JOSÉ DIMAYUGA Y NUESTRA SEÑORA DE PALMA GORDA

Relato, y relato-de-relatos, relato-del-relatar, la novela de José Dimayuga ¿Y qué fue de Bonita Malacón?, narra el ocaso de una estrellita mexicana del cine churrero de los años digamos setenta-ochenta, en todo su impresentable kitsch, desde su pueblo nativo.
Pero sobre todo nos narra la sombra que esa estrellita y ese ocaso han dejado entre quienes la conocieron y admiraron. Hay un pueblerino admirador gay, que busca armarle todo un museo-decultura- e-identidad-regional en la extravagante casona de Bonita, llamada El Castillo (con muralla, almenas y atalaya, estatuas ya truncas en los jardines devastados y un delfinillo de mármol en la alberca seca, todo custodiado por los diligentes perrazos Palomo y Pinto), desde su “épica sordina” de cartones de cerveza y pozole verde (“Magnífico el pozole verde”, diría Rimbaud) en el Bar Chabelis, con adornos de sombrillas japonesas y muchas fotos de bellezas famosas. Sus enemigos opinan que más bien Chabelis busca instalar un burdel.
Están también sus amigas-enemigas de toda la vida, sus chismosas, envidiosas y maledicentes; su nana, su empleado, así como las refracciones que en éstos imprimieron otras personas y estrellas conectadas con Bonita. Incluso aparece por ahí un gatito místico en la cumbre de una parota.
Es la reconstrucción de un pasado y de un mito que también entreteje una educación sentimental provinciana todavía reciente; de modo que al buscar a Bonita Malacón, un telerreportero de espectáculos (más bien aprendiz de tal, que hace un trabajo escolar como examen profesional) también va buscando qué ha sido de cada uno de los integrantes de tan jocoso reparto de personajes.
En buena medida, Bonita Malacón fue lo más hermoso y memorable que les ocurrió a todos ellos. Una minuciosa corte de milagros comprometida en un minimalista carnaval de la realidad y la memoria. No pueden dejar de hablar de ella. Viven reciclando, desmenuzando sus aventuras. Se diría que su memoria de Bonita Malacón es más real que ellos.
José Dimayuga llega a esta preciosa novela después de más de veinte años de dramaturgo, cristalizados en unas doce comedias (Afectuosamente su comadre, País de sensibles, La última pasión de Antonio Garbo, Una mujer de tantas, Crónicas de amor y olvido en el Hotel Belmar, etcétera), lo que se revela en tres de las primeras virtudes que advierte el lector: 1) la teatralidad de la vida cotidiana, la vida que ahí no es tanto un mero sueño cuanto la comedia-de-un-sueño, divertidísima: la risa como musa suprema; 2) el hábil entramado de los episodios, donde a veces las quimeras de un Tennessee Williams juegan a los enredos de Lope de Vega o George Bernard Shaw, como toda la milagrería a que dan lugar unas simpaticonas crestas (“'Pues sí, son ellas', confirmó La Pelona”) y, 3) la jocunda, desaforada oralidad de los personajes que conversan, monologan, rumian, deforman la coloquial saga de Bonita Malacón, con una aptitud para encarnar el habla clasemediera mexicana, guerrerense, especialmente la femenina y la jotona, sin parangón en estos días. (Luis Zapata había diagnosticado en sus memorias cinematográficas —Souvenirs, souvenirs, en el volumen colectivo Triple función, Quimera, 2007— cierta decadencia actual de la conversación; pues bien, los personajes de Dimayuga desconocen gloriosamente tal decadencia.) (Por José Joaquín Blanco. Tomado de Nexos. Fotografía de Arquímides Espíritu.)