Otelo al betún

Acababa yo de llegar de Palma Gorda cuando sonó el teléfono: era Sergio; me invitaba al teatro, a la función de prensa de la obra Otelo, de Shakespeare, bajo la dirección de Claudia Ríos. Me comí dos mangos y me fui al Centro Cultural Universitario con Sergio. Un trafical en Insurgentes nos hizo llegar a las 7:15 de la noche: la función ya había comenzado. Nos sentamos en la parte de arriba. El escenario estaba pelón: no muebles, ni objeto alguno que apoyara a los actores; a izquierda, derecha y al fondo del escenario sólo se levantaban mamparas patinadas que de tanto en tanto se abrían las del fondo para vislumbrar un paisaje harto nebuloso, gris triste. Sergio y yo llegamos cuando el papá de Desdémona (Ana de la Reguera) reniega de ella porque se enamoró de un moro, Otelo, interpretado por Hernán Mendoza que, en un principio, no lo reconocí porque se veía prieto debido al betún que le untaron antes de entrar a escena. Desdémona, pequeñita de estatura pero de altas decisiones, resuelve juntarse con el moreno porque lo ama. ¡Ay, pero cómo es la gente de envidiosa, porque apenas ve que a alguien le va bien y comienza a ponerle piedrotas en el camino para que tropiece! Yago (Carlos Corona) comienza a meterle malos pensamientos a Otelo; le dice que Desdémona le pone el cuerno con Casio. Otelo no da crédito. Y Yago, terco que sí; y consigue muestras palpables: el famoso pañito de Desdémona. A Otelo le da tanta rabia que el betún de la cara, a la altura del segundo acto, se le derritió. Pero ni falta hacía el betún porque a esas alturas yo estaba convencido de que no era Hernán Mendoza al que tenía enfrente, sino al mismísimo Otelo con sus negras intenciones. Así, pues, después de mesarse las mechas, encerrado en el infierno de sus celos y de las mamparas del escenario, el Moro urde la forma para solventar su fama que hiciera pedazos una mala mujer, según él. Y Desdémona, con argumentos suplicantes le dice a Otelo que eso es falso, que ella es una mujer honesta y sólo ama a él. También Emilia (Cecilia Suárez) quiere disuadirlo de esas ideas, pero lo único que gana es que le digan “puta, vete de aquí”. A Otelo ya no lo calienta ni el sol, porque “los celos son un monstruo” que lo han poseído y lo conducirán a su malévolo plan: Desdémona sucumbe ante el apretón de pescuezo que le da su furioso marido. La pobre paga una falta que nunca cometió. Y uno acaba emocionado y agradecido por el trabajo excelente de Cecilia, Ana y Hernán.
A cuatro siglos de distancia Otelo nos sigue provocando pavor y atracción; y no por la maldad que vemos en escena, sino por la maldad que proyectamos en ella. William Shakespeare, bien dijo Chesterton, nos describió a nosotros.

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