Soy un hombre soltero. No tengo esposa ni esposo ni hijos ni perro que me ladre. Pero hay momentos en los que me veo obligado a mentir, me invento una vida rara porque decir que soy un hombre soltero, a mi edad, despierta sospechas, desconfianza y otras cosas. Así pues, a veces digo que soy casado, sólo para que no me vean de reojo o simplemente lo hago para ejercitar mi capacidad de invención. He aquí dos estampitas de mi vida familiar imaginaria.
En cuanto abordé el taxi que me llevó a casa de unos amigos, sin decir agua va, el conductor muy confianzudo me preguntó: “¿Cómo está la familia?” Yo pensé en segundos: ¿Se refiere a mi papá y a mi mamá? Yo creo que no. Se refiere a mi esposa e hijos. ¿Cómo decirle que no tengo y que soy soltero maduro? Le intrigará y querrá preguntarme la razón por la cual no me he casado, entonces me recomendará que me case, que aún es tiempo de rehacer mi vida como dijera un taxista egipcio que conocí en Nueva York. Así, pues, le di una respuesta seca como un portazo en la nariz.. “Mi familia se encuentra bien. Lléveme a la calle de Berlín.” “¿Lleva mucho tiempo de casado?”, me preguntó. ¡Qué viejo tan metiche! Le contesté con otra mentira: “Tengo veintidós años de casado.” “¡No me diga!, exclamó mientras me miraba a través de su espejo retrovisor. “Entonces ya debe estar preparando las bodas de plata, ¿verdad?” “Je, je; más o menos”, contesté. Después de un suspiro largo, dijo: “Yo llevo once años de casado, y creo que no llegaré a los quince. Mi mujer… me pone el cuerno.” No tenía pruebas contundentes del adulterio, pero el comportamiento de su mujer la delataba. De un tiempo para acá, ella no quería hacer el amor con él y, “pues uno es hombre; uno tiene sus necesidades de hombre y que llegues a tu casa con ganas de tener relaciones y que la vieja no quiera, pues ¿uno qué piensa? ¡Anda con un cabrón!” Yo, como todo un experto en la vida conyugal, le dije que no pensara así de la señora sólo porque le había menguado el apetito sexual; eso es natural, todo es cíclico, más adelante el deseo se revitalizará. “Yo le sugiero que hable con ella para que no afirme algo de lo que no le consta.” Él dijo: “¡No me salga con eso, porque yo ya tomé la decisión: la voy a dejar! Si en estos momentos yo la encontrara con el sancho, les arrojo el carro, así como lo oye. ¡No me importa si me meten al bote!” El carro se detuvo en un crucero. Un niño, con el culo inflado por dos globos, se paró frente al taxi para realizar sus gracejadas. El taxista me preguntó: “¿Usted tiene hijos?” “Uno”, contesté. Él dijo: “Yo tengo una, y también por ella me quiero separar. No quiero que mi chavita se pase la vida escuchándonos todo lo feo que nos decimos. Los hijos no tienen la culpa de los errores de uno, ¿verdad?” Estuve de acuerdo con él, y le dije dos o tres cosas sobre la importancia de un clima armonioso para el buen desarrollo de los niños y sabe qué más. Cuando llegué a mi destino, el taxista me pidió que le saludara a mi esposa e hijo; y yo le desée que pronto hallara la solución de sus conflictos.
¿Cuál esposa, José? ¿Cuál familia? ¿Cuál hijo? ¿De dónde sacas eso? Y ahora que digo hijo, me acuerdo de una vez que fui al pueblo. Mi hermana, apenas me vio, me llevó a la terraza, y dijo: “Siéntate en ese sillón que quiero hablar muy seriamente contigo.” Jaló una silla, se sentó frente a mí, pegó su barbilla contra su pecho y con una mirada que me traspasó la cabeza, dijo: “Quiero que me digas la verdad y nada más que la verdad. ¿Tú tienes un hijo?” “¿Cómo?”, le pregunté. “Haz memoria. Hace unos ocho o diez años, ¿te acostaste con alguna chava?” Para darle más dramatismo a la escena, me puse de pie, y le dije: “¡Nancy, cómo se te ocurre! ¡Jamás! Tú sabes que admiro y quiero a las señoras, pero jamás he, ni habría por qué faltarles al respeto. ¿Por qué me preguntas eso?” Ella se acercó a mí, y bajándole el agua a los tamales, contó lo siguiente: “La semana pasada vino a la tienda una señora que dijo llamarse Estefanía y aprovechando de que no había clientela, me dijo que tú te habías acostado con su hija y que, producto de esa relación, la muchacha tuvo un hijo, que es su nieto, que es tu hijo, o sea mi sobrino, y ahora lo traía a presentármelo para que nos hiciéramos cargo de él.” “¿De veras?”, exclamé emocionado. “¿Es tu hijo, entonces?”, preguntó mi hermana. “Claro que no”, contesté riendo. “¿Entonces por qué te emocionas?” “Pues porque está chistoso el asunto”, dije. “Pues a mí no me pareció nada chistoso, dijo mi hermana, porque la señora estaba tan necia de que tú eras el padre del chamaco que me hizo enojar. Yo le dije: ‘Mire, mi hermano no puede ser el padre de su nieto, ni yo su tía, porque mi hermano es gay.’ Doña Estefanía dijo: ‘Eso debió haberlo estudiado después, y pus ahora se tiene que responsabilizar y…’ Yo la interrumpí, porque me di cuenta de que no había entendido la palabra gay, así que mientras ella trataba de convencerme de tu paternidad, le grité: ¿No entiende? ¡Mi hermano no es como el común de los señores!’ “¿Cómo?”, dijo ella. “Mi hermano se va a la cama con uno y otro señor (Aquí mi hermana exageró, la verdad; ojalá y así fuera) y no con señoras.” La señora sacudió la cabeza como si hubiera recibido un cubetazo de agua helada. Dijo: “¿Y entonces?”, preguntó doña Estefanía. “Luego entonces, se me va a embaucar a otra más taruga”, dijo mi hermana. La pobre de doña Estefanía dio media vuelta y se fue con el escuincle detrás de ella.
“¿Y cómo era mi hijo? ¿Se parecía a mí?”, pregunté. Mi hermana torció la boca, y dijo. “No hagas ese tipo de preguntas que te puedes meter en un problema. Pero si quieres saber cómo era, no te lo podré decir porque el chamaco estuvo todo el tiempo parado en la entrada de la tienda, con las manos metidas en sus bolsillo, miraba a los carros pasar. Eso sí, lo vi de pocas carnes y mal vestido.” En ese momento me imaginé a mí mismo a la edad de ocho años: flaquito, metido en una chazarilla de popelina, unos pantalones de gabardina y en guaraches. Le dije a mi hermana: “Ay, pobre, criatura, lo hubieras abrazado.” “¿Cómo crees, José? La señora me lo hubiera champado para hacernos cargo de él. La crisis está de la fregada; la gente nomás anda buscando de dónde sacar los centavos. Ya me voy pues, sólo quería que me aclararas.” Mi hermana se fue a la tienda, y yo me quedé solo en la terraza. Me vino a la cabeza la imagen de mi supuesto hijo y yo. Me imaginé que lo agarraba de los hombros y, como en los grandes melodramas del cine mexicano, le decía con voz trémula: “Yo soy tu padre, hijo.” Y el chamaco me decía: “¡Papá, papaíto!” Y nos abrazábamos bañados en lágrimas.
Y esta es la historia de mi familia, resumida en un abrir y cerrar de ojos.
4 comentarios:
simplemente encantador José,me llevas a los lugares y situaciones que comentas,vos eres de las lecturas que literalmente me recomendó el dr,un abrazo grande lleno de admiración y respeto.
Otro abrazo grande para ti, mi querida Margarita. Gracias por tu comentario.
Jajaja, es buenísimo
Hola, soy Gustav.
¡Qué buen rato me has hecho pasar!
1. ¡Guau! Encontraste un taxista entrometido y extrovertido. ¿¡Qué suerte!?
2. "Eso lo tenía que haber estudiado antes..." Me encanta.
3. "... con uno y otro señor..." Como bien dices, ¡ojalá así fuera! Está claro que la lascivia es
universal.
Saludos.
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