¿Y QUÉ FUE DE BONITA MALACÓN?, fragmento de novela.

MAYA Y ESTHER ANDRACA


— Yo fui amiga de la mamá de Bonita Malacón cuando éramos muchachas. Es más, y no es que me quiera hacer la muy importante, pero yo presenté a Janda con Ezequiel Malacón en un baile de Navidad, en el salón del H. Ayuntamiento. Esa misma noche se conocieron y se hicieron novios, duraron ocho meses de noviazgo y… se casaron. Fue cosa nomás que se pusiera uno frente al otro para que cayeran enamorados. Como de película. Quién lo iba a creer: sin mí, óyelo bien, Bonita no hubiera nacido ni hubiéramos tenido una Belleza Internacional.
— Ora resulta.
— Por eso lo advertí, Esther: no es que me las quiera dar de muy muy, pero si no los presento, Bonita no nace. Así de sencillo.
— Bueno, pues sí.
— Después que Janda se casó, ella y yo continuamos nuestra amistad.
— Sí, me acuerdo.
— Nos pasábamos todas las tardes juntas, platicando de sonsera y media. Chismes del pueblo porque, ¿de qué otra cosa se va a hablar aquí?: que si Fulanita salió embarazada, que si Zutano tenía querida en El Carrizal, que si en la boda de Perengana habían dado la comida aceda, que si/
— El joven nos vino a preguntar por la vida de Bonita, no la de la mamá. Mucho menos de la tuya, Maya.
— ¡Ay, pero si también la historia de Alejandra forma parte de la historia de Bonita! ¡Ella le dio la vida! ¿No, joven?... ¿Ya ves, Esther? Tú ayudarás mucho si te mantienes con el pico cerrado. Cada vez que hablas es para interrumpir a lo tonto; no aportas nada.
— Ya, pues.
— Decía entonces que… Oye, muchacho, ¿no está muy fuerte ese reflector? Me irrita los ojos.
— Si lo apaga no vas a salir bien en la televisión.
— Qué problema. Bueno, pues a ver qué tanto aguanto; si no, hasta donde se pueda. Decía que yo era la única amiga de Janda.
— Yo también fui su amiga.
— Y esa amistad me hacía mucho bien. En este pueblo infernal, con muy poca gente se puede conversar como es debido. Con Janda hicimos muy buena mancuerna; en todo nos entendíamos a las mil maravillas. Fíjate cómo estábamos de compenetradas que llegamos a inventar un idioma para que nadie se enterara de lo que hablábamos. Al idioma este le llamamos “igui-igui”, porque al final de cada sílaba le pegábamos el sonido “gui”. Te voy a explicar: si decíamos “hola”, había que decirlo así: “Hogui lagui.” “Hogui lagui, ¿cogui mogui eguis taguis?” Estábamos locas de la cabeza. No sólo nos traía diversión hablar en “igui-igui”, también nos trajo una desgracia: por culpa de esta lengua me echaron de la casa de Janda. Es que no nos medimos. En una ocasión, delante de Ezequiel se nos ocurrió hablar en nuestro idioma, y orita no me acuerdo qué cosa dijimos, pero nos dio una risa que no podíamos parar. Y Ezequiel, como no comprendía, creyó que nos estábamos burlando de él y… pues me echó de su casa. “En mi casa no te vas a burlar de mí. Así que ahuecando el ala.” Y me fui.
— Y por celos. Ezequiel te tenía celos.
— Sí, por celos.
— Ezequiel creía que Janda y tú tenían más que una inocente amistad.
— Esther…
— Eran mentiras.
— Sí eran mentiras. Los celos son una cosa que alteran la visión y el oído de quien los padece. De modo que la persona celosa muchas veces pasa por loquito, porque percibe el mundo como nadie lo percibe. Ezequiel me atribuyó cosas que nada tenían que ver conmigo; dijo que yo tramaba romper su matrimonio para que Janda tuviera sólo atenciones para mí. ¡Por favor! Si yo los presenté, caray. Pero, bueno, ya dije, los celos son una enfermedad. Al principio fue diferente, los tres nos llevábamos muy bien. Inclusive, a él le hacían gracia las anécdotas que yo les platicaba de mi trabajo.
— Pero di cuál era tu trabajo.
— Yo tenía la concesión de la cervecería de la Corona y en ese tiempo, salía en mi camioneta a repartir la mercancía. Entonces ya te imaginarás todas las cosas chuscas que vi y escuché; se las refería a ellos y se botaban de la risa. Creo que me volví su diversión. Incluso, yo les regalaba cortesías para que entraran sin pagar en las variedades que traía la Corona. La niña Bonita tenía como diez meses de edad cuando le empezaron sus celos a Ezequiel. ¡Tampoco me permitía que abrazara a la niña! Dijo que a la mejor se iba a acostumbrar a mis brazos y eso no era bueno. De plano, una vez que me dice: “Tú no puedes rivalizar conmigo, Maya. A Janda jamás le darás lo que yo sí puedo darle.” “¿Qué quieres decir Ezequiel?”, le pregunté. Y el tonto que dice: “!Te quiero decir que abandones las intenciones de conquistar a mi mujer! ¿No entiendes?” Mira, yo estuve a punto de lanzarle un golpe, pero me arrepentí. Qué caso tenía dejarle un marido inválido a Janda. Nomás le dije: “Estás mal, Ezequiel. Estás mal.” Y allí fue cuando me dijo: “Así que pinta tu calavera.”
— ¿O Ezequiel no estaría enamorado de ti, Maya?
— ¡Cómo crees!
— Digo.
— Él estaba enamorado de Janda. No inventes, por favor. Nomás quería que su mujer tuviera atenciones para él y para nadie más. Le molestaba que yo u otro se acercara a ella. Se puso mal de la cabeza. Así son los celos: uno ve moros con tranchetes.
— Di, pues, que Janda era simpática de cara y cuerpo; si no, no se entenderán los celos de su marido.
— Ah, sí, claro. Además, dueña de una personalidad impactante. Yo pienso, fíjate, que Janda era mucho más bonita que Bonita. Valga la redundancia.
— Cuenta lo de la filmación en Omitlán.
— Qué bueno que me lo recuerdas. Cuando vinieron a filmar “Río de pasiones”, aquí en el río Omitlán, los productores, mientras comían en el restaurán “Perlita”, vieron pasar a Janda. Ella todavía no se casaba. Y, pues, quedaron prendados de la muchacha. Ni tardos ni perezosos corrieron a casa de mi amiga a ofrecerle no sé qué tantas ofertas de trabajo en el cine. Pero su padre se sintió ofendido cuando escuchó el interés de los productores por ella. Les dijo a los hombres que esa no era vida para una señorita como Janda. “Así que se me van a enchinchar a otro lugar”, les dijo.
— Pero menciona la grosería que dijo el papá de Janda a los productores.
— “No quiero putas en mi familia.”
— Ji, ji, ji. ji.
— El señor estaba convencido de que el cine era un gran burdel. Y, pues, no la dejó ser artista.
— A mí me consta que Abel Salazar, el actor de esa misma película, cuando vio a Janda, la quijada se le cayó al suelo de la impresión. ¡Yo lo miré con estos ojos! Él estaba estudiando unas hojas, sentado en el mismo restaurán, cuando vio a Janda que cruzaba la calle.
— Yolanda Varela, compañera de película de Abel Salazar, no era tan bonita como mi amiga Janda.
— Tienes razón, Maya. Janda es la causa de la belleza de Bonita.
— Ay, pero qué lindo bebé fue Bonita. Cómo me gustaba cargarla y hacerle travesuras. “Yo voy a ser su madrina, ¿eh, Janda?”, le propuse antes de que a Ezequiel se le metiera el chamuco. Y los dos estuvieron de acuerdo con que fuéramos compadres. Pero el sacerdote se opuso, que porque yo no estaba casada. ¡Odié a ese padre y a toda la bola de santitos de la iglesia!
— No blasfemes. El padre Paco se negó, no porque fueras soltera, sino por todos los chismes que se decían de ti. Por esa misma época te peleaste a trancazos con Aníbal Cué porque te gritó “machorra” en una procesión de Semana Santa. De la golpiza le vino una embolia.
— ¡La embolia le vino porque era un borrachales! ¿A quién, dime tú, se le ocurre ir a una procesión en estado de embriaguez y bajo el sol de abril? Yo nomás le di un cuatepín. Insolación y borrachera, imagínate. Claro que el hombre cae al suelo, no por el golpe, más bien por lo borracho, le da una embolia y todos dicen: “Maya se la provocó.”
— Y el padre, igual pensó que tú lo habías amolado. Por eso te negó el madrinazgo de Bonita.
— Pues de a tiro tan sonso el padre, que no se informó bien cómo estuvo el asunto. Tampoco me iba yo a dejar que me llamara “machorra” aquel teporocho. ¿Por qué razón, si yo me doy a respetar?
— Eras muy atrabancada.
— Esto lo vas a cortar, ¿verdad, joven? Conste. Y tú, Esther, mejor fueras por mis gotas; ya no aguanto mis ojos. Te decía que… ¡Pero anda, ve, están sobre la repisa!... Entonces, me dice Janda: “No serás la madrina, pero nos podemos decir comadres.” “Uy, no, así de chismito no me gusta; ni que fuéramos escuinclas para andar jugando a las comadritas”, le dije. Y a mí me dio tanto coraje, tanto sentimiento esa afrenta que no asistí a la fiesta de bautizo. Los padrinos fueron Juan y Chica Pino. Esa tarde me la pasé encamada, llore y llore. No obstante me quedaba un consuelo: le puso el nombre que yo le sugerí: Bonita… ¿Cómo dices?... ¡Pues porque estaba Bonita la chamaca! Esa era la única razón. Fíjate, si no meto mi cuchara, su nombre hubiera sido Carmen.
— Pero cuéntale de dónde sacaste el nombre.
— Ya dije: porque estaba bonita. ¿Y mis gotas?
— Ya voy, pero cuéntale lo de los gringos.
— Ah, sí. El nombre de Bonita lo escuché en la tienda Novedades Nancy, la vez que fui a comprar una faja para uno de mis chalanes. Al mismo tiempo, entró un grupo de gringos; y una gringa pecosa, que hablaba español como Dios le daba a entender, le decía a don Arturo que quería un “ponchou”. Y, pues, andaba errada la mujer porque aquí con tremendos calorones nadie usa ponchos ni mañanitas. El grupo de gringos ya había salido de la tienda; menos la gringa, terca que quería su “ponchou”. Entonces, un gringo negro de cabello pochunco, le gritó a la gringa, desde la calle: “¡Bonita, come here!”, que en español quiere decir: “Bonita, ya vente para acá.”
— No hay necesidad de que traduzcas. De seguro el joven sabe más inglés que tú.
— Y la gringa, necia que su “ponchou”. Y el gringo prieto: “¡Bonita, que te vengas!” La gringa se resignó y salió a reunirse con sus paisanos. Yo me quedé pensando: “Es curioso que siendo gringa y fea se llame Bonita.” Desde entonces se me quedó grabado el nombre. Ya cuando nació la hija de Janda, me dije: “A ésta sí le iría bien el nombre de Bonita y Bonita será.”
— Aunque el nombre de Carmen no le hubiera ido tan mal a la chamaca. También es un nombre simpático.
— Pero nada como Bonita. Ella nació para ese nombre.
— Eso sí.

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