El Glostora.


“¡Ay, cómo me cae gordo ese hombre!”, decía Felipe refiriéndose a El Glostora. Y le caía mal por dos razones. No. No eran dos; sino tres. Uno: El Glostora tenía los cabellos gruesos, negros y parados que ningún aceite para el cabello podía domarlos; las grandes cantidades que se untaba eran nada ante la rebeldía capilar. Dos: El Glostora calzaba botas blancas y, según Felipe, no había hombre tan feo como aquél que anduviera trepado en un par de botas blancas. Tres: Felipe odiaba su risa estruendosa: “Cuando se carcajea, ¡todos los zanates de Palma Gorda alzan el vuelo!” Hay otra cuarta razón, se me olvidaba, y es la principal: El Glostora era el amante de doña Tema, la mamá de Felipe. Total que por donde se le viera, al revés o al derecho, de arriba para abajo, El Glostora era el ser más aborrecible del mundo. Según Felipe.
El oficio de El Glostora fue el que lo hizo aparecer, por primera vez, ante los ojos de doña Tema. Él era abonero. Primeramente, le vendió a doña Tema un juego de vasos y jarra de vidrio; luego, una colcha con un conejo estampado, y cuando le vendió un par de chanclas para Felipe, doña Tema y El Glostora iniciaron una amistad que los condujo al lecho del adulterio. Digo adulterio porque el abonero era casado; tenía mujer con dos niños en Acapulco. Pero el corazón se manda solo; cuando doña Tema se enteró de que El Glostora tenía familia, era demasiado tarde; ella lo amaba más que a nada ni a nadie. Doña Tema, apenas escuchaba la voz del Glostora que pregonaba en el callejón: “¿Hoy no van a comprar nada?”, y se transformaba todita: rápidamente cogía el peine y se lo pasaba por la cabeza; se mordía los labios y se apretaba los cachetes para que se le viera colorcito en el rostro. Luego, aparecía El Glostora en la puerta de su casa y sólo tenía ojos para él, atenciones para él, lo que quisiera y cuanto quisiera él. Y a Felipe y a Rosa eso les caía de la patada, pues, ¿cómo era posible que ese forastero se había vuelto el ser más importante de la casa? Ni que estuviera tan chulo. Porque El Glostora no era guapo; más bien, si uno veía con detenimiento su aspecto, uno llegaba a la conclusión de que su lugar estaba en la fila de los feos y no en la de los bonitos. Pero tenía algo; quizá su modo de conducirse. Era muy seguro, eso sí. Y como buen vendedor: coqueto. Por eso vendía mucha mercancía; porque a su clientela la hacía sentir muy importante y guapa. Yo llegué a escuchar que le decía a doña Tema: “Qué agradable sonrisa la suya.” Y la verdad, lo menos atractivo de doña Tema era su sonrisa; tenía los dos dientes de enfrente salidos; rasgo que, desafortunadamente, heredaron Felipe y Rosa, y les daba a los tres un aspecto aconejado. Pero, bueno, zalamerías son zalamerías. Y ante los oídos de quien nunca ha escuchado un cumplido, pues caía redondita a los pies de quien se las decía. Así fue como El Glostora conseguía vender la mercancía a todas las mujeres de Palma Gorda. Doña Tema no iba a ser la excepción. Pero ella y él fueron más allá. Se enamoraron. Mejor dicho: ella se enamoró; como debieron enamorarse dos o más palmagordeñas, deseosas de verse valoradas como ser humano ante los ojos de El Glostora, sin importarles que a cambio compraran un artículo del hogar de módica cantidad pagada en efectivo o en cómodas mensualidades. A Doña Tema, pues, se le iluminó la cara; y la vida. El humor se le volvió agradable y le nació la idea de arreglarse la dentadura; pero su propósito cayó al piso cuando el dentista le dio a entender que la compostura dental le iba a costar un ojo de la cara. Vencha Castrejón le dio unos trucos de cosmetología que doña Tema aplicó: no se pintó la totalidad de sus labios, pues eran anchos; sino sólo una rayita para que no se le vieran gruesos y, así, lo trompudo quedaba ligeramente disfrazado. Pero esa táctica fue contraproducente. Pues El Glostora al verla a medio pintar, le pidió prestado el bilet y le pintó la totalidad de sus labios a la vez que le dijo: “Usted es dueña de unos labios voluptuosos que tiene que explotar.” Y la boca amplia de doña Tema quedó rotundamente colorada como una sandía partida en dos. El Glostora, después de pintarla, le dio un beso que le llaman de pajarito, que es así por encima. Pero eso a doña Tema no le gustó y agarró al hombre del cogote y le plantó un beso como debía de ser. Cuando doña Tema vio que yo estaba en el marco de la puerta observando la escena de fuerte carga erótica, frunció el entrecejo y me dijo: “Y tú, ¿qué haces allí parado, metiche?” Entendí al punto que no me quería ver allí, y me fui.
Había ocasiones en que El Glostora aparecía en la casa de Felipe, pero doña Tema, por alguna razón, no se encontraba. Felipe le decía: “Mi mamá se fue a pagar la luz y no creo que vuelva pronto; así que haga el favor de irse, porque no hay nadie quien lo entretenga”. Y El Glostora se retiraba todo afrentado. Y pienso que el hombre pensó: “¿Y ora cómo me gano a este chamaco ladino que me odia con el mismo odio que le inspira un perro a un gato?” En otra ocasión que El Glostora no volvió a encontrar a su amada, Felipe lo recibió con otra frase igual de hiriente, pero a El Glostora, nada tonto, se le ocurrió decir: “Está bien, me voy. Mira, te doy este cuento.” Él le entregó a Felipe el Memín Pinguín. Pero Felipe lo rechazó; le aventó el cuento a la vez que le dijo: “¡Yo no quiero su cochino cuento! ¡Lléveselo!” Pero El Glostora no recogió el Memín Pinguín; allí lo dejó tirado en el piso y se fue, silbando una canción. Cuando el silbido desapareció del todo, Felipe levantó el cuento y me echó un grito: “¡José, ven para que me leas un cuento!” Felipe no sabía leer.
En esa ocasión, leímos la parte en que el Carlangas descubre que su mamá no era tan santa como él suponía. La madre vendía su cuerpo al mejor postor para sacar adelante a su chamaco y El Carlangas derramaba gruesas lágrimas al saber toda la verdad. Felipe y yo, cabeza contra cabeza, lloramos también mientras leíamos el cuento.
En el siguiente miércoles, el abonero sí encontró a doña Tema. Ella, con tal de quedar a solas con su amado, mandaba a Felipe y a Rosa a comprar cualquier chuchería que hacía falta en casa; ya fuera un kilo de azúcar, una veladora o una caja de cerillos. Felipe y Rosa salieron a la plaza a comprar lo solicitado por su mamá. Cuando regresaron a casa, vieron que doña Tema lloraba en silencio; escondía la cara para que no la descubrieran. Pero Rosa se dio cuenta y no le preguntó nada; quizá intuía que su madre había discutido con el abonero. A Felipe se le ocurrió decir: “Ay, ‘amá, mejor dejaras a ese hombre que sólo te pone melancólica.” Y doña Tema luego le replicó: “Si quieres conservar tus dientes completos, mantén el pico cerrado.” “Favor que me haría”, dijo Felipe. “¿Qué rezongaste, baboso?” “No, nada. No dije nada, ‘amá.” Y sí, muy obediente, Felipe mejor guardó silencio. La única que tenía el derecho de hablar, en ese momento, era doña Tema. Por eso le dijo a Felipe: “Los frijoles ayer los hiciste salados.” Rosa soltó una risita burlona. “Ora los hará Rosa”, dijo doña Tema. Entonces Felipe fue el que se rió. Doña Tema dijo: “No sean burlistos y pónganse a trabajar; o no les doy el cuento que les dejó Reynol.” Reynol era el nombre de El Glostora; y el cuento al que se refería doña Tema era el Memín Pinguín.
Al siguiente miércoles, El Glostora, ahora Reynol, llegó como siempre, con su balotán de mercancía; pero, para su sorpresa, no encontró a doña Tema. En cuanto Felipe lo vio en el marco de la puerta, le dijo: “Mi mamá no está; me imagino que no quiere verlo por la discusión que tuvieron la otra vez; así que se puede ir; pero antes de que se vaya, no olvide dejarme mi Memín pinguín.” El Glostora se aproximó a Felipe y le entregó la revista; dio media vuelta para retirarse, pero lo detuvo la voz de Felipe que decía: “Oiga, don Glostora: ¿Tendrá más cuentos del Memín?” Y El Glostora contestó: “En primer lugar quiero que sepas que mi nombre no es Glostora, sino Reynol Tavares; y en segundo lugar: Sí. Tengo muchos cuentos del Memín. Y también del Kalimán y El Valiente. Si te interesan, ven a mi cuarto, porque pienso tirarlos.” “¡No los tire!, se apuró Felipe, hoy por la tarde voy por ellos. ¿En dónde vive?” “Rento el cuarto número tres, de los cuartos que están detrás de la iglesia de San Jerónimo. Allí te espero.”
Felipe llegó al cuarto indicado a las cinco de la tarde. Y al otro día también llegó puntualmente a la misma hora. Y al otro día, igual. Y al otro. Todos los días estaba en el cuarto de El Glostora a las cinco de la tarde. En una de esas tardes, cuando Felipe salía del baño todo perfumado y peinado, doña Tema le preguntó: “¿Y tú a dónde vas tan catrín?” Felipe le contestó: “A unas pláticas de la Biblia que dan en la iglesia de San Jerónimo.” “Ándale, pues”, dijo doña Tema en un tonito que encerraba desconfianza y preocupación. Felipe dijo “luego nos vemos”, y salió de casa. Doña Tema se sobó la barbilla y, no satisfecha con la explicación que escuchó de su hijo, salió con dirección a la iglesia de San Jerónimo. Cuando estuvo allí, no entró, porque en el atrio se encontró a doña Cana, una viejecita gibosa, encargada del mantenimiento del templo. Le preguntó que dónde estaban las monjitas que catequizaban a los chamacos. Doña Cana le lanzó una mirada de pocos amigos para decir: “¡Aquí, esas chingadas ni vienen! Yo no sé por qué, pero a todas ésas las mandan a la iglesia del Centro. A San Jeronimito lo ven como apestado. ¡Eso a mí me enmuina mucho!” Doña Tema dio media vuelta y salió del atrio. “Piensa mal y acertarás”, se dijo a sí misma. Doña Tema caminó rodeando la iglesia hasta dar con los cuartos de don Bartolo, que rentaba para los forasteros. Doña tema sintió una quemazón en la boca del estómago; avanzó hacia el cuarto número tres y tocó con firmeza la puerta. El Glostora la abrió; estaba desnudo; agarraba con sus manos una toalla que le cubría sus partes. Él dijo: “Ah, caray. ¿Y ora, tú?” Al punto doña Tema empujó a El Glostora y entró al cuarto. Y vio lo que nunca hubiera deseado ver, pero que ya se imaginaba: Felipe, totalmente en cueros, estaba culiempinado en la cama. Al ver a su madre, pegó un brinco y se dirigió hacia la silla donde descansaban sus ropas; pero no le dio tiempo ni de ponerse los calzones porque doña Tema se abalanzó hacia él y a punta de manotazos y mentadas de madre lo sacó del cuarto número tres; a punta de mentadas y coscorrones los dos atravesaron el pueblo. Felipe llevaba las manos agarradas al sexo y sus nalguitas al aire mientras su madre detrás de él, le gritaba: “Malnacido, ¿cuál Biblia?, ¿cuáles madrecitas? Hijo de tal por cual.” Así, hechos un nudo de golpes, pena y palabrotas, entraron los dos a la Comandancia municipal. Doña Tema le pidió al Comandante que encerrara a Felipe en la peor mazmorra que estuviera disponible. “¿La razón?”, le preguntó el Comandante con sus dos pulgares metidos en la pretina del pantalón. Doña Tema dijo que su hijo y el abonero se encerraban de cinco a siete de la tarde para hacer sus cosas que sólo marido y mujer hacen en la intimidad y “si esa no es razón suficiente, que me bañen de petróleo y me avienten un cerillo prendido”, remató con la voz entrecortada. “Prefiero estar muerta que vivir con un ser como éste en mi casa.” El Comandante le dijo que no podía apresarlo porque se trataba de un menor de edad. “¿Cuántos años tienes?”, preguntó el Comandante a Felipe. “Once”, le respondió. “¡Pues enciérrelo al menos esta noche para que escarmiente!”, dijo doña Tema. Después de tanto insistir, Felipe pasó la noche en la cárcel del H. Ayuntamiento, y desnudito.
Al otro día, muy de mañana entró Felipe a su casa. Traía amarrada a su cintura una falda de hojas de almendro que los policías le pusieron para que no mostrara sus vergüenzas a la hora de atravesar el pueblo. Felipe no llegó solo. Lo acompañaba el Comandante, quien en cuanto vio a doña Tema, le dijo: “Aquí le devuelvo a su chamaco. Y por orden de don Goyo Valle, presidente constitucional de Palma Gorda, le pido de la manera más atenta que no castigue a su muchacho, de lo contrario será usted la que pasará el resto de sus días en la peor mazmorra que disponemos.” “¡Ora resulta!”, fue lo único que dijo doña Tema, y torció la boca. Cuando el Comandante se fue, Felipe descubrió que todas sus pertenencias se encontraban en el interior de una caja de cartón. Doña Tema le dijo: “Ya te empaqué todas tus cosas. Hoy por la noche saldrás para México en la corrida de las once. Allá te esperará tu tío Alejo.” “Que no se vaya, mamá”, le imploró Rosa. “Tú no te metas, babosa”, dijo doña Tema. Felipe se sentó en su cama y quedó un rato mirando al piso; luego escuchó algo como un sollozo, pero no tuvo ánimos de levantar la vista para averiguar quién era la que lloraba.

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