicto a la luz, cualquier movimiento del hogar al que se entromete. El bicho se mete por la ventana, debajo de la puerta, por el resquicio más pequeño y, como al agua, no hay quien lo pare. Al bicho le importan poco nuestras precarias delimitaciones, eso del espacio íntimo, de la puerta con candado tirado, de las cortinas cerradas. El bicho, incluso, si se le antoja por ahí, si queda en su insaciable naturaleza de vividor anónimo, va a violar el espacio más sagrado y, como si fuera cada uno su refrigerador de confianza, perfora nuestra piel sin consideraciones para darse ese bocadillo de pasada.
Y ahí está, tal vez, que éste sea el primer bicho dramático. No, no es el bicho con propensión al drama, la alimaña que gusta del berrinche o la garrapata afamada que se escabulle abajo del abigarrado vestuario de alguna luminaria de Broadway.
El primer bicho dramático, el más tremendo e irrespetuoso, es el autor de teatro. Y en esto, no me pueden decir que no, José Dimayuga, es un tremendo bichote. Ahí está la forma en que se mete por el escondrijo de la repisa, la ventana, la puerta, para observar, con todo y guiño caleidoscópico, la intimidad cualquiera de algún lugar muy vivo, muy cerrado, muy secreto.
Porque hay algo en sus diálogos que se siente más que real, como lo real agarrado del cogote, usurpado de debajo de algún tapete, observado con esa distancia con la que la mosca ve una fruta muy madura: ahí hay algún alimento, carburante delicioso y demasiado dulce, algo agrio también, por momentos sabrosamente podrido, de las pequeñas vidas humanas. Nada más en las tres obras cortas que componen tan divertido y bello libro que aquí presentamos, está la intimidad diseccionada de esas vidas comunes, con historias que se repetirán por los siglos, con todos los tintes que desplegamos en la intimidad natural de nuestros diálogos: pequeños odios, grandes odios, celos, cachetadas, risas, cogidas, secuestros familiares, amores familiares, y todo lo adorablemente terrible que viene con lo familiar.
Algo hay de esa sensación de intimidad en La hora de los mosquitos que viene de los monólogos encontrados que remplazan algo, ese pasado ya muy pasado que se platica como anécdota, cada una en cada boca de sus protagonistas, difiriendo en los sucesos y la forma de percibirlos. Los diálogos transpuestos, desplazados, van de boca en boca con la familiaridad del convivio, como sí, a pesar de nuestra distancia del papel o de nuestra butaca tristemente asignada, estuviéramos en verdad platicando en algún lugar, whisky en medio y una poderosa razón anecdótica como suficiente excusa para el encuentro. Cada personaje cuenta su versión de una historia familiar de engaños y necesidades y es, justamente, en la forma de contar, en el diálogo que cada uno recuerda, que vemos los pequeños trazos de caracteres individuales, de las ricas vidas internas que se asoman a través del ojo curioso y prestado del dramaturgo parado en la pared, en la pared, en la pared.
Hay una tremenda novela angoleña contemporánea, El vendedor de pasados de José Eduardo Agualusa en la que la vida íntima de un escritor de ficciones biográficas peculiarmente realistas está contada por su compañero, el más fiel de los amigos, una iguana que se pasea, amodorrada siempre, entre las repisas polvorientas de libros. Para la iguana, la hora de los mosquitos es la hora de la cena. En esa casa, se podrá uno imaginar, con una iguana tan tragona, no hay bichos. Pero ahí está que el reptil suspicaz suple la función del bicho como observador externo, privilegiado, del acontecer íntimo de una vida. Todo para decir que si el protagonista, Félix Ventura, no hubiese tenido una iguana como mascota, su historia hubiera podido ser contada por algún bicho felizmente a salvo, inmóvil e insospechado en alguna pared, en algún techo.
Y en esto algo más. El bicho tiene algo de insignificancia glorificada. Hay algo altivo en su pequeño tamaño. Porque el bicho es cotidiano e invisible, estamos permanentemente rodeados de una cantidad inimaginable de organismos que revolotean, se arrastran y juegan sus vidas a nuestro alrededor. Sólo cuando los percibimos, y aquí hablo en buen chilango completamente desacostumbrado a todo contacto natural que no sea la gota de sudor del sobaco penetrante de mi vecino en el metro, esa gota que también corre como bicho poco bienvenido; sólo cuando percibimos al insecto es que se pone en jaque toda la superioridad natural de nuestro lugar privilegiado en la cadena alimenticia con el grito repentino de “¡Ay! Un bicho” o “Que alguien me mate ese bicho antes de que me dé el telele” o toda escena aséptica con la que con mucho decoro nos paramos imponentes frente al bicho amenazante convertido en gigante venenoso para entrecerrar un ojo y calcular, “Chona, páseme ahora la chancla que a éste me lo chingo a distancia”.
Todo esto para decir que también como bicho se pintan las situaciones, las pequeñas vidas de los demás, el transcurrir de la vida de los otros, atrás de algún zaguán, de cualquier pared, abriendo esa puerta. No hay escándalo de lo ínfimo, de lo pequeño y cotidiano hasta que de repente lo encontramos de cara. El mundo que nos rodea lleno de estas vidas que revolotean a nuestro alrededor y que apenas percibimos hasta que con grito de espanto, placer, satisfacción, complicidad y risa que no se contiene, el dramaturgo nos muestra a dónde apuntar la chancla de nuestras miradas. Ahí está el poder revelado de la vida cotidiana, tan llena de pasiones que quieren escenificarse, que se escenifican, a su manera, entre letras, con actores, o en la sensación de una plática con otros whiskeys más de por medio.
Las vidas relatadas de estos personajes, de Chema y de Lucy, de Víctor y David, de Bobby el gordito de las Yolis con el que comparto, ya a este punto, dicho como confidencia, el sufrimiento por la garganta seca, se observan también como bichos que se niegan al alfiler, que se rebelan contra el papel que los atrapa y que logran platicarnos más allá de la distancia que nos separa. Ahí están los hijos del autor como huevecillos puestos en el frutero de la variedad vital del puerto de Acapulco, son esas drosofilas de vida propia que revolotean en su creación, los personajes de su mundo, cada uno con su drama. Y todos estos personajes se perfilan ante nuestra mirada con la solidez completa no ya de la función de un circo de pulgas, mecanismo imaginario de imanes y movimiento necesario, sino como pulgas en el microscopio: vivas, reales, tan lejanas como casi palpables. Y el discurso balconea: dicen mucho los esnobismos de Pamela, el desprendimiento de Lucy, la necesidad de Víctor, dicen mucho de ellos mismos como a confesión sacada, sin querer decirlo y en cada uno de los colores que despliegan, como en las alas de las mariposas, hay códigos de reproducción y apego, en todo, caminos migratorios.
Y claro estamos nosotros, lectores, espectadores, cautivados. Otro tipo de bicho ¿verdad? Un bicho de otra calaña, bicho voraz y medio torpe como esos mayates pesados que insistentemente se pegan con la pantalla de la lámpara, tendiendo hacia la luz y acaban golpeando cualquier otro vidrio de ventana. Te acercas a ese mundo casi palpable y cercano hacia el que estiras el brazo para alcanzar el whisky en Las Mañanitas de Cuernavaca, con el que te quieres unir a la conversación; acercarte a Daniel y decirle, cuando menos uno de esos dichos de sabio, cargados de ancestral conocimiento “loco o no Daniel, sensible artista o desencantado novio, qué mal pedo hermano”. O ¿por qué no? presenciar uno de los escándalos dramáticos de loca deshilvanada que se avienta Pamela y regresarle una cachetada a Víctor; o bueno, de nuevo con la sed, compartir una Yoli y unos cheetos con el pobre del Bobby. Pero claro, la ventana, y uno es un mayate allá afuera que sólo quiere más de esa luz cuando va amaneciendo, la luz del colorido que pasa dentro de toda casa, la intimidad compartida que permite el ojo-mosca del dramaturgo, las vidas entrecruzadas de esos personajes-mariposa y sus colores.
Y vamos a otra cosa. Que estos son los bichos del título de la primera obra que compone este libro y que me parecía ya fabuloso antes de agarrarlo en contexto. Porque ¿cuál es la distancia que se tiene entre el cotidiano playero y esta ciudad en la que se extinguieron las luciérnagas a punta de faroles? La hora del mosquito en mi imaginario chilango es la hora del repelente para evitar moverte, la hora mágica de Pie de la Cuesta con la cincuenteava cerveza destapada y la sensación satisfactoria que ésta, al menos, no se va a calentar tan rápido. La hora del atardecer hermoso, impresionante y el sonido amplificado de las olas. La hora que sabemos pertenece a los mosquitos porque, en efecto, ese repelente no sirvió de un carajo. En todo caso es una hora pasiva de turista que dice completamente otra cosa para el que la vive cotidianamente: para el habitante del puerto, en esa hora suceden más cosas que atardeceres, se descubren hilos más negros que la noche que se anuncia, la vida sigue a pesar de los bichos. Ahí una sutileza en la diferencia de la percepción del tiempo: la hora incómoda de los piquetes vuelve molesto, fuera de la brisa, el andar cotidiano que no para, los dramas familiares que estallan, la vida que se desenvuelve, sin la consideración turística medida en litros de colonia Sanborns desperdiciada o de sangre donada a la barriga de esos aguijoneadores del recuerdo irritante.
Y así, hablando de piquetes, cada vez queda más claro que todos tenemos ronchas que nos rasquen, que no hay piquete que no deje huellas, que a pesar del temor de los bichos, cuando la hora se acerca, todos seguimos saliendo a buscar, una y otra vez, ese alguien, otro alguien, alguien diferente, el mismo alguien, que nos pica.
  Dice la leyenda que en esas regiones lejanas y salvajes en que habitan los hombres llamados argentinos se utiliza el verbo bichar, que aquí viene muy al caso. La aplicación del verbo con el ejemplo: “Esa gente imprudente que se asoma a bichar por la ventana las peleas de un hogar próspero” o, dentro del hogar próspero en que se pelea: “¿Qué le pasa a ese, nada más bichó aquí dentro y se fue?” o esas combinaciones simpáticas de verbo y apelativo cariñoso “Bicho, ¿vos sólo venís a bichar?” Así es, dice la leyenda de aquél sabio al que se le preguntan las cosas más inoportunas del habla lejana de los habitantes remotos del globo, el famoso don Google, para que le recriminen a él mi error que tanta costumbre lingüística no me cabe, tan retacado estoy de mi propio argot, que bichar, en efecto se refiere a curiosear, chismorrear, metichear entre las ocurrencias que suceden o bien entre los cacharros de algún negocio. Y bueno aquí ya cabemos, finalmente, completándonos para entender quiénes pueden ser todos los bichos dramáticos: el lector que bichea como mayate tras la ventana, los bichos, personajes multicolores, que revolotean en la intimidad de los escrito, el ojo bichoso del autor clavado e imperceptible en algún techo sobre la intimidad de su mundo, las vidas de los demás como bichos imperceptibles y siempre dignos de fijarse de un chanclazo.
Y bueno, yo, bicho raro que no mal bicho, que no dudé en pedirle a José que me invitara a presentar un libro que aún no había leído. Como siempre que me lo he encontrado en sus letras, la apuesta se cumple y se paga con creces y no hay nada más que podría decir salvo que estos bichos dramáticos son una verdadera delicia para el mieloso paladar lector. También puedo decir, finalmente, que agarré por demasiado tiempo el papel de mosca y que si me quise hundir tanto en esta sopa no fue para arruinarles el apetito sino para señalarles que vale la pena ahogarse en su sabrosura. Paremos, que en boca cerrada no entran… gracias. 
* Texto leído por Nicolás Ruiz durante la presentación del libro La hora de los mosquitos, de José Dimayuga, en la librería Voces en Tinta, en D. F., 12 de septiembre de 2014.
** Nicolás Ruiz Berruecos es licenciado en letras francesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Actualmente cursa una maestría en Literatura Comparada en la misma institución con una tesis sobre los mecanismos metaliterarios en tres autores de lengua inglesa, francesa y portuguesa. Sus intereses giran en torno al teatro, al cine y al cómic. Mientras estudia, colabora en diferentes medios electrónicos e impresos escribiendo comentarios, opiniones y reseñas.