Mi Santo y seña

Nunca me festejo cuando cumplo años. Será que no me celebro por costumbre. De chamaco, en mi casa les hacían fiestas a mis hermanas, a mis hermanos, pero a mí, jamás. ¿La razón? Nací un 19 de marzo, día de San José. Y San José es el santo patrón del pueblo de mi mamá: Las Mesas, Guerrero; muy cerca de Tierra Colorada, mi pueblo. Así que mi mamá, como buena devota del Santo y de su terruño, cada vez que era 19 de marzo, ella y sus hijos agarraban su maletita y nos íbamos a la fiesta de Las Mesas. Cuando llegábamos allá, todos polvosos porque la carretera era de terracería, lo primero que hacíamos era visitar la pequeña iglesia a saludar a San José. Luego, nos íbamos a casa de los abuelos a saludarlos, así como a mis tías, tíos y primos. Y aprovechando que andaba yo por allí, pues me felicitaban. Pero nada de pastel, nel; y de regalos, mucho menos. Un 19 de marzo, recuerdo que mi mamá y doña Susana me disfrazaron de San José y me treparon a una camioneta con hartos tules y chamaquitas disfrazadas de ángeles. El carro alegórico se metió por calles y callejones de Las Mesas seguido por la música de viento. Yo sentía pena cada vez que veía a algunos señores o señoras ponerse de rodillas ante el carro y se santiguaban. Tenía ganas de gritarles: “¡Oigan, yo no soy San José!” Después de ese recorrido, le pregunté a mi mamá por qué me habían metido en esa túnica de satín y puesto un muñeco en brazos. Ella dijo que había hecho una manda, pero nunca me dijo qué manda. Éste es el único evento importante que sucedió en mi infancia cuando cumplí años; día en el cual se festejaba no a mí, sino a San José. San José siempre me hizo sombra; fui la comparsa o remedo en su fiesta.
Se dice que la costumbre de llamar Pepe a los José viene de tiempos antiguos. Se escribía PP en las imágenes de San José, para indicar que él no era el padre biológico de Jesús, sino el Padre Putativo. Asimismo, cada vez que se leía un fragmento de un evangelio se añadían las iniciales PP, de allí que los José llegaron a ser Pepe. Aunque otros afirman que Giuseppe, José en italiano, dio origen al Pepe o Pepino (¡qué chinga!); o Pino, el equivalente a Pepe en italiano. Sea cual fuere el origen de Pepe a mi me parecía espantoso. Ñoñísimo. Afortunadamente, en mi casa siempre me llamaron José; jamás usaron el abominable Pepe. Si alguien, queriéndose pasar el simpático, me llamaba Pepe, yo lo ignoraba, me volvía sordo. Y por si no fuera suficiente el Pepe para incomodar a un José, la gente también me llamó: Juisé, Jochechi, Cochechi, Cheché, Chepe. Y a todos los aborrecí con igual esmero. Una vez que visitaba a mi amiguito Jando Plata, me abrió la puerta su madre quien, al verme, me dijo: “Pásate, Chepelín”. Yo sentí un cubetazo de agua fría. Y pienso que mi amiguito también sintió algo similar cuando escuchó a su madre, pues al punto, con vocecita grave la paró en seco: “¡Su nombre es José! No le llames Chepelín.” Santo remedio; jamás volví a escuchar el Chepelín. Mi cariño por Jando aumentó. Pero no toda la vida fui alérgico a los sobrenombres. El Pepe lo integré a mi vida cuando llegué al CCH. Entonces gozaba de cierta popularidad entre mis amigas. Ellas me mimaban mucho y me llamaban Pepe. Años más tarde, Arturo Viveros, quien ya pasó a mejor vida, me apodó Pepe Di, el Di como apócope de mi apellido: Dimayuga. Y es así como me llaman mis amigos más cercanos, un tanto de cariño y un tanto en chunga que he llegado a asimilar sin tanto pedo.
Pero mi nombre es José; así es como más a gusto me siento.