LA ORIENTACIÓN DEL GATO

Ayer llegó El Gato de Palma Gorda y llamó para decirme que tenía ganas de salir a bares. Fuimos a tres; y no porque nos guste mucho la boruca sino por todo lo contrario; buscábamos uno donde pudiéramos platicar. En los dos primeros hacía tanto ruido que salimos antes de que nos reventaran los oídos. En el tercer bar la música era más tranquila y pudimos chacotear a gusto. Allí mi amigo me puso al día de los chismes del pueblo: la boda de Ceci en El Canal; la renuncia del síndico municipal por razones de no sé qué cosas, y otras noticias que poco tienen que ver con lo que quiero contar en esta nota.
El Gato y yo nos habíamos bebido tres cervezas cuando dijo: “Ora vuelvo, voy a echarme una meada.” Dio media vuelta y se dirigió al fondo del bar, donde se encontraban los escusados. Yo puse la mirada hacia un estríper que bailaba trepado en la barra y blandía su verga por los aires. La verdad, el tipo no me parecía bueno, más bien se me antojaba cínico, pues a su avanzada edad, yo le calculé unos cuarenta años, mostraba sus carnes flácidas ante un público poco interesado en su chou; salvo un anciano que, con los codos sobre la barra, observaba al estríper con devoción religiosa. En esas estaba yo cuando escuché una voz en mi oreja que dijo: “No te claves, güey.” Di media vuelta y me encontré la cara ancha de Gerardo, un cuate de mis tiempos universitarios que no veía desde hacía dos décadas. Nos abrazamos con gusto y en seguida me contó que vio Alicia en el país de las maravillas y abandonó la sala porque le pareció que Tim Burton había hecho pedazos el texto de Lewis Carroll. Yo le dije que a mí me había hecho mucha gracia eso de ponerme gafas y disfruté de veras el 3D pues en mi vida había visto. Gerardo me invitó una cerveza y hablamos de teatro. Yo acababa de pagar la siguiente tanda de chelas cuando apareció El Gato con un chavo de piel y cabellos oscuros pero de ojos verdes. Me lo presentó. El chavo dijo que se llamaba Ólber y era de Veracruz. Yo les presenté a Gerardo; pero El Gato y el veracruzano no se integraron a nuestra plática; se apartaron para seguir la charla que seguramente habían iniciado en el baño. Yo, la verdad, ya estaba hasta el gorro de cerveza y antro; así que le dije a Gerardo: “Yo pienso que ya me voy, mano.” “Okey, dijo Gerardo, nos vemos dentro veinte años.” Nos reímos y nos despedimos. Le hice señas al Gato de que ya me iba. El Gato se despidió de su cuate y se reunió conmigo. Le dije que se quedara con el chavo que se ligó en el baño, que no había pedo, yo podía tomar un taxi solo. El Gato dijo que ya se sentía cansado y que se iría mejor a dormir a su hotel. Los dos caminamos hacia la avenida Insurgentes. En el primer taxi que le hicimos la parada me subí después de darle un fuerte abrazo al Gato. Le dije que me había dado mucho gusto verlo y le pedí que me llamara la próxima vez que viniera al D.F. para chelear de nuevo.
Al llegar a casa, abrí la compu para ver qué ociosidad habían posteado mis contactos del Facebook. Una hora después, me lavé la boca y me metí en la cama. Entonces, mi celular sonó cuando alguien me envía un mensaje. Lo abrí y leí: “Soy El Gato. ¿Ya te dormiste? Me pasó una cosa bien rara. Llámame porque casi no tengo crédito.” El mensaje me preocupó. ¿Qué le pudo haber pasado al Gato? Lo levantaría alguna patrulla porque se puso a mear en la vía pública? ¿Lo asaltarían? ¿Alguna pandilla le habrá echado bronca al verlo solo? Le marqué. El Gato dijo que cuando me metí al taxi, Ólber, el jarocho que se ligó en el baño, se reunió con él y lo invitó a su casa. El Gato y Ólber tomaron un  taxi que los condujo al oriente de la ciudad. En el trayecto, Ólber le contó que vivía solo, trabajaba en un despacho de arquitectos, pero él no era arquitecto sino un actor desempleado que encontró chamba como fotocopista en ese despacho de arquitectos. Luego, el jarocho le preguntó a El Gato que a qué se dedicaba. El Gato había dicho apenas tres frases cuando el jarocho se durmió. El Gato vio que el taxista avanzaba lento sobre la avenida Ermita Iztapalapa, ahora abierta porque se encuentran construyendo una línea del metro. Los minutos pasaban y El Gato tuvo que sacudir el hombro para que el jarocho despertara. Ólber dijo: “Todavía falta un buen”. Y se volvió a jetear.
El taxi entró a un callejón, luego dio vuelta a una calleja, después subió por una calle empinada y en la punta se detuvo. Ólber pagó y se bajaron del taxi. Ahora subieron por unas escalinatas que los condujo a otra calle. Ólber dijo: “Yo vivo en ese edificio que ves allí.” Pero a medida que fueron avanzando, Ólber se mostró cada vez más y más inquieto. “Virgen santa”, dijo Ólber. “¿Qué pasa?”, preguntó El Gato. “¿Creo que Carlos está en la casa.” “¿Carlos? ¿Quién es Carlos?”, preguntó El Gato. Pero Ólber no le contestó la pregunta, sino que dijo: “¡Jijos, sí! ¡Carlos está en la casa porque esa es su bicicleta! Carlos está allí, no mames.” “¿Quién chingados es Carlos, güey?", volvió a preguntar El Gato, exasperado; y otra vez no obtuvo respuesta porque el jarocho dijo: “Espérame aquí, por favor. Aguántame, ¿sí? Voy a hablar con él.”
El Gato esperó donde le habían indicado y vio a Ólber que entró al edificio. Luego, miró cuando la luz del primer piso se encendió. Después escuchó la voz asustada de Ólber que dijo algo así como: “No, no me pegues si podemos hablar ¡No hice nada malo, Carlos! ¡Ay, ay!” Luego, escuchó un vaso de vidrio reventándose contra la pared; después un plato; la voz de Carlos que decía: “¡Ora sí te va a cargar la verga, hijo de tu pinche madre!”, y el estruendo de una vitrina que caía al suelo con todo y trastes. Los ayes de Ólber se multiplicaron revueltos con las injurias de Carlos. Los perros del vecindario comenzaron a ladrar. El Gato vio que la luz de dos departamentos se encendieron. Fue entonces que decidió alejarse del edificio. Llegó a su hotel gracias a su sentido de orientación felina, y porque Dios es grande.

2 comentarios:

Luis dijo...

Que anécdota! ficción, verdad, o campechana

José Dimayuga dijo...

Ficción. Pero ya sabes: la realidad siempre la supera. Un abrazo, Luis.