
Se dice que la costumbre de llamar Pepe a los José viene de tiempos antiguos. Se escribía PP en las imágenes de San José, para indicar que él no era el padre biológico de Jesús, sino el Padre Putativo. Asimismo, cada vez que se leía un fragmento de un evangelio se añadían las iniciales PP, de allí que los José llegaron a ser Pepe. Aunque otros afirman que Giuseppe, José en italiano, dio origen al Pepe o Pepino (¡qué chinga!); o Pino, el equivalente a Pepe en italiano. Sea cual fuere el origen de Pepe a mi me parecía espantoso. Ñoñísimo. Afortunadamente, en mi casa siempre me llamaron José; jamás usaron el abominable Pepe. Si alguien, queriéndose pasar el simpático, me llamaba Pepe, yo lo ignoraba, me volvía sordo. Y por si no fuera suficiente el Pepe para incomodar a un José, la gente también me llamó: Juisé, Jochechi, Cochechi, Cheché, Chepe. Y a todos los aborrecí con igual esmero. Una vez que visitaba a mi amiguito Jando Plata, me abrió la puerta su madre quien, al verme, me dijo: “Pásate, Chepelín”. Yo sentí un cubetazo de agua fría. Y pienso que mi amiguito también sintió algo similar cuando escuchó a su madre, pues al punto, con vocecita grave la paró en seco: “¡Su nombre es José! No le llames Chepelín.” Santo remedio; jamás volví a escuchar el Chepelín. Mi cariño por Jando aumentó. Pero no toda la vida fui alérgico a los sobrenombres. El Pepe lo integré a mi vida cuando llegué al CCH. Entonces gozaba de cierta popularidad entre mis amigas. Ellas me mimaban mucho y me llamaban Pepe. Años más tarde, Arturo Viveros, quien ya pasó a mejor vida, me apodó Pepe Di, el Di como apócope de mi apellido: Dimayuga. Y es así como me llaman mis amigos más cercanos, un tanto de cariño y un tanto en chunga que he llegado a asimilar sin tanto pedo.
Pero mi nombre es José; así es como más a gusto me siento.
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