¿Y qué fue de Bonita Malacón?

Tan eficaz resulta el manejo de la técnica de la conversación en esta novela que como lectores no podemos menos de sorprendernos, como cuando terminamos de ver un monólogo de calidad y nos percatamos que vimos muchos personajes siendo sólo un actor el que los supo crear o invocar, porque sin la intervención de un narrador definido y, lo más curioso, sin una sola acotación que nos permita ver gestos, mañas, horrores o bellezas de los personajes que cuentan, como lectores hemos visto en prisma todo.
Leyendo las conversaciones de estos lugareños ansiosísimos por contar y recontar, terminamos riéndonos de todo aquello que nos está prohibido reírnos cuando nos hallamos frente a interlocutores de la vida real.
Sin embargo, los elementos risa y conversación, sin perderse nunca, se pierden en ciertos momentos para adentrarnos en una narración que venturosamente, por su plasticidad o elasticidad, deja de serlo para convertirse en aquello que como lectores simple y llanamente terminamos bramando por saber.
Como lingüista que mi título asegura que soy, luego de haber leído esta novela, no puedo más que recordar las palabras susurradas por la Mtra. Mercedes Tapia, de la ENAH, al Dr. Francisco Barriga, del INAH, cuando una vez, en mi comunidad, tras varios esfuerzos que parecían naufragar, hicimos que los que no querían al principio ser videograbados en entrevista terminaran hablando por los codos: Mercedes le susurró a Francisco: «Es que la gente de verdad necesita hablar». Así sentimos a los personajes entrevistados en este libro que, en efecto, se lee de un vertiginoso tirón: algunos de ellos terminan preguntándose a sí mismos por qué finalmente dijeron aquello que juraron jamás revelar; otros regañan al personaje entrevistador por su desconocimiento de la cultura popular de la época que pretende investigar.
Todos se quieren alzar el cuello, a veces con cosas encomiables y otras no tanto, en lo relacionado con la belleza internacional, triunfo local y nacional, que significó la vida de Bonita Malacón. Incluso uno de los personajes se vanagloria de que, gracias a ella, Bonita se llama Bonita y no Carmen. Esplendores y decadencias, misterios y detalles cotidianos son contados aquí con un mismo furor.
Igual que Kurtz, el personaje de El corazón de las tinieblas que nunca aparece directamente pero que siempre está en la atención y las expectativas del lector, en ¿Y qué fue de Bonita Malacón? las ausencias brillan como presencias: la propia Bonita, su terrible padre, su impredecible madre, las actrices y los actores, sin olvidar a los palmagordeños con quienes disfrutaba el argentino Fabio Tessa, se van configurando hasta ser realidad: los personajes referidos por Pedro Isabel, por las hermanas Andraca, por Dora Cienfuegos, por el amabilísimo Odilón Romero que termina azuzándole los perros al entrevistador, son pálpitos intensos y constantes de los entrevistados: son sus pasiones, sus envidias, desvelos, odios, sus anhelos, maravillas y horrores más íntimos. De forma que, en la única oportunidad en que uno de estos personajes chismeados por los narradores entrevistados, ni más ni menos que el personaje del que más estamos advertidos como lectores que no permitirá entrevista alguna, se hace presente y concede (o casi se podría decir: suplica) una entrevista, Zósima Tapia, la aparentemente insulsa esposa de Odilón Romero, sentimos un efecto desde luego novelístico pero también agresivamente teatral: la ruptura de la llamada cuarta pared: cuando un actor que se ha mantenido en la convención teatral se vuelve de repente e interpela a uno de los espectadores o a todos ellos: Zósima cuenta terribles verdades o mentiras que terminarán de dibujar al mítico personaje que es Bonita Malacón.
Me atrevo a decir que podría recomendar este libro a esas personas o futuros escritores que no se atreven a ponerse a contar en grafías los mundos que llevan por dentro: aparte de una excelente novela, muy divertida y repleta de lo mejor y lo peor de la condición humana, ¿Y qué fue de Bonita Malacón? resulta una especie de libro de iniciación literaria, algo con lo que los lectores entenderán que todo puede ser contado si se sabe contar bien, que cualquier palabra del idioma y cualquier enfoque sirven a ese fin supremo que es la literatura.
Con toda claridad y fluidez, Dimayuga nos narra una historia deliciosamente ambigua; desdibuja todo lo dibujado página tras página, para volver a matizarlo sin respiro pero con las pertinentes transiciones después. En ¿Y qué fue de Bonita Malacón? se nos ha dicho al oído todo y nada de la historia antigua pero siempre vigente de todos y de nadie. (Por Eduardo Montagner. Fragmento leído en la Casa de lectura, Profética, en Puebla.)

RECONSTRUIR EL CUERPO CON PALABRAS






Reconstruir el cuerpo con palabras. La vida doméstica; en subida primero, después en trágica secuencia que presagia el desplome. Sí, Dimayuga enuncia: "¡Claro que me acuerdo!" Está listo el camino, el desenvainamiento del habla. Aquí está la facultad literaria de José. Hablamos de Bonita Malacón desde la aparición del título. El documental sin tecnicolor se proyecta.
Dimayuga, con esta frase (claro que me acuerdo), nos remite al pasado de Palma Gorda, al escenario de los diálogos y monólogos cuya esencia es la postración ante la diosa o la musa enferma, como se verá páginas adelante a Bonita. Este universo creado en 160 páginas canta el crepúsculo de una sol opaco, de una flama con visos de carbón.
Bonita recuerda un poco a Hermosos y malditos de Scott Fitzgerald, nos hace pensar en el Gran Gatsby, en la forma de obtener un infierno mediante la soltura del amor, pero en la novela de José, todos concuerdan al mencionar que Bonita no estaba hecha con el barro de Palma Gorda, sino con esencia místicas, de más allá del puerto; si me apuran, también se piensa en la protagonista de Nueva historia de Mouchette, de Georges Bernanos, incluso en Lolita, de quien se habla sabiendo que ya es irreparable su fantasmal presencia (recordemos que los fantasmas son aquellos que cambian de costumbres y se alejan de uno), pero fuera de las confesiones de solitarios lectores y asiduos idólatras de mujeres, Pedro Isabel (personaje pivote de este libro) piensa en Bonita como en aquella revelación de Marga López en La edad de la inocencia (frente a mi cama veo las escalinatas en las que viene bajando ), un fade in a longevas referencias o un corte abrupto donde nos duele la palabra, ya carne, y sólo pensamos, es decir, vemos el abismo y de silencio estamos contagiados.
Es cierto, Bonita abreva de referencias cinematográficas, de ilustres iconos como Mario Almada; también, del mundano calor en la costa, de la lectura de cartas, de la creación de narcocorridos, pero sobre todo, de la vida, el sexo y la muerte; de la floración del mar con el sed en el desierto. Dimayuga hace de los escenarios desnudos inmuebles que decora con monólogos y aflora la nostalgia de pensar en el nombre de una mujer, de ahí la necesidad de cubrir un hueco con palabras.
Esta vaina que hoy tratamos, la radiografía de un país, nos cuenta que la irredimible vida de telenovela que llevamos, en muchas ocasiones tiene la proclividad al caos. Si la Miss Belleza Internacional, Malacón Bonita, es una mujer de luces apagadas, entonces, encontramos en este libro las marejadas emocionales: la estancia tranquila y doméstica en la chorcha de un pueblo costeño, sentimos el dolor y el estallido de una bala por la mujer que ya no tendremos, sólo en libro pues.
Ahora, desde la oralidad se hace mención a elementos cinematográficos, podría pensar uno que los diálogos de esta novela están colocados a manera de pequeños eslabones que con un segundo tratamiento serían ya un guión de cine. Eso es mi premura quizá, pero volvemos al punto; las palabras de José apuntan los tonos de cada personaje, que van desde la modalidad del chisme costeño, del tono confianzudo de quien se inventa su propio idiolecto “el igüi igüi” hasta la tragedia relatada con ensoñaciones cinematográficas, como abrir un rango imaginario de una realidad que muchos compartimos: alguien se despide de nosotros mediante magia.
Veamos el fondo, filosos vocablos que cortan y aflora la curiosidad del lector; sobre todo, por la manera en que están soterrados los monstruos que dieron vida a Bonita (Alejandra y Ezequiel), quienes son referidos en segundas capas del relato, en voz de los móviles personajes, en sonidos que fungen como el silencio a esta sinfonía que bien podría titularse Réquiem por Malacón. Pero lo importante, aunque suene a pleonasmo, es la soltura con la que se comunican los personajes, de un tranco van a otro, palabra por palabra. Dimayuga sacó filo a sus palabras, están puestos con la intención dramática de abrir un dique, de poner gasolina, citando al famoso reggeaton, rematan historias sueltas en cada capítulo, en cada charla frente a la cámara, con el reflector, bajo los ojos. Ahí están.
En las palabras de José: “el pretexto del documental es el trabajo para la escuela”, pero la curiosidad, el motor verdadero, lleva más allá de la tarea, pues cada personaje de este enjambre de murmullos (Pedro Isabel, Maya y Esther Andraca, Dora Cienfuegos, Odilón Romero y otros) se palpan la memoria para encontrar la protagonista; el también autor de Una mujer de tantas armoniza, dirige pues las voces del puerto, del calor sedimentado por cerveza y por el chisme para crear el perfil de una Helena, de un mito que reinó desde la belleza del instante.
Este libro muestra que la facultad narrativa del también autor de Afectuosamente su comadre, radica en la edificación de la protagonista; para ello, Dimayuga se vale de diversos registros tonales, hace pues la polifónica estructura de un fantasma. Apela al mito, logra sugerir que Bonita no tiene un emisor que asuma un contenido, es un mito, insisto, recreado por la cadencia verbal de una idiosincrasia peculiar: guerrerense. Y también nos dice que lo que arrastra su símbolo (Bonita) es la necesidad de designar incasablemente, de decir que uno está siendo, aunque duela: señorita Malacón, bella, musa enferma, potestad de una pureza maligna.
Cuando uno lee, desea la obra, se quiere ser la obra; es negarse a doblar la obra fuera de toda palabra fuera de la misma obra. Pasar de la lectura a la crítica es cambiarse de deseo, es no desear la obra sino el lenguaje de ésta. Por eso digamos Bonita, para alegrarnos, Dimayuga pintó una aldea, hace carne con las palabras, argumentan emocionalmente los motivos del documental que casi vemos en el libro, nos demuestra que a pesar de que se haya dicho todo, de que se acabaron los inicios, de que ya todo está contado, nos dan ganas de leer libros, novelas. Alguien, a estas alturas del tiempo, aún sueña con palabras en conjunto, apiladas en el lomo de los personajes.
Quizá Bonita, como decía líneas atrás, sea una musa enferma, pero es un decir, quizá sea que ya estoy hablando de más. Salud por Bonita y por el libro. (Texto de Federico Vite, leído el 8 de mayo en Puebla.)

EL MARRA RELOADED


Está por abrirse la cantina El Marrakesh, propiedad de Víctor y Juan Carlos, sí, los mismos de El Generalito I y EL Generalito II, fondas en las que se come como Dios manda, ubicadas en el Centro Histórico del De Efe, ora realizan un sueño largamente acariciado, la apertura de una cantina donde se podrá bailar, ligar y encontrar amigos que gusten de chelas y buena chacota, ojalá y el lugar fuera como aquel ahora ya legendario cuyo nombre también era Marrakesh y que muchos lo apodábamos el Guarra o el Marra y que se encontraba detrás del Palacio de Bellas Artes, en la década de los ochenta y allí uno se topaba con intelectuales de alta monta, vestidas, artistas, estudiantes, guachos, curas, hijas de familia y fauna nunca vista en cordial reunión y que Juan Carlos Bautista inmortalizó en su excelente poemario "El Cantar del Marrakesh", qué tiempos Dios mío, felicidades, pues, Juan Carlos y Víctor en esta nueva aventura, salucita.