Reconstruir el cuerpo con palabras. La vida doméstica; en subida primero, después en trágica secuencia que presagia el desplome. Sí, Dimayuga enuncia: "¡Claro que me acuerdo!" Está listo el camino, el desenvainamiento del habla. Aquí está la facultad literaria de José. Hablamos de Bonita Malacón desde la aparición del título. El documental sin tecnicolor se proyecta.
Dimayuga, con esta frase (claro que me acuerdo), nos remite al pasado de Palma Gorda, al escenario de los diálogos y monólogos cuya esencia es la postración ante la diosa o la musa enferma, como se verá páginas adelante a Bonita. Este universo creado en 160 páginas canta el crepúsculo de una sol opaco, de una flama con visos de carbón.
Bonita recuerda un poco a Hermosos y malditos de Scott Fitzgerald, nos hace pensar en el Gran Gatsby, en la forma de obtener un infierno mediante la soltura del amor, pero en la novela de José, todos concuerdan al mencionar que Bonita no estaba hecha con el barro de Palma Gorda, sino con esencia místicas, de más allá del puerto; si me apuran, también se piensa en la protagonista de Nueva historia de Mouchette, de Georges Bernanos, incluso en Lolita, de quien se habla sabiendo que ya es irreparable su fantasmal presencia (recordemos que los fantasmas son aquellos que cambian de costumbres y se alejan de uno), pero fuera de las confesiones de solitarios lectores y asiduos idólatras de mujeres, Pedro Isabel (personaje pivote de este libro) piensa en Bonita como en aquella revelación de Marga López en La edad de la inocencia (frente a mi cama veo las escalinatas en las que viene bajando ), un fade in a longevas referencias o un corte abrupto donde nos duele la palabra, ya carne, y sólo pensamos, es decir, vemos el abismo y de silencio estamos contagiados.
Es cierto, Bonita abreva de referencias cinematográficas, de ilustres iconos como Mario Almada; también, del mundano calor en la costa, de la lectura de cartas, de la creación de narcocorridos, pero sobre todo, de la vida, el sexo y la muerte; de la floración del mar con el sed en el desierto. Dimayuga hace de los escenarios desnudos inmuebles que decora con monólogos y aflora la nostalgia de pensar en el nombre de una mujer, de ahí la necesidad de cubrir un hueco con palabras.
Esta vaina que hoy tratamos, la radiografía de un país, nos cuenta que la irredimible vida de telenovela que llevamos, en muchas ocasiones tiene la proclividad al caos. Si la Miss Belleza Internacional, Malacón Bonita, es una mujer de luces apagadas, entonces, encontramos en este libro las marejadas emocionales: la estancia tranquila y doméstica en la chorcha de un pueblo costeño, sentimos el dolor y el estallido de una bala por la mujer que ya no tendremos, sólo en libro pues.
Ahora, desde la oralidad se hace mención a elementos cinematográficos, podría pensar uno que los diálogos de esta novela están colocados a manera de pequeños eslabones que con un segundo tratamiento serían ya un guión de cine. Eso es mi premura quizá, pero volvemos al punto; las palabras de José apuntan los tonos de cada personaje, que van desde la modalidad del chisme costeño, del tono confianzudo de quien se inventa su propio idiolecto “el igüi igüi” hasta la tragedia relatada con ensoñaciones cinematográficas, como abrir un rango imaginario de una realidad que muchos compartimos: alguien se despide de nosotros mediante magia.
Veamos el fondo, filosos vocablos que cortan y aflora la curiosidad del lector; sobre todo, por la manera en que están soterrados los monstruos que dieron vida a Bonita (Alejandra y Ezequiel), quienes son referidos en segundas capas del relato, en voz de los móviles personajes, en sonidos que fungen como el silencio a esta sinfonía que bien podría titularse Réquiem por Malacón. Pero lo importante, aunque suene a pleonasmo, es la soltura con la que se comunican los personajes, de un tranco van a otro, palabra por palabra. Dimayuga sacó filo a sus palabras, están puestos con la intención dramática de abrir un dique, de poner gasolina, citando al famoso reggeaton, rematan historias sueltas en cada capítulo, en cada charla frente a la cámara, con el reflector, bajo los ojos. Ahí están.
En las palabras de José: “el pretexto del documental es el trabajo para la escuela”, pero la curiosidad, el motor verdadero, lleva más allá de la tarea, pues cada personaje de este enjambre de murmullos (Pedro Isabel, Maya y Esther Andraca, Dora Cienfuegos, Odilón Romero y otros) se palpan la memoria para encontrar la protagonista; el también autor de Una mujer de tantas armoniza, dirige pues las voces del puerto, del calor sedimentado por cerveza y por el chisme para crear el perfil de una Helena, de un mito que reinó desde la belleza del instante.
Este libro muestra que la facultad narrativa del también autor de Afectuosamente su comadre, radica en la edificación de la protagonista; para ello, Dimayuga se vale de diversos registros tonales, hace pues la polifónica estructura de un fantasma. Apela al mito, logra sugerir que Bonita no tiene un emisor que asuma un contenido, es un mito, insisto, recreado por la cadencia verbal de una idiosincrasia peculiar: guerrerense. Y también nos dice que lo que arrastra su símbolo (Bonita) es la necesidad de designar incasablemente, de decir que uno está siendo, aunque duela: señorita Malacón, bella, musa enferma, potestad de una pureza maligna.
Cuando uno lee, desea la obra, se quiere ser la obra; es negarse a doblar la obra fuera de toda palabra fuera de la misma obra. Pasar de la lectura a la crítica es cambiarse de deseo, es no desear la obra sino el lenguaje de ésta. Por eso digamos Bonita, para alegrarnos, Dimayuga pintó una aldea, hace carne con las palabras, argumentan emocionalmente los motivos del documental que casi vemos en el libro, nos demuestra que a pesar de que se haya dicho todo, de que se acabaron los inicios, de que ya todo está contado, nos dan ganas de leer libros, novelas. Alguien, a estas alturas del tiempo, aún sueña con palabras en conjunto, apiladas en el lomo de los personajes.
Quizá Bonita, como decía líneas atrás, sea una musa enferma, pero es un decir, quizá sea que ya estoy hablando de más. Salud por Bonita y por el libro. (Texto de Federico Vite, leído el 8 de mayo en Puebla.)
Dimayuga, con esta frase (claro que me acuerdo), nos remite al pasado de Palma Gorda, al escenario de los diálogos y monólogos cuya esencia es la postración ante la diosa o la musa enferma, como se verá páginas adelante a Bonita. Este universo creado en 160 páginas canta el crepúsculo de una sol opaco, de una flama con visos de carbón.
Bonita recuerda un poco a Hermosos y malditos de Scott Fitzgerald, nos hace pensar en el Gran Gatsby, en la forma de obtener un infierno mediante la soltura del amor, pero en la novela de José, todos concuerdan al mencionar que Bonita no estaba hecha con el barro de Palma Gorda, sino con esencia místicas, de más allá del puerto; si me apuran, también se piensa en la protagonista de Nueva historia de Mouchette, de Georges Bernanos, incluso en Lolita, de quien se habla sabiendo que ya es irreparable su fantasmal presencia (recordemos que los fantasmas son aquellos que cambian de costumbres y se alejan de uno), pero fuera de las confesiones de solitarios lectores y asiduos idólatras de mujeres, Pedro Isabel (personaje pivote de este libro) piensa en Bonita como en aquella revelación de Marga López en La edad de la inocencia (frente a mi cama veo las escalinatas en las que viene bajando ), un fade in a longevas referencias o un corte abrupto donde nos duele la palabra, ya carne, y sólo pensamos, es decir, vemos el abismo y de silencio estamos contagiados.
Es cierto, Bonita abreva de referencias cinematográficas, de ilustres iconos como Mario Almada; también, del mundano calor en la costa, de la lectura de cartas, de la creación de narcocorridos, pero sobre todo, de la vida, el sexo y la muerte; de la floración del mar con el sed en el desierto. Dimayuga hace de los escenarios desnudos inmuebles que decora con monólogos y aflora la nostalgia de pensar en el nombre de una mujer, de ahí la necesidad de cubrir un hueco con palabras.
Esta vaina que hoy tratamos, la radiografía de un país, nos cuenta que la irredimible vida de telenovela que llevamos, en muchas ocasiones tiene la proclividad al caos. Si la Miss Belleza Internacional, Malacón Bonita, es una mujer de luces apagadas, entonces, encontramos en este libro las marejadas emocionales: la estancia tranquila y doméstica en la chorcha de un pueblo costeño, sentimos el dolor y el estallido de una bala por la mujer que ya no tendremos, sólo en libro pues.
Ahora, desde la oralidad se hace mención a elementos cinematográficos, podría pensar uno que los diálogos de esta novela están colocados a manera de pequeños eslabones que con un segundo tratamiento serían ya un guión de cine. Eso es mi premura quizá, pero volvemos al punto; las palabras de José apuntan los tonos de cada personaje, que van desde la modalidad del chisme costeño, del tono confianzudo de quien se inventa su propio idiolecto “el igüi igüi” hasta la tragedia relatada con ensoñaciones cinematográficas, como abrir un rango imaginario de una realidad que muchos compartimos: alguien se despide de nosotros mediante magia.
Veamos el fondo, filosos vocablos que cortan y aflora la curiosidad del lector; sobre todo, por la manera en que están soterrados los monstruos que dieron vida a Bonita (Alejandra y Ezequiel), quienes son referidos en segundas capas del relato, en voz de los móviles personajes, en sonidos que fungen como el silencio a esta sinfonía que bien podría titularse Réquiem por Malacón. Pero lo importante, aunque suene a pleonasmo, es la soltura con la que se comunican los personajes, de un tranco van a otro, palabra por palabra. Dimayuga sacó filo a sus palabras, están puestos con la intención dramática de abrir un dique, de poner gasolina, citando al famoso reggeaton, rematan historias sueltas en cada capítulo, en cada charla frente a la cámara, con el reflector, bajo los ojos. Ahí están.
En las palabras de José: “el pretexto del documental es el trabajo para la escuela”, pero la curiosidad, el motor verdadero, lleva más allá de la tarea, pues cada personaje de este enjambre de murmullos (Pedro Isabel, Maya y Esther Andraca, Dora Cienfuegos, Odilón Romero y otros) se palpan la memoria para encontrar la protagonista; el también autor de Una mujer de tantas armoniza, dirige pues las voces del puerto, del calor sedimentado por cerveza y por el chisme para crear el perfil de una Helena, de un mito que reinó desde la belleza del instante.
Este libro muestra que la facultad narrativa del también autor de Afectuosamente su comadre, radica en la edificación de la protagonista; para ello, Dimayuga se vale de diversos registros tonales, hace pues la polifónica estructura de un fantasma. Apela al mito, logra sugerir que Bonita no tiene un emisor que asuma un contenido, es un mito, insisto, recreado por la cadencia verbal de una idiosincrasia peculiar: guerrerense. Y también nos dice que lo que arrastra su símbolo (Bonita) es la necesidad de designar incasablemente, de decir que uno está siendo, aunque duela: señorita Malacón, bella, musa enferma, potestad de una pureza maligna.
Cuando uno lee, desea la obra, se quiere ser la obra; es negarse a doblar la obra fuera de toda palabra fuera de la misma obra. Pasar de la lectura a la crítica es cambiarse de deseo, es no desear la obra sino el lenguaje de ésta. Por eso digamos Bonita, para alegrarnos, Dimayuga pintó una aldea, hace carne con las palabras, argumentan emocionalmente los motivos del documental que casi vemos en el libro, nos demuestra que a pesar de que se haya dicho todo, de que se acabaron los inicios, de que ya todo está contado, nos dan ganas de leer libros, novelas. Alguien, a estas alturas del tiempo, aún sueña con palabras en conjunto, apiladas en el lomo de los personajes.
Quizá Bonita, como decía líneas atrás, sea una musa enferma, pero es un decir, quizá sea que ya estoy hablando de más. Salud por Bonita y por el libro. (Texto de Federico Vite, leído el 8 de mayo en Puebla.)
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