SENSIBLES


(Amancio Orta, en Sensibles. 2001.)
Por Luis Zapata.
El otro día, cuando planeábamos venir a Voces en Tinta para la presentación de este libro de José Dimayuga, dijo Angelina que le encantaba País de sensibles, una de las dos obras que contiene el volumen: dijo, además, que era una obra muy fuerte (aunque seguramente usó otro término) y que le recordaba mucho a Tennessee Williams. No creo que esté muy lejos de la verdad el comentario de nuestra amiga Angelina, y no creo que le desagrade a José la mención de Tennessee: José es el más sureño de todos los escritores surianos: en las páginas de sus textos es fácil percibir ecos de Carson Mccullers, Flannery O’Connor, el mismo Williams, Truman Capote, Faulkner, etcétera. A todos estos, y a otros que se me escapan, los ha leído José con reverencia y con provecho; reitero lo obvio, lo de todos sabido: José Dimayuga nació y vivió muchos años en Tierra Colorada, o, en su ficción literaria, Palma Gorda, el Deep South guerrerense.
País de sensibles no sólo le gusta a Angelina, claro: también la celebró el jurado del Concurso Nacional de Obras de Teatro, organizado por la Sogem y la UNAM, pues le dio el primer lugar en 1994. Y les gustó a Mónica Serna y a José Enrique Gorlero, que la llevaron a escena en una puesta memorable. Y tuvo muchos fans más, entre los que me cuento: también Angélica María, después de verla en su última función de la temporada en 1996, llamó a José Dimayuga el mejor dramaturgo de México. Me gustaría tratar de desentrañar en qué consiste el misterio de Dimayuga para escribir obras de teatro que no pierdan su vigencia; no sólo eso: que parezcan mejorar con el tiempo. La clave está, me parece, en los personajes, a los que dota de una realidad rotunda y brutal, incluso a los personajes amables, como los de Afectuosamente, su comadre.
Dimayuga construye a sus personajes confiriéndoles gestos peculiarísimos, aun en detalles que pueden parecer banales; sus personalidades son elaboradas minuciosamente, como si Dimayuga estuviera haciendo un pesadillesco mural hiperrealista de una clase social que está a punto de extinguirse. Por ejemplo, Imelda, la protagonista de País de sensibles, es una madre mexicana que quiere ser moderna, o, más que eso, anticonvencional, como si pretendiera escapar a su condición socioeconómica y a cada paso que diera, se empantanara aún más. Imelda se pone al tú por tú con sus hijos, tratándolos más como si fueran sus hermanos. Se siente, como muchas madres de ahora, como muchas mujeres narcisistamente sensibles, una autoridad en todo: sabe desde cómo vender tupperware hasta qué hacer en caso de que a alguien le dé un ataque de pánico.
Pero en realidad la maestría de que hace gala Dimayuga al construir a sus personajes se da mediante el lenguaje, particularísimo para cada uno de ellos. Veamos un ejemplo: dice Imelda: “… ¿Sabes que me compré un traje de baño imitación leopardo? Me queda rebonito… Estaba en oferta y no iba a desperdiciar la oportunidad. Tu padre me hubiera felicitado; ya ves cómo le encantaban los felinos. Además, nunca cesó de alabarme mi cuerpo; bueno, no solamente él; figúrate que en una ocasión, delante de sus ojos, un señor se me acercó muy campante y me dice… ‘Hola, ¿estudias o trabajas?... Ya sé, usted es una extranjera que visita por primera vez mi país…’”
Imposible confundir la manera de hablar de Imelda con la de su hija, Haydée: “Sí, parezco una idiota diciendo esto, pero… ¿Sabes? Él para mí era como un trago de tequila: me daba tanta seguridad… calor. Me sentía viva. Él creía en todo lo que yo hacía o decía, él me tomaba en serio… Claro, me puedes decir que como ya se murió, me pongo a destacar sus virtudes.”
En cambio, Beto, el hijo, se expresa así: “El güey tiene todos los achaques de una solterona. Le hace falta una verga, alguien que se lo parche.” Cada loco con su tema, cada personaje con su propio modo de expresión.

Por si no bastara una nueva edición de País de sensibles, José Dimayuga nos ofrece también, en el libro que presentamos esta noche, La forma exacta de percibir las cosas. La reunión de estos dos textos dramáticos en Sensibles no podía ser más afortunada: una obra del pasado y otra reciente, recientísima. Una obra con visos melodramáticos, si no es que trágicos, y otra, una comedia delirante. Una obra más o menos larga, y otra, más o menos corta. Las dos se complementan muy bien: parecerían haber sido creadas para esta afortunada convivencia.
En La forma exacta  de percibir las cosas, José Dimayuga procede con la habilidad a que nos tiene acostumbrados, y nos presenta, así sin más ni más, de golpe y porrazo, a los dos protagonistas de su obra, Paulino y Frank, que constituyen una pareja, formada, adivinamos, muchos años antes… Se conocen todas las costumbres, todas las manías, y parecen quererse con ese amor intolerante que a veces produce el trato prolongado. No necesitamos saber más de los personajes: éstos se nos van revelando conforme avanzamos en la lectura, o avanza la representación.
No quisiera adelantar nada de la trama, para no echar a perder la sorpresa que seguramente constituirá para muchos lectores o espectadores. Baste decir que en La forma exacta de percibir las cosas, hay noches de insomnio, pleitos de pareja, celulares arrojados al mar, tragedias insólitamente cómicas, recuerdos de la juventud, con su debida dosis de añoranza, historias dentro de la historia, duelos, funciones de ópera, sillas de ruedas, y así, como dicen los chavos. Los ingredientes de este exótico platillo no podían ser más variados, ni más explosivos.



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