JULIO DE LEJOS, por José Dimayuga.


En el Café, le dije a Ricardo: “La verdad, a mí nunca me gustó Julio Alemán. Me parecía demasiado urbano y bonito. Bonito como una muñeca de plástico. Siempre me atrajeron los actores que interpretaban personajes con oficios populares: albañiles, carpinteros, obreros. Ricardo le sorbió a su taza de café. Levantó sus grandes ojos azules, y preguntó: “¿Y qué me dices de Los Hermanos de Hierro o El Tunco Maclovio? Allí no aparece precisamente bonito.”  Le digo que no lo recordaba como vaquero, seguramente me dormí cuando fui al cine a ver esas películas; los westerns siempre me dan sueño. “Pero sí, no te lo niego; siento feo que haya muerto Julio Alemán.” Ricardo dijo: “Pero no lo sientes tanto como lo siento yo. Todo el día he andado piense y piense en él. El dolor que me deja es el mismo que experimento cuando se me muere un novio.” Yo solté la carcajada por el tono melodramático que asumió Ricardo.  Hizo una pausa breve, dio un sorbo a su café, y me contó lo siguiente:
   Allá por 1970, en Acapulco existía en plena Costera un Cabaret que se llamaba El Zorro donde artistas nacionales e internacionales daban chou. En El Zorro se presentaron Gloria Lasso, Chavela Vargas, Raphael, entre otros. Julio Alemán se presentó una temporada de cinco días, y se hospedó en la casa donde se alojaban los artistas de El Zorro, ubicada en Costa Azul. A Ricardo le brincó el corazón cuando escuchó en la radio que el actor de cine, Julio Alemán, se encontraba en el Puerto para hacer una larga temporada de presentaciones en dicho cabaret. La simple idea de verlo lo excitó. “No me digas que fuiste a verlo a El Zorro”, le dije. Ricardo dijo que no, pues el Zorro era un cabaret para adultos y no para mocosos como él; en ese entonces Ricardo tenía sólo  trece años de edad. Pero tuvo la fortuna de ver en cueros al galán de cine.“¿Y cómo fue eso?”, le pregunté.
Resulta que la casa de Ricardo se ubicaba justamente frente a la casa que alojaba a los artistas que trabajaban en El Zorro, en Costa Azul. Y la ventana de la recámara de Ricardo daba frente a la alberca donde el artista tomaba el sol de cuatro a cinco de la tarde. Así que, religiosamente, Ricardo, después de llegar de la escuela, se subía a su recámara para presenciar el chou que Julio Alemán realizaba nomás para él.
   A las 4 pm, Ricardo se paraba frente a la cortina de gasa de su recámara para ver la aparición del actor; sabía que no podía ser descubierto, pues del exterior al interior de su recámara no podía percibirse debido a la gasa. El primer día y los subsiguientes cuatro días el actor aparecía descalzo y descamisado en un short blanco y una toalla sobre el hombro. Al punto, colocaba la toalla sobre una poltrona y se quitaba el short para quedar en un traje de baño rojo y ajustado. Ricardo dice que Julio Alemán era dueño de unas nalgas “bien bonitas” y, “ante esa belleza no me quedaba otra que entregarme a los placeres de Onán.”
El actor siempre tomaba el sol solo, nunca acompañado, realizando siempre el mismo ritual: entraba con la toalla, tomaba el sol y se metía en calzón rojo a la alberca; se echaba dos o tres vueltas a nado, salía y desaparecía secándose el pelo por un ventanal corredizo. Pero la última tarde de su día en Acapulco, el actor no salió a tomar el sol. Ricardo se cansó de esperarlo y se fue con sus amigos al cine. Ya en la noche, cuando Ricardo dormía, dice que lo despertó una música de coros y metales que venía de la piscina de enfrente. Ricardo se levantó de la cama y se asomó a la ventana. Abrió la cortina de gasa y vio al actor, nuevamente solo. Tenía en la mano un vaso jaibolero y bebía mientras sonaba un tocadiscos de pilas sobre el piso. El actor se metió a la alberca, luego salió y volteó el disco. Con el vaso en la mano avanzó hacia el barandal que daba a la calle y quedó parado justo a escasos diez metros de la ventana de Ricardo. Ricardo sintió que el corazón se le salía; pero no se ocultó. Julio Alemán ladeó la cabeza como tratando de darle forma a lo que se encontraba en la ventana que tenía enfrente. Ricardo le sonrió y Julio Alemán le respondió con otra sonrisa. El actor levantó el vaso, le dio un trago, y le dijo adiós con un movimiento de mano. Ricardo le contestó con el mismo gesto. Al otro día, a las cuatro de la tarde y ante el mismo ventanal, Ricardo esperó a que la estrella apareciera como solía hacerlo en tardes anteriores, pero de la estrella ni su luz; su estancia en Acapulco había terminado.
   “El chisme no termina allí”, me dijo Ricardo. Quince años después, en una visita que hizo a la ciudad de México, Ricardo caminaba muy campante por la calle de Ayuntamiento cuando frente a él vio venir nada más ni nada menos que a Julio Alemán. El actor avanzaba con cara de preocupación como si en su mente fuera haciendo unas cuentas que no le salían. Pero cuando se cruzó con Ricardo, la mirada del actor hizo contacto con la mirada de Ricardo. Los dos siguieron avanzando. A unos diez pasos, Ricardo se detuvo y volteó hacia la estrella. ¡Y Julio Alemán también había volteado para verlo! Los dos, como hacía quince años atrás, se saludaron ondeando la mano, desde lejos. Se sonrieron; y reanudaron su paso hacia destinos opuestos.

3 comentarios:

felipaopsp93 dijo...

Gracias José por este valioso escrito, me hiciste vivir unos minutos en la década de 1970, imaginar cómo era el vivir en aquellos días, y muy interesante la forma en que Ricardo y Julio se volvieron a encontrar quince años después. ¡Excelente!

Unknown dijo...

Hola, José.
Yo no soy de esa época, pero llegué a ver en TV películas de Julio Alemán, y vaya que era guapo y atractivo el hombre.
Esta anécdota me llegó porque vaya que quisiera ver de cerca y saludar y ser saludado por aquellos actores que me gustan.

José Dimayuga dijo...

Hola Paco: Gracias por tu comentario. Un abrazo.