FANTASMAS

Los fantasmas no me asustan; quizá porque desde chiquito mi mamá me decía que más miedo hay que tenerles a los vivos que a los muertos. He visto muchos, en casa propia y en la ajena. No es que me las quiera dar de médium, ni mucho menos fabricarme un aura de misterio, para nada; pero quiero que sepan que apenas entro a una casa e inmediatamente sé si está poblada de ellos o no. Y en el depa de Corina y Paquita no hay fantasmas; fue lo que a ellas les dije. Estas dos amigas se acaban de instalar y dicen que perciben una vibra rara. No contentas con mi conclusión, le exigieron a Ximena, su vecina, que les contara la historia de horror que tenía el departamento que acababan de ocupar y en el que nos encontrábamos comiendo unos ricos chiles en nogada que cocinó Corina. Ximena dijo: “¿Cuál historia de horror? Más bien es una historia bastante repulsiva, pero se las contaré después que nos acabemos de comer estos maravillosos chiles.” “Aquí mataron a alguien, ¿verdad?” Preguntó Paquita. “Tampoco”, contestó Ximena. Corina dijo que sospechaba que había un fantasma, puesto que en el depa de Juan Manuel y Güicho, que se encuentra arriba del que estábamos, había uno. “En efecto, había uno”, dije “y a mí me consta, porque lo vi.” Y como mostraran interés de más, les referí la siguiente historia:
Cuando vivía en Acapulco, cada vez que yo venía al Distrito Federal solía llegar al depa de Juan Manuel y Güicho que está arriba del de Corina y Paquita, como ya dije. La habitación que me asignaban era el estudio de Güicho; allí tiraba una colchoneta en la cual yo dormía. Total que una mañana desperté, cogí un libro y me puse a leer bocabajo, tirado sobre la colchoneta. De pronto, escuché que abrieron la recámara, escuché que alguien entró, luego saltó mi cuerpo para dirigirse hacia una cómoda que se encontraba contra la pared. Yo pensé: “Pues de seguro es Güicho que entró por un calzón o calcetines limpios.” Cerré mi libro y que le digo: “Yo pensé que ya te habías ido a trabajar.” Silencio sepulcral. Pensé en mis adentros: “¡Jijos, ya me visitó un fantasma!” No pelé mucho, y reanudé mi lectura. Cuando llegó la noche, mientras cenábamos, les dije a Juan Manuel y Güicho: “Ay, chicos; no se vayan a espantar con lo que les voy a decir, pero en esta casa hay un fantasma.” Los dos, al unísono, exclamaron: “¡Ya lo sabíamos!” Y los dos, casi al unísono también, me contaron que el fantasma era gay y conocían su santo y seña. Como demostrara interés de más, me contaron la historia. Resulta que un par de años antes de que ellos se instalaran en ese departamento, allí vivía una pareja de gays viejos; uno de ellos, Arnulfo (no se llamaba así, pero se oye bien), pertenecía a una familia de lana de Las Lomas. El padre de Arnulfo era un español que compró una veintena de lotes cuando Las Lomas eran montes llenos de matas y sabandijas. Abandonó la ciudad y se llevó a toda la familia a vivir a esa zona residencial en ciernes. Pero el padre, cuando descubrió que su hijo prefería a los muchachos para irse a la cama, lo echó de su casa y lo mandó a vivir al depa del que hoy hablamos. Allí Arnulfo vivió con su pareja desde 1952 a 1992, año en que murió su pareja de cáncer. Arnulfo le sobrevivió diez años; nunca más se consiguió otro galán para compartir sus últimos años. Vivió solo; tan solo que nadie se dio cuenta cuando murió. Fue Berenice, la administradora, quien descubrió su cadáver cuando subió a la azotea para instalar un tanque de gas. Desde la azotea, echó un vistazo a la ventana del depa de Arnulfo, y vio el cadáver tirado en el suelo, al pie de la cama. Berenice llamó a la policía y sacaron al cuerpo para darle cristiana sepultura. Arnulfo había muerto de un paro. Y ahora se aparecía Dios sabe por qué.
“Ahora cuéntanos la historia del holandés”, le pidió Paquita a Ximena cuando acabamos de comer el último bocado de chiles en nogada. Entonces, Ximena apuró un trago de vino, y dijo: “Hace ocho años que llegué al edificio, en este departamento vivían Vincent y su novia cuyo nombre nunca supe, pero era una tipa muy guapa, blanca, alta, como top model. Vincent era chaparrito, y no era holandés, sino francés. Su nombre no lo supe, pero yo le puse Vincent por su fuerte parecido con Vincent Van Gogh; se parecía, sobre todo, a aquel autorretrato que el pintor holandés se hizo con la oreja mocha. Qué horror. Se ve que los dos, Vincent y su novia se querían bien, pues siempre se les veía platicar y reír a la vez cuando se dirigían a su departamento. Pero semanas después, comencé a escuchar que a mi depa subían gritos de reclamo, reproche, en lengua gala; los dos se decían cosas horribles. Pero se armaban tan fuertes las discusiones que acababan en llanto. A veces oía llorar a él; otras veces a ella. Hasta que un día no escuché más ruidos. Tampoco volví a ver a la chica. Yo pienso que, harta de tanto pleito, lo abandonó. Y el pobre Van Gogh se hundió en la más profunda melancolía; se le notaba en su pésima forma de vestir y en el largo y sucio de sus cabellos. Una vez que coincidimos en el elevador casi me vomito, porque el pobre apestaba a rayos. De pronto, una tarde, escuché voces que venían del departamento. Yo me dije: ¿Será que regresó la chica y han comenzado a discutir de nuevo? Pues no, no era la chica la que alegaba; sino Berenice, la administradora del edificio. Le exigía a gritos que le pagara los cinco meses de renta que le debía o el día de mañana se las iba a ver con Gobernación. Pasaron los días y ninguna autoridad de Gobernación apareció en el edificio. Tampoco volví a ver al holandés. Yo pensé que se había suicidado; y pienso que Berenice también, porque de pronto llegó ella acompañada por un par de policías y forzaron la puerta. ¿Y con qué creen que se hallaron al entrar?... Pues no, no hallaron el cadáver de la chica ni mucho menos el de Van Gogh. Él había escapado, pero dejó las paredes de esta habitación, en la cual nos encontramos, todas embarradas de caca; caca por aquí y caca por allá. Había escrito, con su puño, letra y caca, maldiciones dirigidas a la administradora, a Gobernación y, claro, a su amada. Así sería su rabia.”
“¿Por qué diablos nos cuentas esto, Ximena?”, reclamó Paquita. “¿Por qué diablos me lo preguntaste?”, contestó Ximena. “Tengo ganas de vomitar”, dijo Corina, y se fue al baño. A mí también me dio asquito la historia de Vincent y me fui después de tratar de cambiar, infructuosamente, el tema de la plática.
Yo hubiera preferido una historia de fantasmas; y no la historia de un francés cagón.

El miedo del vampiro

Para Angelina Martín del Campo
Hace treinta años, entré a una librería que se encontraba en la glorieta del metro Insurgentes. En un estante, atiborrado de libros, vi El Vampiro de la colonia Roma. “¿Será que hay vampiros en la colonia Roma?”, pensé. Lo agarré, lo abrí y descubrí que la prosa no tenía puntuación; leí dos páginas al azar y me enganchó; me enganchó lo sabroso del lenguaje del personaje principal, Adonis García; de tal modo que fui a casa por dinero, regresé a la librería para comprarlo y hacer de El Vampiro mi lectura de vacaciones invernales.
El libro lo comencé a leer en el interior del camión Estrella de Oro; y pude haberlo terminado en el trayecto a Tierra Colorada, pero mi pudor me lo impidió. Más bien me sentí paranoico; sobre todo cuando leí las escenas candentes, aquellas en las que Adonis García comienza a coger con personajes de su mismo sexo; temí que mis vecinos de viaje se dieran cuenta de lo que estaba leyendo. Cerré de sopetón el libro. “Ah, caray. No pensé que el libro fuera así.” Reanudé la lectura cuando me encontré solo en mi recámara de Tierra Colorada. Sin embargo, al retomarla, descubrí que mi gozo era tanto que volví a cerrarlo; no quería que se acabaran las aventuras de Adonis García.
No me despegué en ningún momento del libro. Lo traía bajo el brazo a lo largo y ancho de la casa; bajaba a la tienda de mis padres, y allí me ponía a leerlo siempre y cuando no hubiera clientela, o que mi papá y mi mamá estuvieran cerca. No me fueran a regañar o qué sé yo. Recuerdo que Juan Carlos Villamares, un amigo del pueblo, entró a la tienda a saludarme. Platicamos un rato. Y, en un momento que me alejé para atender a un cliente, tomó el libro que dejé sobre el mostrador y leyó unas páginas al azar. Cuando me reuní con él, dijo: “¡Ah, pillín, no sabía que te gustara leer estas cosas!” Yo me puse rojo. No hablamos del asunto. Me sentí como si me hubiera sorprendido en un acto ilícito.
***
Al finalizar cada capítulo, que el autor titula como “cintas”, yo cerraba el libro para ver la foto de Luis Zapata que aparecía en la contraportada. Su imagen era la de un chavo con chamarra negra, cabellos largos y de una fisonomía extraña, de ojos claros y burlones que casaban muy bien con unos labios que esbozaban una sonrisa igualmente burlona. El autor estaba entre un paredón de ladrillos y una tabla de madera que se me antojó la tapa de un ataúd. Parecía un vampiro que sale de su escondite y espera a que pase su víctima para asestarle el colmillo. Yo miraba y remiraba la foto y me hacía muchas preguntas, tales como: “¿Será que Zapata es el mismísimo vampiro de la colonia Roma?” “¿Será, pues, que la novela es autobiográfica?” “¿De dónde salió este autor cuyo libro me daba gusto y susto?” “¿Será que Zapata es pariente de mi vecina Licha Zapata, la que vende las mejores paletas de cacahuate de mi pueblo?” A lo mejor y sí; porque en una de las pestañas del libro decía que Luis nació en Chilpancingo. “¿Y cómo es que nunca me lo había topado con lo cerca que está mi pueblo de su pueblo?” ¡Y que me lo voy topando! Sí. Me encontré al mismísimo Luis.
El encuentro se dio de esta manera: En 1980, era febrero o marzo, asistí a una batucada brasileña en el edificio del Club de periodistas, en la ciudad de México. El patio estaba repleto de jóvenes que brincaban como poseídos al ritmo de una samba. Entre la multitud vi, a mi lado, a Luis Zapata. Estaba de pie a mi izquierda, traía la misma chamarra con que aparecía en el libro, y observaba, con cigarro en mano, a los danzantes. Me dirigí a él. Con cierto temor, le dije: “Tú eres Luis Zapata, ¿verdad?” Me miró con desconfianza, y dijo: “Sí.” Le dije: “Leí tu libro; me gustó mucho. Este… Eres de Chilpancingo, ¿verdad? Yo… Yo soy de Tierra Colorada.” Él, ahora sin regresarme a ver, sólo dijo: “Ah, qué bien. Nos vemos.” Y se fue, dejándome en medio de la algarabía de la gente y el ruidazal de los tambores. Ése fue el diálogo entre el escritor y su lector. Diez años después, cuando ya éramos cuates, le reclamé que por qué había sido tan grosero con su fan. Él dijo: “Ay, Chacho, es que no sabes el gripón que traía. Además, el éxito de El Vampiro no creas que me hacía gracia. Tenía miedo de que me fueran a agredir.” Y Luis tenía razón. Hubo librerías que vetaron la venta de El Vampiro por “pornográfico”. Un sacerdote de no sé qué pueblo lo mandó a quemar. Algunos escritores famosos, secundados por críticos literarios, aseguraban que El Vampiro de la colonia Roma no era literatura. Con esto, de seguro Luis se imaginaba que un loco representante del orden y las buenas costumbres lo treparía al cadalso.

***

“Tenía miedo de que me fueran a agredir”, había dicho Luis. Adonis García también temía que lo fueran a golpear. Todos los gays de entonces temíamos a ser agredidos. Escuchemos una cita de Adonis cuando habla de este temor.
“Íbamos en un coche como nueve cuates puros cuates de ambiente por la calzada de tlalpan veníamos de allá para acá voladísimos y yo me empecé a sentir muy nervioso o sea primero porque íbamos puros cuates de ambiente porque dos de ellos gayos deshinibidos venían abrazándose y besándose en plena calzada de Tlalpan (…) y yo como por maldición dije pensé ‘¿y si de repente nos agarra la tira? que nos viera una patrulla y nos empezara a seguir (…) y que nos detuvieran que se nos cerraran y nos detuvieran y nos preguntaran que por qué íbamos a esa velocidad y tantos monos en el coche y los chavos esos ahí abrazándose y que entonces sospecharan y dijeran ‘¡ah! conque son puros muchachitos’ ‘y de ambiente jefe’ diría el otro porque ya ves que siempre andan como los huevos de dos en dos (…) y que nos dijeran que nos bajáramos y nos empezaran a golpear”

Los gay en los años setenta alucinábamos mucho a la policía; a la policía de uniforme o disfrazada de compañero de trabajo, de padre de familia o vecino. Y no era casual. Había razzias en las fiestas, castigos en casa, risitas de escarnio en el trabajo. Dentro de este contexto de agresión permanente, alguien que escribiera desinhibida y alegremente sobre la sexualidad gay, pues podría ganarse, mínimo, algún comentario violento. Afortunadamente, a Luis nunca se le presentó la tira ni algún loco le lanzó la primera piedra. Con miedo y todo, posicionó, en la literatura mexicana, al personaje homosexual que practica su sexualidad con desparpajo y gozo. Un homosexual sin sentimiento de culpa ni pecado, un personaje que desenmascaraba la doble moral de la sociedad machina de los setenta. Además, con la novela, Luis se nos reveló como un escritor que asumía la literatura como un acto rebelde, arrojado, ganoso de sacudir los contenidos y formas que hasta entonces predominaban.
Los que conocemos a Luis Zapata, nos sabemos de sobra la lista larga de sus fobias. Una de ellas son: a las alturas, a los aviones, las películas de horror, los ratones, me imagino que a los murciélagos también, puesto que son como ratoncitos con alas, a los temblores y a los vampiros del cine; miedo a publicar sus libros, al reconocimiento, etcétera. Pero, paradójicamente, ha sido de una valentía digna de aplauso.
Acaso el miedo es el disfraz del guerrero.