Medianoche en París.

Yo creo que todos, en algún momento, hemos renegado del tiempo presente. ¿Y cómo no? Uno abre los diarios y se topa con noticias que deprimen a uno. El mundo que se presenta ante nuestros ojos no es precisamente simpático. Guerras por aquí, descuartizados por allá; violencia, hambre, ¡allanamientos! De tanto en tanto hay que echar la mirada hacia la imaginación, hacia un pasado idealizado, hacia el cine. La imaginación nos hará libres. Esta última frase es la tesis de la última peli de Woody Allen, Medianoche en París, que se acaba de estrenar en las salas chilangas. La imaginación es la puerta de emergencia de un mundo caótico, miserable y hostil. Esta tesis no es novedosa en Woody Allen; ya la había desarrollado en La Rosa púrpura del Cairo; allí nos narraba la vida de la flaquita Cecilia junto a su marido, un macho desalmado que la regañaba por nada. La única válvula de escape de Cecilia era el cine, una pasión que tarde a tarde la hacía olvidar sus penas y sumirla en un mundo de aventuras maravillosas y hombres buenos y guapos, aunque de celuloide.
Gil (Owen Wilson), el protagonista de Medianoche en París, pertenece a la misma fauna de Cecilia, la de La Rosa Purpura. Él es un escritor, vulnerable, nerviosín y con fuertes problemas para sociabilizar; el alter ego de Woody Allen pues. Hace un viaje a la capital gala en compañía de Inez (Rachel McAdams) su esposa, y sus suegros. Allá, las pláticas de sobremesa las ocupan para hablar y hablar sobre un tema que a nuestro héroe poca gracia le hace: la política gringa. Harto de ellos, Gil decide separarse de su grupo familiar, y a las doce de la noche mientras descansa sobre una banqueta ve un Peugeot que se dirige hacia él; los tripulantes lo invitan a subir. Él asciende al auto, lo llevan a una fiesta y al mundo mágico que le es tan caro a Woody Allen; pero Gil, a diferencia de Cecilia que entablaba amistad con personajes de una película, conoce a personajes que hoy día forman parte del inconsciente colectivo de todo escritor: Hemingway, Zelda,  Scott Fitzgerald, Djuna Barnes, Cole Porter, y más. En esto radica, creo yo, lo mejor de Medianoche en París, la recreación del ambiente bohemio del París de los años veinte. Gil le pide de favor a Hemingway, que lea y le comente una novela que acaba de escribir; Hemingway dice que él no es bueno para comentar libros de otros escritores, pero que está seguro que Gertrude Stein (Kathy Bates, buenísima como siempre) la leerá, y con gusto la comentará. Al otro día, mejor dicho, a la siguiente noche, Gil conocerá a Gertrude Stein y ésta le presentará a Picasso, Dalí y Buñuel. Gil aprovecha para regalarle a Buñuel la idea de El Ángel exterminador. Inez, la esposa de Gil, comienza a sospechar de la fidelidad de su marido, y contrata a un espía para saber de las andanzas nocturnas de Gil. Pero Inez no tiene éxito, Gil vive atrapado y feliz en su mundo mágico.

GARDENIA CLUB, Sensualmente melancólica.

El viaje de los cinco sentidos. 
Por José Dimayuga.
"¿Como es posible que no has ido a ver mi obra de teatro si está a sólo dos cuadras de donde vives?”, me inquirió Eloy Hernández hace una semana. Se refería a su texto Gardenia Club, sensualmente melancólica, dirigida por Lila Avilés. Alberto Castillo dijo: “Ve a verla; te va a gustar. La montaron en el interior de un trolebús estacionado en el corazón de la colonia Roma.” Les dije que no había ido porque me enteré que los actores sacaban a bailar al público; y bailar no destaca en la lista de mis grandes pasiones. Eloy dijo: “La bailada es opcional; si no te late pues no bailas y punto.” “Okey, voy a verla este sábado.” Llegó el sábado y me dirigí al mentado trolebús, en la plaza Luis Cabrera. Poco antes de abordarlo, me regalaron una copa de vino. Entré y al punto me sacó a bailar una actriz. Le pisé los callos en más de dos ocasiones; le pedí disculpas: “Es que no bailo desde hace más de un año.” Ella dijo, amable y en susurro: “No te preocupes. Esto no es un concurso.” Me preguntó mi nombre para que entrara en confianza. Se lo di y ella me dio el suyo. El talle de la chica era largo y delgado; de momento, pensé que mis dedos se cruzarían entre sus costillas. El viaje por el tiempo y a las sensaciones había comenzado. El vestuario de los actores y el bolero que entonaba un pequeño grupo musical me remitieron a un México de medio siglo atrás, cuando en nuestra ciudad las citas eran reales, ya sea en el cine o en los salones de baile que muy bien recrearon en la panza de este camión.
El baile fue la señal para que mis cinco sentidos se mantuvieran alertas. Las situaciones que los actores planteaban ante mi, en el reducido escenario, despertaban ora el gusto, luego el tacto, la vista, el olfato. Un joven nervioso se arrodilló ante mí para lustrarme las botas mientras expresaba su necesidad de amar; otra actriz me leyó el futuro en la palma de la mano; uno que parecía pachuco me cogió del brazo para llevarme al otro extremo del trolebús. Una vestida se acercó para decirme que yo la miraba de una forma diferente; se veía llorosa, levantó la mano trémula y me acarició la barba.
Gardenia Club es el resultado de intercambios de ideas entre el dramaturgo Hernández y la directora de escena, Lila Avilés; ambos concretaron en escena,  la siguiente preocupación: La sociedad de masas ha imposibilitado el contacto físico entre los individuos. Habrá que hacer algo para solventar tal carencia o, de lo contrario, la ausencia del contacto nos conducirá a una dolorosa tristeza. Mientras que, si el contacto se hace presente, nos proyectará a la euforia, a la conciencia alegre de estar vivos. Así, Hernández y Avilés, mediante los actores, nos dicen al oído que el antídoto contra la soledad es un abrazo, un saludo, una caricia, una flor. En cada sketch que conforma el texto dramático, Eloy  habla de la soledad en las ciudades sin indicar el recurso fácil de un teatrista novel: el desgarramiento de vestiduras, el grito y aspavientos. No, nada de eso. El dolor no necesariamente se expresa entre signos de admiración. Cuando un personaje mostraba la necesidad de encontrar su alma gemela a fin de regresar a la Unidad perdida de la que habla Platón, en El Banquete, la música irrumpía para menguar la pena de descubrirse abandonado. Un distanciamiento brechtiano con música de acordeón y guitarras, un contrapunto para que la progresión dramática no deviniera tragedia.
Todos los actores cantan, miran a los ojos, bailan y nos encantan con las historias que refieren; fascina el excelente trabajo: entusiastas, vigorosos, creativos y entregados a su gran pasión: el teatro.
Al final, aplaudí mucho a todo el elenco. Eloy me pidió que corriera la voz para que la gente asista al espectáculo; la temporada será muy breve. Nos despedimos. Caminé solo por la oscura calle de Córdoba; llevaba una alegría discreta a punto de ser triste.
La soledad en Gardenia Club es un bolero antiguo que cala hondo. Vale la pena asistir y disfrutar ese viaje teatral de los sentidos.
Gardenia club, sensualmente melancólica. Dramaturgia: Eloy Hernández. Todos los sábados a las 20:00 y 21:30 hrs. Plaza Luis Cabrera. Col. Roma. Reservaciones: 55 84 44 93

Lo que me mueve.



"Lo que me mueve a escribir, y lo que me movió a escribir en un lejano día de mil novecientos veintitantos, es el placer de las historias. Es algo que va más allá de la técnica; es algo que tenemos en común con los muchachos que entraban en los cafés de El Cairo y contaban las historias que hoy llamamos Las mil y una noches. Somos narradores, hay mucha gente que lo es y para esa gente hay otra que está deseando que le narren historias." Adolfo Bioy Casares.

Una historia por escribir.

(Malena Steiner y Gil Herrera)
1.    Me ha invitado Gabriel Brito a participar en una mesa, dentro de las Jornadas Alarconianas, cuyo título es “El Teatro en Guerrero, una historia por escribir.” No sé por dónde comenzar mi texto, mucho menos cómo acabarlo. El término historia me remite al tiempo pasado. Me remite a la crónica del Teatro, en Guerreo. Su historia debe  ser corta; acaso existe desde hace cincuenta años. No dispongo de tiempo ni de ganas para hurgar en archivos o bibliotecas con el propósito de extraer datos de personajes o agrupaciones teatrales que hubo en el Estado. Se me ocurren diversas pequeñas estampas, crónicas sobre mi experiencia, sobre mis amigos;  ellos son el testimonio que conozco. Hablaré brevemente de mi inicio en el teatro, que también es el inicio de mi amistad con Malena Steiner y Enrique Caballero. Una amistad que ha afianzado el teatro.
2.    En la Semana Santa de 2011, unos amigos de Tierra Colorada y yo realizamos una cena para nuestro maestro de primaria: Rafael Pastrana. Aproveché esa reunión para agradecerle a mi maestro un montaje que él dirigió en 1969 y lo representó en  el patio de la escuela Revolución Social, en Tierra Colorada, Guerrero. La anécdota de la obra aún la recuerdo: Pancho, un joven campesino, ama a su novia; pero por motivos de trabajo se va al Norte a trabajar y la novia se queda en el pueblo. Él le envía cartas de amor, y ella llora. Al final se reencuentran los amantes y viven felices al son de “Adiós mi chaparrita, no llores por tu Pancho, que si se va del Rancho, muy pronto volverá.” Si no recuerdo mal la obra se llamaba “Adiós mi Chaparrita.” El montaje escolar me impresionó porque los chamacos actores, del 6º A, simulaban ante la vista de todos, amarse, discutir, reunirse con júbilo después de una ausencia dolorosa. Un par de meses después, mi hermana Nancy puso en mis manos un libro. El título era: “Teatro rural”. Ella dijo: “De aquí sacaron la obra.” Aún conservo el ejemplar.
3.    Hay un recado de Enrique Caballero en la contestadora. No me dice qué quiere. De seguro está como yo. No sabe cómo redactar su texto que leerá en Las Jornadas. Hablaré de Enrique. Lo conocí en un viaje que hice a Acapulco a inicio de los 90. Me lo presentó Luis Zapata. Luis me dijo que Enrique era actor; estuvo en Abolición de la propiedad, de José Agustín, en el teatro La Gruta. Luis lo tenía contemplado como actor para la película Melodrama, Enrique iba a hacer el papel de detective que la señora Marga contrata para espiar las andanzas de su hijo. Después de la temporada de Abolición de la propiedad, Enrique regresó a su tierra: Acapulco. Abrió un restaurant en plena Costera. Cada vez que yo iba a Acapulco pasaba al restaurant a saludarlo. Él, generoso (acaso es el adjetivo que mejor lo describe), me invitaba a comer y a pasear. Gracias a él, conocí el pequeño ambiente teatral del Puerto.
4.    En un verano de 1995 que visité Acapulco, me agarró un tormentón que me impidió salir de mi cuarto de hotel. Me puse a escribir una obra de teatro breve, de dos personajes. La acción se desarrollaba en un cuarto de hotel. La escribí en un tirón. Mi entusiasmo fue tan grande que, a pesar de que la lluvia no escampaba, salí del hotel y me dirigí al edificio Oviedo donde se encontraba el depa de Enrique. Le dije: “Quiero leerte esto.” Al terminar la lectura, dijo: “Me gusta. Hay que montarla.” Le dije: “Y tu la actúas.” “Pero tú la diriges”, dijo. “Hecho.” Así nació la idea de montar Me duele que te vayas.
5.    A Malena Steiner la conocí en una cena, en casa de Ceci Gómez. Y la verdad, me cayó gorda. Todo por una tontería. Me preguntó, después de un rico pollo a las brazas: “¿De dónde eres, José?” Le contesté: “De Tierra Colorada.” Y ella, chupándose un diente, comentó: “Ah, claro, Tierra Colorada, en la región de la Tierra Caliente.” Le aclaré que mi pueblo no se encontraba en la región de la Tierra Caliente sino que se le consideraba parte de la Costa. Y ella terca que mi pueblo estaba en Tierra Caliente, que de allí era su amiga fulana. Y yo insistía, tratando de que se diera cuenta de su error geográfico, que mi pueblo ya formaba parte de la Costa. Incluso le canté “Tierra Colorada”, el verso de: “Baila costeñita sin perder el compás de este son.” Y fue por de más. Ella jamás reconoció su error. Con los años me daría cuenta de que la terquedad es un rasgo característico de Malena y de todos los que comparten su signo zodiacal: Tauro.
6.    Suena el teléfono: Es Enrique Caballero.
Enrique: ¿Aló?
José: Hola, Enrique.
Enrique: Te llamé hace un rato para saber cómo vas con tu texto.
José: Vengo llegando. Lo he estado redactando en estos días. ¿Tú cómo vas?
ENRIQUE: No sé cómo escribirlo.
JOSÉ: ¿Por qué no empiezas hablando de tu infancia?
ENRIQUE suelta la carcajada.
JOSÉ: ¿Por qué te ríes? ¿Te suena muy ingenuo? A mí me parecería interesante que hablaras del Teatro Tayita, aquel teatro itinerante que llegaba a Acapulco en los años sesenta; y describe a la propietaria y primera actriz: Blanquita Morones. De alguna manera ella te sembró la semilla como espectador y actor. Yo hablaré de la vez que vi por primera vez una representación teatral, en la Primaria.
ENRIQUE: Lo que escribí es una escaleta y es todo lo que pienso hacer. No soy ensayista para darle vuelo a la pluma. Lo diré de mi ronco pecho. Yo soy un actor, no soy escritor. No sé para qué me invitan a estas cosas. También te llamo porque quiero compartirte una historia que escuché hoy y pienso que te pueda interesar para escribir una obra. En el edificio donde vive Sebastián acaban de correr a unos inquilinos morosos; echaron a la calle al chavo, su hermana, el papá y la mamá. El padre y la madre acababan de llegar de  Estados Unidos; ya sabes, querían su sueño americano, en Atlanta; el hijo y la hija los dejaron con una pariente. Después de vivir 5 años en territorio gringo, a la pareja los agarró la migra. Regresaron a Acapulco, se reunieron con sus hijos y se fueron a vivir al edificio de Sebastián. Y aquí viene la parte triste. La mamá ahora es adicta a la coca. Nomás a eso fue a Estados Unidos, a pescar una adicción que le impidió trabajar en el Puerto y a relacionarse como debe de ser con los hijos. La señora, cuando no tenía la droga, se ponía mal y se azotaba contra las paredes. Los vecinos se quejaron con el dueño del edificio, y los echaron. Pero lo que yo quiero que destaques, José, es el error en el que vive la gente; confunde el bienestar con la obtención del dinero. La cosa no es así. El dinero no es la felicidad. Hay otras formas de estar bien y ser felices. ¿No te parece que se podría escribir un texto sobre esto? (PAUSA) ¿Estás allí, o ya estás en el Facebook? Oigo que estás tecleando. ¿Bueno?
JOSÉ: Te estoy escuchando, Enrique. Me parece una buena historia, pero no sé dónde meterla.
ENRIQUE: Pues yo nomás te la cuento. Ahí tú verás para que la usas. ¿Hablarás de Una mujer de tantas?
JOSÉ: No. Sólo de Hotel Pacífico. Quizás de Luna en Piscis y Pacífico Violento.
ENRIQUE: ¿Y por que no hablar de Una mujer de tantas? Por esa obra vamos a Taxco. ¡Ay, José!
7.    Enrique, Daniel Figueroa y yo comenzamos a montar Me duele que te vayas, a mediados de septiembre de 1995. En ese año, yo daba clases en una Secundaria de Pantitlán, en el D. F. Y cada viernes por la tarde, agarraba mi camión con destino a Acapulco. Ensayábamos el viernes por la noche, el sábado por la tarde, y el domingo a medio día, y ese mismo domingo yo regresaba a la ciudad de México. Para mediados de octubre, la obra ya estaba montada; pero tenía la duración de veinticinco minutos. Expresé la necesidad de escribir otro texto para que fuera un espectáculo más extenso. Enrique dijo que considerara a Malena Steiner. “¿Quéééé? ¿La señora con la que discutí en casa de Ceci Gómez?”, le pregunté. Enrique comentó que La Steiner era terca de nacimiento, pero buena actriz. Además se comprometía con el teatro como ninguno. Torcí la boca, y me puse a escribir “Bye, Bye Acapulco”. Malena hizo el papel de Olga Cuspineyra y Raúl Soto interpretó a Bobby, hijo de Olga. La anécdota es muy sencilla. Olga y su hijo se autosecuestran a fin de sacarle lana al marido. Este díptico teatral, conformado por Me duele que te vayas y Bye, bye Acapulco lo titulé Hotel Pacífico, y abrimos telón en el teatro Domingo Soler, el 18 de diciembre de 1995.
8.    Suena el teléfono. Levanto la bocina. Es Malena Steiner. Dos horas estuvimos pegados en el teléfono. Me pide de favor que le busque unos guantes porque los que usaba para su personaje de Amanda, en Una mujer de tantas, misteriosamente desaparecieron. Cuando Malena llegó a su casa, después de la última función en el teatro, La Fortaleza, en Acapulco, los guantes blancos ya no estaban. Vació su bolso, llamó a sus compañeros del montaje y nadie le dio pistas de ellos. Ha buscado en todas las tiendas de Acapulco y no encuentra de su tamaño. Me pide que se los compre en el D.F. Le pregunto que qué número es. No lo recuerda; me dice que los busque a mi medida. Dice que esa obra la va a dejar loca; son muchos los cambios de vestuario, mucha la utilería y no tiene asistente. Le digo que no se preocupe por los guantes ni por la utilería, lo importante es su trabajo actoral. La Steiner, en el papel de Amanda, está espléndida.
9.    En mi sueño de anoche me veo en una fiesta. Estoy en casa de Palola. Me despido de ella y otros amigos. Me dirijo hacia la salida. De pronto, tengo una sensación húmeda y cálida en la mano derecha. Miro hacia abajo y veo un perro que me muerde la mano. El perro no me hiere; sólo me jala para que yo regrese a la reunión. Cuando me reúno con Palola, le digo que el can no quiere que abandone la fiesta. Ella ríe y me entrega una copa. El perro suelta mi mano y le doy palmaditas en la cabeza. Despierto, y al punto me acuerdo del perro del Arcano La Luna, del Tarot. La Luna es la carta de la noche, la locura, la creatividad.
10.  Con Hotel Pacífico develamos una placa de las cincuenta representaciones en Acapulco, a finales de la primavera de 1996. En ese año ganamos el Primer Lugar en un Encuentro Estatal de Teatro que se realizó en Chilpancingo. Fue así que participamos en el Encuentro Regional de teatro, en Pachuca, Hidalgo. Y nos presentamos en las Jornadas Alarconianas de ese mismo año del 96. Y fue en Taxco donde dimos una de las últimas funciones de Hotel Pacífico y prometimos no volver a trabajar juntos porque nos hartamos unos de los otros. Algunos lo expresaron con aspavientos y malas palabras. Malena se la pasó llorando en su cuarto de hotel. Pero el teatro es una droga. Volvimos a reacaer. Malena, Enrique y yo realizamos Luna en Piscis, en 1997, una obra escrita y dirigida por mí. Enrique hacía el papel de Josafat, un vendedor de biblias; y Malena, el de Caguama Strong, una luchadora amateur. Y volvimos a trabajar en otra más: El Oso, un texto de Chéjov, que adapté al México de finales del siglo XIX. Fueron montajes que disfrutamos mucho. El Oso lo estrenamos en la Universidad Americana de Acapulco, en 2001. La pequeña temporada nos agotó. Malena y Enrique se dijeron a gritos que jamás trabajarían juntos. Yo también acabé hartito.
11.  No encuentro los guantes de Malena. He preguntado en todas las tiendas de Novias y XV años y me dicen que no hay guantes para mí. Me dicen que mis manos son del número nueve. Los que me muestran son pequeños: del 5 o 6. Pronto me iré a Taxco y no acabo todavía mi texto. No hablaré de Una Mujer de tantas, como me pidió Enrique, obra en la que él participa realizando dos personajes: Jimmy Capellini y El Payaso Viridindo. Gracias a Una mujer…, dirigida por Héctor Mújica, regresaremos a Taxco, a las XXIV Jornadas Alarconianas. Enrique, Malena y yo nos volveremos a reunir. Habíamos gritado a los cuatro viento que no trabajaríamos juntos. Pero el teatro, como el can de mi sueño, es el que nos jala de la mano para que nos reunamos en el escenario. El teatro es nuestro sueño realizado, nuestro mal y Bienestar, nuestra droga con pequeños daños colaterales que apenas alcanzan el rango de berrinche. Nuestra fiesta de tres que involucra a veces a treinta persona, a veces trescientas; pero con el deseo de que lleguen a trescientos millones los que dancemos con silbatos, máscaras y cerbatanas.
(Texto leído en las XXIV Jornadas Alarconianas, junio, 2011, en Taxco, Gro.)
 (Enrique Caballero y Patty Monroy)

UNA MUJER DE TANTAS, el Musical. Gran estreno este viernes 10 de junio de 2011, Teatro La Fortaleza, en Acapulco.

Corren los inicios de los años cincuenta. Napoleón es escritor de radionovelas; su historia "Ilusiones Marchitas" figura en el primer lugar de audiencia en la radio. Blanca Estela Garrido, alias La Coja Garrido, es su personaje central, una mujer que  fue golpeada y despreciada en el pasado. Después de un viaje a Viena, regresa a México para poner en su lugar a todo aquel que la humilló. Nadie más ha de burlarse de La Coja Garrido. Napoleón está fascinado con las andanzas de su personaje. Escribe los capítulos con frenesí.
Esta fase creadora de Napoleón será interrumpida por Amanda Castrejón, su madre, quien decide viajar, de su pueblo a la Capital, para pasar una temporada con su hijo. Napoleón la hospeda; pero nunca debió hacerlo.

DIrigida por: Héctor Mújica
Escrita por : José Dimayuga
Letra y Música: Jano Fuentes
Adolescentes y Adultos.

Actuan:
Patty Monroy
Enrique caballero
Malena Steiner
Gilberto Herrera
Nohelia Agüero
Elsa López
Ilian Blanco
Sandra Garza
Angel Padilla
Gustavo A. de la Torre
Daniella Macias
Gustavo A. Galeana
Elvis Chávez
Cristian Medina


Junio 10 8:00 pm
Junio 11 6:00 y 8:00pm

Boletos en Taquilla y en Farmacias del Ahorro (Diana-Escénica-Oceanic y Bicentenario)

Entrada General $ 200.

Informes a los tels:
7441442173
7444195449
4 8450 80 (A partir de las 5pm)

El Glostora.


“¡Ay, cómo me cae gordo ese hombre!”, decía Felipe refiriéndose a El Glostora. Y le caía mal por dos razones. No. No eran dos; sino tres. Uno: El Glostora tenía los cabellos gruesos, negros y parados que ningún aceite para el cabello podía domarlos; las grandes cantidades que se untaba eran nada ante la rebeldía capilar. Dos: El Glostora calzaba botas blancas y, según Felipe, no había hombre tan feo como aquél que anduviera trepado en un par de botas blancas. Tres: Felipe odiaba su risa estruendosa: “Cuando se carcajea, ¡todos los zanates de Palma Gorda alzan el vuelo!” Hay otra cuarta razón, se me olvidaba, y es la principal: El Glostora era el amante de doña Tema, la mamá de Felipe. Total que por donde se le viera, al revés o al derecho, de arriba para abajo, El Glostora era el ser más aborrecible del mundo. Según Felipe.
El oficio de El Glostora fue el que lo hizo aparecer, por primera vez, ante los ojos de doña Tema. Él era abonero. Primeramente, le vendió a doña Tema un juego de vasos y jarra de vidrio; luego, una colcha con un conejo estampado, y cuando le vendió un par de chanclas para Felipe, doña Tema y El Glostora iniciaron una amistad que los condujo al lecho del adulterio. Digo adulterio porque el abonero era casado; tenía mujer con dos niños en Acapulco. Pero el corazón se manda solo; cuando doña Tema se enteró de que El Glostora tenía familia, era demasiado tarde; ella lo amaba más que a nada ni a nadie. Doña Tema, apenas escuchaba la voz del Glostora que pregonaba en el callejón: “¿Hoy no van a comprar nada?”, y se transformaba todita: rápidamente cogía el peine y se lo pasaba por la cabeza; se mordía los labios y se apretaba los cachetes para que se le viera colorcito en el rostro. Luego, aparecía El Glostora en la puerta de su casa y sólo tenía ojos para él, atenciones para él, lo que quisiera y cuanto quisiera él. Y a Felipe y a Rosa eso les caía de la patada, pues, ¿cómo era posible que ese forastero se había vuelto el ser más importante de la casa? Ni que estuviera tan chulo. Porque El Glostora no era guapo; más bien, si uno veía con detenimiento su aspecto, uno llegaba a la conclusión de que su lugar estaba en la fila de los feos y no en la de los bonitos. Pero tenía algo; quizá su modo de conducirse. Era muy seguro, eso sí. Y como buen vendedor: coqueto. Por eso vendía mucha mercancía; porque a su clientela la hacía sentir muy importante y guapa. Yo llegué a escuchar que le decía a doña Tema: “Qué agradable sonrisa la suya.” Y la verdad, lo menos atractivo de doña Tema era su sonrisa; tenía los dos dientes de enfrente salidos; rasgo que, desafortunadamente, heredaron Felipe y Rosa, y les daba a los tres un aspecto aconejado. Pero, bueno, zalamerías son zalamerías. Y ante los oídos de quien nunca ha escuchado un cumplido, pues caía redondita a los pies de quien se las decía. Así fue como El Glostora conseguía vender la mercancía a todas las mujeres de Palma Gorda. Doña Tema no iba a ser la excepción. Pero ella y él fueron más allá. Se enamoraron. Mejor dicho: ella se enamoró; como debieron enamorarse dos o más palmagordeñas, deseosas de verse valoradas como ser humano ante los ojos de El Glostora, sin importarles que a cambio compraran un artículo del hogar de módica cantidad pagada en efectivo o en cómodas mensualidades. A Doña Tema, pues, se le iluminó la cara; y la vida. El humor se le volvió agradable y le nació la idea de arreglarse la dentadura; pero su propósito cayó al piso cuando el dentista le dio a entender que la compostura dental le iba a costar un ojo de la cara. Vencha Castrejón le dio unos trucos de cosmetología que doña Tema aplicó: no se pintó la totalidad de sus labios, pues eran anchos; sino sólo una rayita para que no se le vieran gruesos y, así, lo trompudo quedaba ligeramente disfrazado. Pero esa táctica fue contraproducente. Pues El Glostora al verla a medio pintar, le pidió prestado el bilet y le pintó la totalidad de sus labios a la vez que le dijo: “Usted es dueña de unos labios voluptuosos que tiene que explotar.” Y la boca amplia de doña Tema quedó rotundamente colorada como una sandía partida en dos. El Glostora, después de pintarla, le dio un beso que le llaman de pajarito, que es así por encima. Pero eso a doña Tema no le gustó y agarró al hombre del cogote y le plantó un beso como debía de ser. Cuando doña Tema vio que yo estaba en el marco de la puerta observando la escena de fuerte carga erótica, frunció el entrecejo y me dijo: “Y tú, ¿qué haces allí parado, metiche?” Entendí al punto que no me quería ver allí, y me fui.
Había ocasiones en que El Glostora aparecía en la casa de Felipe, pero doña Tema, por alguna razón, no se encontraba. Felipe le decía: “Mi mamá se fue a pagar la luz y no creo que vuelva pronto; así que haga el favor de irse, porque no hay nadie quien lo entretenga”. Y El Glostora se retiraba todo afrentado. Y pienso que el hombre pensó: “¿Y ora cómo me gano a este chamaco ladino que me odia con el mismo odio que le inspira un perro a un gato?” En otra ocasión que El Glostora no volvió a encontrar a su amada, Felipe lo recibió con otra frase igual de hiriente, pero a El Glostora, nada tonto, se le ocurrió decir: “Está bien, me voy. Mira, te doy este cuento.” Él le entregó a Felipe el Memín Pinguín. Pero Felipe lo rechazó; le aventó el cuento a la vez que le dijo: “¡Yo no quiero su cochino cuento! ¡Lléveselo!” Pero El Glostora no recogió el Memín Pinguín; allí lo dejó tirado en el piso y se fue, silbando una canción. Cuando el silbido desapareció del todo, Felipe levantó el cuento y me echó un grito: “¡José, ven para que me leas un cuento!” Felipe no sabía leer.
En esa ocasión, leímos la parte en que el Carlangas descubre que su mamá no era tan santa como él suponía. La madre vendía su cuerpo al mejor postor para sacar adelante a su chamaco y El Carlangas derramaba gruesas lágrimas al saber toda la verdad. Felipe y yo, cabeza contra cabeza, lloramos también mientras leíamos el cuento.
En el siguiente miércoles, el abonero sí encontró a doña Tema. Ella, con tal de quedar a solas con su amado, mandaba a Felipe y a Rosa a comprar cualquier chuchería que hacía falta en casa; ya fuera un kilo de azúcar, una veladora o una caja de cerillos. Felipe y Rosa salieron a la plaza a comprar lo solicitado por su mamá. Cuando regresaron a casa, vieron que doña Tema lloraba en silencio; escondía la cara para que no la descubrieran. Pero Rosa se dio cuenta y no le preguntó nada; quizá intuía que su madre había discutido con el abonero. A Felipe se le ocurrió decir: “Ay, ‘amá, mejor dejaras a ese hombre que sólo te pone melancólica.” Y doña Tema luego le replicó: “Si quieres conservar tus dientes completos, mantén el pico cerrado.” “Favor que me haría”, dijo Felipe. “¿Qué rezongaste, baboso?” “No, nada. No dije nada, ‘amá.” Y sí, muy obediente, Felipe mejor guardó silencio. La única que tenía el derecho de hablar, en ese momento, era doña Tema. Por eso le dijo a Felipe: “Los frijoles ayer los hiciste salados.” Rosa soltó una risita burlona. “Ora los hará Rosa”, dijo doña Tema. Entonces Felipe fue el que se rió. Doña Tema dijo: “No sean burlistos y pónganse a trabajar; o no les doy el cuento que les dejó Reynol.” Reynol era el nombre de El Glostora; y el cuento al que se refería doña Tema era el Memín Pinguín.
Al siguiente miércoles, El Glostora, ahora Reynol, llegó como siempre, con su balotán de mercancía; pero, para su sorpresa, no encontró a doña Tema. En cuanto Felipe lo vio en el marco de la puerta, le dijo: “Mi mamá no está; me imagino que no quiere verlo por la discusión que tuvieron la otra vez; así que se puede ir; pero antes de que se vaya, no olvide dejarme mi Memín pinguín.” El Glostora se aproximó a Felipe y le entregó la revista; dio media vuelta para retirarse, pero lo detuvo la voz de Felipe que decía: “Oiga, don Glostora: ¿Tendrá más cuentos del Memín?” Y El Glostora contestó: “En primer lugar quiero que sepas que mi nombre no es Glostora, sino Reynol Tavares; y en segundo lugar: Sí. Tengo muchos cuentos del Memín. Y también del Kalimán y El Valiente. Si te interesan, ven a mi cuarto, porque pienso tirarlos.” “¡No los tire!, se apuró Felipe, hoy por la tarde voy por ellos. ¿En dónde vive?” “Rento el cuarto número tres, de los cuartos que están detrás de la iglesia de San Jerónimo. Allí te espero.”
Felipe llegó al cuarto indicado a las cinco de la tarde. Y al otro día también llegó puntualmente a la misma hora. Y al otro día, igual. Y al otro. Todos los días estaba en el cuarto de El Glostora a las cinco de la tarde. En una de esas tardes, cuando Felipe salía del baño todo perfumado y peinado, doña Tema le preguntó: “¿Y tú a dónde vas tan catrín?” Felipe le contestó: “A unas pláticas de la Biblia que dan en la iglesia de San Jerónimo.” “Ándale, pues”, dijo doña Tema en un tonito que encerraba desconfianza y preocupación. Felipe dijo “luego nos vemos”, y salió de casa. Doña Tema se sobó la barbilla y, no satisfecha con la explicación que escuchó de su hijo, salió con dirección a la iglesia de San Jerónimo. Cuando estuvo allí, no entró, porque en el atrio se encontró a doña Cana, una viejecita gibosa, encargada del mantenimiento del templo. Le preguntó que dónde estaban las monjitas que catequizaban a los chamacos. Doña Cana le lanzó una mirada de pocos amigos para decir: “¡Aquí, esas chingadas ni vienen! Yo no sé por qué, pero a todas ésas las mandan a la iglesia del Centro. A San Jeronimito lo ven como apestado. ¡Eso a mí me enmuina mucho!” Doña Tema dio media vuelta y salió del atrio. “Piensa mal y acertarás”, se dijo a sí misma. Doña Tema caminó rodeando la iglesia hasta dar con los cuartos de don Bartolo, que rentaba para los forasteros. Doña tema sintió una quemazón en la boca del estómago; avanzó hacia el cuarto número tres y tocó con firmeza la puerta. El Glostora la abrió; estaba desnudo; agarraba con sus manos una toalla que le cubría sus partes. Él dijo: “Ah, caray. ¿Y ora, tú?” Al punto doña Tema empujó a El Glostora y entró al cuarto. Y vio lo que nunca hubiera deseado ver, pero que ya se imaginaba: Felipe, totalmente en cueros, estaba culiempinado en la cama. Al ver a su madre, pegó un brinco y se dirigió hacia la silla donde descansaban sus ropas; pero no le dio tiempo ni de ponerse los calzones porque doña Tema se abalanzó hacia él y a punta de manotazos y mentadas de madre lo sacó del cuarto número tres; a punta de mentadas y coscorrones los dos atravesaron el pueblo. Felipe llevaba las manos agarradas al sexo y sus nalguitas al aire mientras su madre detrás de él, le gritaba: “Malnacido, ¿cuál Biblia?, ¿cuáles madrecitas? Hijo de tal por cual.” Así, hechos un nudo de golpes, pena y palabrotas, entraron los dos a la Comandancia municipal. Doña Tema le pidió al Comandante que encerrara a Felipe en la peor mazmorra que estuviera disponible. “¿La razón?”, le preguntó el Comandante con sus dos pulgares metidos en la pretina del pantalón. Doña Tema dijo que su hijo y el abonero se encerraban de cinco a siete de la tarde para hacer sus cosas que sólo marido y mujer hacen en la intimidad y “si esa no es razón suficiente, que me bañen de petróleo y me avienten un cerillo prendido”, remató con la voz entrecortada. “Prefiero estar muerta que vivir con un ser como éste en mi casa.” El Comandante le dijo que no podía apresarlo porque se trataba de un menor de edad. “¿Cuántos años tienes?”, preguntó el Comandante a Felipe. “Once”, le respondió. “¡Pues enciérrelo al menos esta noche para que escarmiente!”, dijo doña Tema. Después de tanto insistir, Felipe pasó la noche en la cárcel del H. Ayuntamiento, y desnudito.
Al otro día, muy de mañana entró Felipe a su casa. Traía amarrada a su cintura una falda de hojas de almendro que los policías le pusieron para que no mostrara sus vergüenzas a la hora de atravesar el pueblo. Felipe no llegó solo. Lo acompañaba el Comandante, quien en cuanto vio a doña Tema, le dijo: “Aquí le devuelvo a su chamaco. Y por orden de don Goyo Valle, presidente constitucional de Palma Gorda, le pido de la manera más atenta que no castigue a su muchacho, de lo contrario será usted la que pasará el resto de sus días en la peor mazmorra que disponemos.” “¡Ora resulta!”, fue lo único que dijo doña Tema, y torció la boca. Cuando el Comandante se fue, Felipe descubrió que todas sus pertenencias se encontraban en el interior de una caja de cartón. Doña Tema le dijo: “Ya te empaqué todas tus cosas. Hoy por la noche saldrás para México en la corrida de las once. Allá te esperará tu tío Alejo.” “Que no se vaya, mamá”, le imploró Rosa. “Tú no te metas, babosa”, dijo doña Tema. Felipe se sentó en su cama y quedó un rato mirando al piso; luego escuchó algo como un sollozo, pero no tuvo ánimos de levantar la vista para averiguar quién era la que lloraba.

Un ojo de la cara.

Había tomado el taxi más viejo y lento de la ciudad. Iba a vuelta de rueda. Me impacienté y me bajé en San Antonio Abad. Tomé el metro, pero apenas se cerraron las puertas del vagón y fui presa de un ataque de pánico. Hacía tanto que no me daba uno. No era para menos; tenía mi primera cita con el oftalmólogo. Tengo el ojo colorado desde hace diez días. Bajé en la estación Viaducto y, de plano, tomé otro taxi. Mi cita era a las 4:00 y eran las 3:45. Afortunadamente al joven taxista le valía poco la vida y llegué a Médica Sur a las 4:10. Busqué la Torre III, tomé el ascensor y llegué al séptimo piso. La recepcionista me extendió un formulario para mi historial clínico; lo llené y se lo devolví. No habían pasado diez minutos de espera cuando la misma señorita se acercó a mí. Me pidió que la siguiera  y entramos a un pasillo con puertas a los lados. Abrió una de ellas, y dijo sonriendo: “Pase; lo espera el doctor.” La mujer se fue. Vi a un hombre moreno con bata blanca y pelos en la cara. Un oso guapo. Me tendió la mano: “Soy el doctor Branco. Haga el favor de tomar asiento.” Me condujo hacia su escritorio ante el cual se sentó. Mientras yo jalaba la silla para acomodarme, pregunté: “Oftalmólogo, ¿verdad?” Él contestó, con el entrecejo fruncido. “¿Oftalmólogo? No, señor. Soy cardiólogo.” “¿Quéééé?”, le pregunté mientras me enderezaba. “Sí, soy cardiólogo?” Por poco y me infarto. Le dije: “No puede ser. Ay, no. Hice la cita desde la semana pasada; me dijo la señorita que usted andaba en un Congreso en Sudamérica, razón por la cual hasta ahora vengo. Atravesé media ciudad y para que me salga con que usted no es oftalmólogo sino cardiólogo. ¡Mire mi ojo cómo lo traigo: es un cuajarón de sangre!” El dijo, muy tranquilo: “Claro, usted necesita que se lo revisen. ¿Quién lo recomendó conmigo?” “Un amigo de nombre Johan”, le contesté. No le referí que a Johan jamás lo he visto; es mi amigo del Facebook y me mandó con el doctor Branco después que postée mi urgencia de que alguien me recomendara a un oftalmólogo. Johan escribió que el Dr. Branco era el oftalmólogo más connotado del país. Pinche Facebook. Eso me pasa por crédulo. En cuanto encienda mi compu, eliminaré a Johan. “¿Y ahora qué hago, doctor?” El doctor Branco, todo amabilidad, dijo: “Vea a un oftalmólogo, es lo que tiene que hacer. Vaya a la Torre I, suba al quinto piso y pregunte por el doctor Jim Miraflores. Me dirigí a la salida del consultorio mientras le pedía disculpas. El oso de bata blanca me dio unas palmaditas en el hombro. “Mucha de la culpa es de la recepcionista, que no le dijo que yo soy cardiólogo. Hasta la vista”, dijo. Hasta la vista, doc.

Bejé por el ascensor, caminé hacia la Torre I y subí al quinto piso. Le dije a una de las cuatro recepcionistas: “Mi ojo está malo, y necesito cualquier oftalmólogo a la de ya.” Ella dijo que tenía las agendas apretadas de todos los doctores, pero me haría un campito con el doctor Jim Miraflores entre paciente y paciente. Esperé unos diez minutos, y la señorita me hizo pasar a un cubículo donde me recibió otro oso de bata blanca. Éste no era el doctor Miraflores sino algo así como su asistente. Me pidió que me sentara en un sillón y me hizo un examen exhaustivo de la vista. Ya saben, leer una lámina con letras grandotas y chiquitas;  pasó una luz intensa por mis ojos; me tomó la presión ocular y, al final, me vertió gotas en sendos ojos. Dijo que me fuera a la sala de espera; allí la recepcionista me aplicó más gotas para dilatarme las pupilas. “Cierre los ojos. En un momento pasará con el doctor.” Los cerré. “¿Y si me quedara ciego?”, pensé. Decía Borges que la ceguera no es de color negro sino azulado. Me imaginé con un lazarillo guiándome por la ciudad. A este mismo lazarillo lo imaginé que me leía los post del Facebook. Él mismo me describía las fotos que subían mis amistades. “Señor, ya puede pasar”, oí la voz de la recepcionista. Abrí los ojos y me dirigí a otro consultorio. “En un momento viene el doctor”, dijo la señorita y se retiró. Me senté en un sillón y apareció en seguida el doctor. Él no se me figuró un oso sino una ardilla flaca y albina; todo nerviosito. Después de echarme otra vez la luz blanca y lastimosa, dijo: “Sus ojos están en perfecto estado; no desprendimiento de retina, no infecciónn ni glaucoma.” El doctor no tomó asiento; se desplazaba de un lado a otro mientras continuaba su diagnóstico: “Lo que su ojo tiene es un simple derrame de la vena conjuntival, provocado por una tos fuerte o por pujidos de estreñimiento. ¿Tuvo usted tos o puja mucho al defecar?” “Que yo recuerde, ni lo uno ni lo otro, doctor.” Él insistió; ahora hacía el gesto de alguien que realiza un esfuerzo grande: apretó sus puños, cerró los ojos, y dobló las piernas a punto de ponerse en cuclillas. Dijo: “Así, usted hizo algo así, seguramente”. “Yo lo que quiero es que me diga cómo recuperar el blanco de mis ojos.” Él dijo: “El blanco volverá con el paso del tiempo. Sí; así es esto. Con el paso de los días la sangre desaparecerá. Le hago entrega de este gotero y se aplicará una gota cada seis horas. “Okey, doctor. Entonces, ¿ya me puedo retirar?” “Sí.” “¿Le pago a usted o a la recepcionista, doctor?” “A la recepcionista.”
Le pagué a la señorita un mil cien pesos. “Un ojo de la cara”, pensé. Y todo por una tos o un pujido que nunca hice.

(No abras el siguiente video si no te gusta el gore. ¡Cardíacos absténganse!)


Texto corto; texto largo.

"Un soneto puede ser perfecto, un relato corto puede ser casi inmejorable, una novela breve puede ser prácticamente insuperable, una novela puede tener algunos fallos que la alejen un tanto del ideal platónico que aspiraba a alcanzar. Pero el arte de la novela larga es profundamente inexacto. Una novela larga, desde el momento de su concepción, les dice adiós a la exactitud y a otros constreñimientos."
Martin Amis.

DÍA DE CAMPO


Mamá no quería darnos permiso para ir al día de campo que mi tío Fernando estaba organizando con sus hijos. Mi hermano René y yo le rogamos. Ella decía, mientras despachaba dos metros de popelina: “¡Ayúdenme a trabajar!  ¿No ven que hay mucha clientela en la tienda?” Creo que yo lloré. Harta de escuchar nuestros ruegos, mamá cedió. René y yo pegamos la carrera hacia la casa de tío Fernando donde nos esperaba junto con mis primos Feyo y Tavo. También estaban sus vecinos: Mirchi y Flavio Gudiño. Luego que vi a Flavio, me aproximé a la oreja de mi hermano para decirle que yo mejor prefería regresar a casa pues Flavio era el niño más gordo que me caía en el mundo. “¿Y por qué? ¿Qué te ha hecho?”, me preguntó también en voz baja. Le conté que  Flavio iba en el segundo B yo en el A, y él siempre me buscaba a la hora del recreo para hacerme la vida de cuadros; me robaba dinero y a veces me daba coscorrones nomás porque sí. René me regañó porque no se lo había comunicado antes. Me dijo: “No te vas a regresar a casa. ¡Pobre de Flavio si intenta ponerte la mano encima porque le parto la nariz!” Mi hermano era capaz de eso; yo lo había visto pelear y siempre ganaba él.
Caminamos callejón arriba y atravesamos la Carretera Nacional. Cruzamos un manantial en el que bebimos agua y continuamos por un sendero rodeado de árboles grandes que nos llevó a una especie de pequeño valle, justo al pie donde comienza la cuesta que va al cerro de La Cueva del Diablo. Mi primo Tavo nos pidió que no habláramos tan alto o el Diablo bajaría de su cueva para llevarnos con él. Mi tío miró la punta del cerro y señaló la Cueva; dijo: “De allí, cada tarde salen parvadas de murciélagos para chuparle la sangre a las bestias.” La frase me dio tanto miedo que aparté la mirada de la cueva y mis ojos se detuvieron en los ojos de Flavio quien, en cuanto se sintió observado, me sacó la lengua e hizo bizcos.
Mi tío extrajo un libro de su morrala; lo abrió, y dijo: “¿Ven el hongo que aparece en esta página?” Todos asentimos moviendo la cabeza. Era un hongo de cabeza larga, pero sin tronquito. Explicó: “Este hongo crece en lugares de mucha humedad y es comestible; rico en vitaminas y hace fuertes y sanos a quienes lo consumen. Les pido que miren muy bien la imagen porque, a partir de este momento, vamos a buscarlo, recolectarlo y lo llevaremos al pueblo para que lo guisen.” Mi tío Fernando nos mostró la foto, uno a uno. Después, nos dividimos en tres grupos y salimos a buscar al dichoso hongo. Feyo, Tavo y mi tío se dirigieron hacia el Norte; Mirchi y Flavio hacia el Oeste; mi hermano y yo, hacia el Sur. No nos distanciamos unos de los otros. Yo podía ver, a lo lejos, las figuras agachadas de mis primos y los otros chamacos en el momento de hurgar entre el zacate a fin de dar con los hongos. Oí la  voz de Mirchi que dijo: “¡Aquí hay muchos! ¡Encontramos una mata de hongos!” “¡Nosotros también!”, dijo mi primo Feyo. Mi hermano y yo, por más grande que pelamos los ojos, nunca hallamos nada; regresamos a nuestro punto de reunión con las manos vacías; los otros, depositaron los hongos sobre un paliacate colorado que mi tío tendió en el suelo. Mi primo Tavo, propuso que hiciéramos una segunda búsqueda y todos estuvieron de acuerdo. Menos yo. Me sentía cansado; me dolían los pies. Dije que me quedaría a cuidar los hongos mientras ellos salían a recolectarlos. Flavio dijo que se quedaría conmigo a vigilarme, para que no me fuera a comer los hongos. Todos se rieron. Menos mi hermano René, que se acercó para amenazar a Flavio: “Te quedas con José; y te advierto que si se te ocurre golpearlo, te la verás conmigo. ¿Entendiste, menso?” Flavio no contestó; levantó los hombros y le dio la espalda a René. Volteó cuando todos se marcharon. Se sentó en el pasto, miró lo hongos, y dijo: “Están rebonitos. ¿Tú has comido estas cosas?” Le dije que no. Cogió uno y comenzó a jugar con él como si se tratara de una nave espacial. “Yo ya los he comido. Mi hermana Lore y yo los comemos mucho. Bueno, no mucho. Los hemos comido en tres ocasiones. Son mi comida favorita.” Acababa de decir esto cuando se llevó la nave espacial a la boca y, sin masticarlo tanto, se lo tragó. “¡Qué buenos son!... ¿Quieres probar uno?”, preguntó y me entregó un hongo. Al tacto me gustó, era blando; lo partí en dos y lo olí. “Huele a hojas podridas”, le dije. “Pero saben a algodones de azúcar.” Era falso. Comprobé que su sabor no era dulce sino amargoso; y me lo tragué. Flavio, con el mismo tono didáctico que había usado mi tío Fernando, dijo: “El primer hongo siempre sabe a sapos; el segundo, sabe a hígados, y el tercero a miel. ¡Pura miel!” Cogió otro, le dio tres masticadas y se lo tragó. Yo no podía quedarme al margen de tamaño manjar. Cogí uno, luego otro y otro más. El sabor a miel jamás vino a mi boca. Mis tripas comenzaron a producir un ruido extraño. Sentí como si una multitud de hormigas comenzara a subir de mi estómago hasta llegar a mi lengua. “Tengo ganas de vomitar”, dije; me arquée, pero no vomité nada; era puro aire. Sin enderezarme, vi a Flavio que hacía lo mismo que yo, pero a cada arcada lanzaba un grito ronco y fuerte. Gracias a este sonido de animal herido, mi hermano y mis primos acudieron a nosotros. Mis deseos de vomitar ahora eran más grandes, pero no sacaba nada de la panza. Mirchi dijo: “Estos cabrones se comieron los hongos. Nomás dejaron uno en el paliacate. Mi cabeza la sentía como piedra, pesada; yo quería tenerla erguida, pero se desplomaba para quedarse sobre uno de mis hombros o de plano en mi espalda. Vi, entre brumas, que mi primo me agarró de los hombros y decía, con voz llorosa: “No te mueras, primo; por lo que más quieras no te mueras.”
Mi tío me levantó de los sobacos y me puso a horcajadas sobre la espalda de mi hermano. Hizo lo mismo con Flavio: lo levantó y lo puso sobre Mirchi. Así, en calidad de moribundos nos llevaron al pueblo. En cuanto entramos a la tienda, mi hermano, con el poco resuello que tenía, refirió la historia de la recolección de los hongos comestibles. Mamá nos llevó, a Flavio y a mí, al consultorio de la doctora Celia quien nos hizo beber un líquido salado que me hizo vomitar todas las comidas de mi vida; y santo remedio. Después de que nos resucitaron, me llevaron a casa. Flavio se fue a la suya con paso tembeleque. Mamá se dirigió a casa del tío Fernando para decirle hasta de lo que se iba a morir. Nunca más volvimos a hacer otro Día de Campo. Tampoco volví por los caminos de La Cueva del Diablo.

CONVOCATORIA



Certamen Internacional de Literatura Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz
Del 14 de septiembre de 2010, hasta el 23 de abril de 2011
El Gobierno del Estado de México reconoce a los autores que día a día revitalizan nuestra lengua a través del ejercicio inteligente y sensible de la palabra escrita.
BASES
Podrán participar en este certamen todas las escritoras y los escritores, cualquiera que sea su nacionalidad, que presenten obras originales e inéditas en lengua española.
El tema es libre y se podrá concursar de manera individual en uno o más de los cinco géneros que se especifícan.
Las autoras y los autores deberán remitir cuatro originales impresos (cada uno encuadernado o engargolado con la identificación clara del título y el seudónimo correspondientes) en hojas tamaño carta escritas en computadora por una sola cara, con letra Times New Roman tamaño 12 puntos, a doble espacio y con márgenes de 2.5 centímetros.
Los originales se enviarán en un sobre cerrado e identificado con el nombre del certamen, seudónimo, título del trabajo y género en el que concursan. En este sobre también se deberá incluir la plica de identificación rotulada exclusivamente con los mismos datos, la cual deberá resguardar: nombre completo, domicilio, teléfono, correo electrónico, número de pasaporte o de cualquier otro documento oficial de identidad y título del trabajo. Sólo se abrirán las plicas de las obras que resulten seleccionadas por el jurado.
Los trabajos serán dirigidos al Certamen Internacional de Literatura Letras del Bicentenario Sor Juana Inés de la Cruz, Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal: Josefa Ortiz de Domínguez #216, colonia Santa Clara, Toluca de Lerdo, Estado de México, C.P. 50090.
El período para la recepción de obras queda abierto a partir del 14 de septiembre de 2010, hasta el 23 de abril de 2011. En el caso de trabajos remitidos por correo o mensajería, se aceptarán solamente aquellos cuya fecha de envío no exceda la del límite de la convocatoria.
Quedan excluidos trabajos que hayan sido premiados en algún otro concurso, que se encuentren participando en otros certámenes o en espera de dictamen. Asimismo, serán descalificados aquellos que total o parcialmente hayan sido publicados por cualquier medio impreso o electrónico.
La entrega de una obra a este certamen implica que las autoras y autores aceptan de manera incondicional los términos de estas bases.
No se mantendrá correspondencia con los remitentes ni se facilitará información alguna relativa al seguimiento del concurso. No se devolverán los originales. Las obras no premiadas, así como las plicas correspondientes, serán destruidas.
El jurado para cada una de las modalidades deliberará en forma secreta y estará integrado por reconocidos escritores designados libremente por el comité organizador.
Además de la publicación de las obras, los premios para cada modalidad son:
Primer Lugar: 25 mil dólares
Segundo Lugar: 15 mil dólares
Tercer Lugar: 5 mil dólares
Montos que serán entregados en pesos mexicanos de acuerdo con el tipo de cambio del día de la premiación.
El fallo del jurado será inapelable y dado a conocer el 20 de julio de 2011. La ceremonia de premiación se llevará a cabo en el mes de agosto del mismo año. Los gastos de traslado de los ganadores correrán a cargo de ellos mismos.
El otorgamiento de los premios supone que las respectivas autoras o autores de las obras seleccionadas ceden en exclusiva al Gobierno del Estado de México, a través del Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal, todos los derechos para la primera edición, por lo que los premiados deberán suscribir los documentos necesarios y registrar los derechos que les corresponden en cuanto a autoría.
La decisión acerca de la modalidad en que deba efectuarse cada una de las ediciones y el sistema de distribución corresponderá única y exclusivamente al Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal, que entregará a las autoras o autores galardonados 10% (diez por ciento) del tiraje total.
Cualquier situación no prevista en la presente convocatoria será resuelta por el comité organizador.
Para mayor info, haz clic en este link: Gobierno del Estado de México

CONVOCATORIA


USA. V Premio de Teatro George Woodyard. Cierre: 15 de abril de 2011

Me complace anunciar la apertura de la quinta edición del Premio de Teatro Latinoamericano George Woodyard. Este premio fue instituido por Laurietz Seda, con el apoyo del Departamento de Lenguas Clásicas y Modernas y su sección de Español de la Universidad de Connecticut en el año 2006 en honor al Dr. George Woodyard por su incansable dedicación a este género. El Premio tiene el propósito de estimular, apoyar y promover la creación de obras teatrales de alta calidad por autores latinoamericanos y de US latinos. 
Podrán participar del premio aquellas obras en lengua castellana, con absoluta libertad temática, originales, rigurosamente inéditas y no estrenadas.
Podrán participar autores latinoamericanos residentes en su país de origen u otro país.
Podrán participar autores hispanos o de origen hispano residentes en Estados Unidos. 
No se aceptarán obras que aún siendo inéditas, hayan recibido premios o menciones en cualquier tipo de concurso. 
No se aceptarán obras que hayan participado en las ediciones anteriores de este concurso.
No se aceptarán obras enviadas por correo electrónico.
Las obras deberán estar en papel tamaño carta o A4, escritas a máquina o computadora con tamaño 12 de letra, a doble espacio y de un solo lado de la hoja. No deberán exceder de 50 páginas.
Sólo se aceptará una obra por autor.
Deberán entregarse 2 originales. Cada original deberá presentarse bajo seudónimo. En un sobre cerrado aparte, se incluirán el seudónimo y el título de la obra. Dentro del sobre se incluirá una nota donde se consignarán los datos personales del autor/autora (nombre, dirección, teléfono y correo electrónico), fotocopia del DNI o documento de identidad y una declaración firmada garantizando que la obra no ha participado en ediciones anteriores de este Premio, que no se halla pendiente de fallo de otro certamen y que el autor/la autora posee su libre disponibilidad. La declaración firmada deberá incluir además la afirmación de que la obra no viola ninguna propiedad intelectual existente y que no posee ningún tipo de contenido que pudiera dar lugar a una acción o reclamo judicial. 
El/La participante asume la total responsabilidad frente a cualquier reclamo que por presunto plagio o cualquier otra reclamación se pudiera llegar a formular en contra del Departamento de Lenguas Clásicas y Modernas, y de la Universidad de Connecticut. 
Se seleccionará un solo premio al que se le otorgarán $2,500 (sujeto a retención de impuestos de E.U ) más gastos de viaje–ida y vuelta–a la Universidad de Connecticut, gastos de estadía por dos noches y publicación de la obra en Latin American Theatre Review.
El/la ganador/a se compromete a viajar a la Universidad de Connecticut para recibir su premio y presentar una charla/ponencia o taller, según sea requerido por el Departamento de Lenguas Clásicas y Modernas de la Universidad de Connecticut. 
El jurado podrá declarar desierto el premio si a su juicio ninguna obra posee calidad para obtenerlo.
La decisión del jurado será inapelable.
Las obras no serán devueltas, incluyendo las no premiadas.
La sola presentación de originales a este concurso implica conocimiento y plena aceptación de estas bases en todos sus términos.
Cualquier duda o consulta puede ser dirigida a Laurietz Seda al mail premiodeteatro@yahoo.com

Los originales podrán enviarse por correo a la siguiente dirección hasta el 15 de abril de 2011 valiendo como comprobante el sello postal: 

Dra. Laurietz Seda
III Premio Teatral George Woodyard
Department of Modern and Classical Languages
University of Connecticut
337 Mansfield Rd, U 1057
Storrs, CT 06269


El fallo del jurado se anunciará el 15 de agosto del 20011 en la siguiente página web: http://www.languages.uconn.edu/programs/awards.html También se pueden encontrar allí los fallos de los Premios anteriores
• | 2011-01-30