de Nicolás Ruiz.**
El bicho
es la cosa más familiar, la más común, se podría decir que la más íntima. Ahí
está siempre, inmiscuido en todo el asunto, observando, desde su privilegiada
posición de adicto a la luz, cualquier movimiento del hogar al que se
entromete. El bicho se mete por la ventana, debajo de la puerta, por el
resquicio más pequeño y, como al agua, no hay quien lo pare. Al bicho le
importan poco nuestras precarias delimitaciones, eso del espacio íntimo, de la
puerta con candado tirado, de las cortinas cerradas. El bicho, incluso, si se
le antoja por ahí, si queda en su insaciable naturaleza de vividor anónimo, va
a violar el espacio más sagrado y, como si fuera cada uno su refrigerador de
confianza, perfora nuestra piel sin consideraciones para darse ese bocadillo de
pasada.
Y
ahí está, tal vez, que éste sea el primer bicho dramático. No, no es el bicho
con propensión al drama, la alimaña que gusta del berrinche o la garrapata
afamada que se escabulle abajo del abigarrado vestuario de alguna luminaria de
Broadway.
El
primer bicho dramático, el más tremendo e irrespetuoso, es el autor de teatro.
Y en esto, no me pueden decir que no, José Dimayuga, es un tremendo bichote.
Ahí está la forma en que se mete por el escondrijo de la repisa, la ventana, la
puerta, para observar, con todo y guiño caleidoscópico, la intimidad cualquiera
de algún lugar muy vivo, muy cerrado, muy secreto.
Porque
hay algo en sus diálogos que se siente más que real, como lo real agarrado del
cogote, usurpado de debajo de algún tapete, observado con esa distancia con la
que la mosca ve una fruta muy madura: ahí hay algún alimento, carburante
delicioso y demasiado dulce, algo agrio también, por momentos sabrosamente
podrido, de las pequeñas vidas humanas. Nada más en las tres obras cortas que
componen tan divertido y bello libro que aquí presentamos, está la intimidad
diseccionada de esas vidas comunes, con historias que se repetirán por los
siglos, con todos los tintes que desplegamos en la intimidad natural de
nuestros diálogos: pequeños odios, grandes odios, celos, cachetadas, risas,
cogidas, secuestros familiares, amores familiares, y todo lo adorablemente
terrible que viene con lo familiar.
Algo
hay de esa sensación de intimidad en La
hora de los mosquitos que viene de los monólogos encontrados que remplazan
algo, ese pasado ya muy pasado que se platica como anécdota, cada una en cada
boca de sus protagonistas, difiriendo en los sucesos y la forma de percibirlos.
Los diálogos transpuestos, desplazados, van de boca en boca con la familiaridad
del convivio, como sí, a pesar de nuestra distancia del papel o de nuestra
butaca tristemente asignada, estuviéramos en verdad platicando en algún lugar,
whisky en medio y una poderosa razón anecdótica como suficiente excusa para el
encuentro. Cada personaje cuenta su versión de una historia familiar de engaños
y necesidades y es, justamente, en la forma de contar, en el diálogo que cada
uno recuerda, que vemos los pequeños trazos de caracteres individuales, de las
ricas vidas internas que se asoman a través del ojo curioso y prestado del
dramaturgo parado en la pared, en la pared, en la pared.
Hay una tremenda novela angoleña contemporánea,
El vendedor de pasados de José
Eduardo Agualusa en la que la vida íntima de un escritor de ficciones
biográficas peculiarmente realistas está contada por su compañero, el más fiel
de los amigos, una iguana que se pasea, amodorrada siempre, entre las repisas
polvorientas de libros. Para la iguana, la hora de los mosquitos es la hora de
la cena. En esa casa, se podrá uno imaginar, con una iguana tan tragona, no hay
bichos. Pero ahí está que el reptil suspicaz suple la función del bicho como
observador externo, privilegiado, del acontecer íntimo de una vida. Todo para
decir que si el protagonista, Félix Ventura, no hubiese tenido una iguana como
mascota, su historia hubiera podido ser contada por algún bicho felizmente a
salvo, inmóvil e insospechado en alguna pared, en algún techo.
Y en esto algo más. El bicho tiene algo de
insignificancia glorificada. Hay algo altivo en su pequeño tamaño. Porque el
bicho es cotidiano e invisible, estamos permanentemente rodeados de una
cantidad inimaginable de organismos que revolotean, se arrastran y juegan sus
vidas a nuestro alrededor. Sólo cuando los percibimos, y aquí hablo en buen
chilango completamente desacostumbrado a todo contacto natural que no sea la
gota de sudor del sobaco penetrante de mi vecino en el metro, esa gota que
también corre como bicho poco bienvenido; sólo cuando percibimos al insecto es
que se pone en jaque toda la superioridad natural de nuestro lugar privilegiado
en la cadena alimenticia con el grito repentino de “¡Ay! Un bicho” o “Que
alguien me mate ese bicho antes de que me dé el telele” o toda escena aséptica
con la que con mucho decoro nos paramos imponentes frente al bicho amenazante
convertido en gigante venenoso para entrecerrar un ojo y calcular, “Chona,
páseme ahora la chancla que a éste me lo chingo a distancia”.
Todo esto para decir que también como bicho se
pintan las situaciones, las pequeñas vidas de los demás, el transcurrir de la
vida de los otros, atrás de algún zaguán, de cualquier pared, abriendo esa
puerta. No hay escándalo de lo ínfimo, de lo pequeño y cotidiano hasta que de
repente lo encontramos de cara. El mundo que nos rodea lleno de estas vidas que
revolotean a nuestro alrededor y que apenas percibimos hasta que con grito de
espanto, placer, satisfacción, complicidad y risa que no se contiene, el
dramaturgo nos muestra a dónde apuntar la chancla de nuestras miradas. Ahí está
el poder revelado de la vida cotidiana, tan llena de pasiones que quieren
escenificarse, que se escenifican, a su manera, entre letras, con actores, o en
la sensación de una plática con otros whiskeys más de por medio.
Las vidas relatadas de estos personajes, de
Chema y de Lucy, de Víctor y David, de Bobby el gordito de las Yolis con el que
comparto, ya a este punto, dicho como confidencia, el sufrimiento por la
garganta seca, se observan también como bichos que se niegan al alfiler, que se
rebelan contra el papel que los atrapa y que logran platicarnos más allá de la
distancia que nos separa. Ahí están los hijos del autor como huevecillos
puestos en el frutero de la variedad vital del puerto de Acapulco, son esas drosofilas
de vida propia que revolotean en su creación, los personajes de su mundo, cada
uno con su drama. Y todos estos personajes se perfilan ante nuestra mirada con
la solidez completa no ya de la función de un circo de pulgas, mecanismo
imaginario de imanes y movimiento necesario, sino como pulgas en el
microscopio: vivas, reales, tan lejanas como casi palpables. Y el discurso
balconea: dicen mucho los esnobismos de Pamela, el desprendimiento de Lucy, la
necesidad de Víctor, dicen mucho de ellos mismos como a confesión sacada, sin
querer decirlo y en cada uno de los colores que despliegan, como en las alas de
las mariposas, hay códigos de reproducción y apego, en todo, caminos
migratorios.
Y claro estamos nosotros, lectores,
espectadores, cautivados. Otro tipo de bicho ¿verdad? Un bicho de otra calaña,
bicho voraz y medio torpe como esos mayates pesados que insistentemente se
pegan con la pantalla de la lámpara, tendiendo hacia la luz y acaban golpeando
cualquier otro vidrio de ventana. Te acercas a ese mundo casi palpable y
cercano hacia el que estiras el brazo para alcanzar el whisky en Las Mañanitas de Cuernavaca, con el que
te quieres unir a la conversación; acercarte a Daniel y decirle, cuando menos
uno de esos dichos de sabio, cargados de ancestral conocimiento “loco o no
Daniel, sensible artista o desencantado novio, qué mal pedo hermano”. O ¿por
qué no? presenciar uno de los escándalos dramáticos de loca deshilvanada que se
avienta Pamela y regresarle una cachetada a Víctor; o bueno, de nuevo con la
sed, compartir una Yoli y unos cheetos con el pobre del Bobby. Pero claro, la
ventana, y uno es un mayate allá afuera que sólo quiere más de esa luz cuando
va amaneciendo, la luz del colorido que pasa dentro de toda casa, la intimidad
compartida que permite el ojo-mosca del dramaturgo, las vidas entrecruzadas de
esos personajes-mariposa y sus colores.
Y vamos a otra cosa. Que estos son los bichos
del título de la primera obra que compone este libro y que me parecía ya
fabuloso antes de agarrarlo en contexto. Porque ¿cuál es la distancia que se
tiene entre el cotidiano playero y esta ciudad en la que se extinguieron las
luciérnagas a punta de faroles? La hora del mosquito en mi imaginario chilango es
la hora del repelente para evitar moverte, la hora mágica de Pie de la Cuesta
con la cincuenteava cerveza destapada y la sensación satisfactoria que ésta, al
menos, no se va a calentar tan rápido. La hora del atardecer hermoso,
impresionante y el sonido amplificado de las olas. La hora que sabemos
pertenece a los mosquitos porque, en efecto, ese repelente no sirvió de un
carajo. En todo caso es una hora pasiva de turista que dice completamente otra
cosa para el que la vive cotidianamente: para el habitante del puerto, en esa
hora suceden más cosas que atardeceres, se descubren hilos más negros que la
noche que se anuncia, la vida sigue a pesar de los bichos. Ahí una sutileza en
la diferencia de la percepción del tiempo: la hora incómoda de los piquetes
vuelve molesto, fuera de la brisa, el andar cotidiano que no para, los dramas
familiares que estallan, la vida que se desenvuelve, sin la consideración turística
medida en litros de colonia Sanborns desperdiciada o de sangre donada a la
barriga de esos aguijoneadores del recuerdo irritante.
Y así, hablando de piquetes, cada vez queda más
claro que todos tenemos ronchas que nos rasquen, que no hay piquete que no deje
huellas, que a pesar del temor de los bichos, cuando la hora se acerca, todos
seguimos saliendo a buscar, una y otra vez, ese alguien, otro alguien, alguien diferente,
el mismo alguien, que nos pica.
Dice
la leyenda que en esas regiones lejanas y salvajes en que habitan los hombres
llamados argentinos se utiliza el verbo bichar, que aquí viene muy al caso. La
aplicación del verbo con el ejemplo: “Esa gente imprudente que se asoma a
bichar por la ventana las peleas de un hogar próspero” o, dentro del hogar
próspero en que se pelea: “¿Qué le pasa a ese, nada más bichó aquí dentro y se
fue?” o esas combinaciones simpáticas de verbo y apelativo cariñoso “Bicho, ¿vos
sólo venís a bichar?” Así es, dice la leyenda de aquél sabio al que se le
preguntan las cosas más inoportunas del habla lejana de los habitantes remotos
del globo, el famoso don Google, para que le recriminen a él mi error que tanta
costumbre lingüística no me cabe, tan retacado estoy de mi propio argot, que
bichar, en efecto se refiere a curiosear, chismorrear, metichear entre las
ocurrencias que suceden o bien entre los cacharros de algún negocio. Y bueno
aquí ya cabemos, finalmente, completándonos para entender quiénes pueden ser
todos los bichos dramáticos: el lector que bichea como mayate tras la ventana,
los bichos, personajes multicolores, que revolotean en la intimidad de los
escrito, el ojo bichoso del autor clavado e imperceptible en algún techo sobre
la intimidad de su mundo, las vidas de los demás como bichos imperceptibles y
siempre dignos de fijarse de un chanclazo.
Y bueno,
yo, bicho raro que no mal bicho, que no dudé en pedirle a José que me invitara
a presentar un libro que aún no había leído. Como siempre que me lo he
encontrado en sus letras, la apuesta se cumple y se paga con creces y no hay
nada más que podría decir salvo que estos bichos dramáticos son una verdadera
delicia para el mieloso paladar lector. También puedo decir, finalmente, que
agarré por demasiado tiempo el papel de mosca y que si me quise hundir tanto en
esta sopa no fue para arruinarles el apetito sino para señalarles que vale la
pena ahogarse en su sabrosura. Paremos, que en boca cerrada no entran… gracias.
* Texto leído por Nicolás Ruiz durante la presentación del libro La hora de los mosquitos, de José Dimayuga, en la librería Voces en Tinta, en D. F., 12 de septiembre de 2014.
** Nicolás Ruiz Berruecos es licenciado en letras francesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Actualmente cursa una maestría en Literatura Comparada en la misma institución con una tesis sobre los mecanismos metaliterarios en tres autores de lengua inglesa, francesa y portuguesa. Sus intereses giran en torno al teatro, al cine y al cómic. Mientras estudia, colabora en diferentes medios electrónicos e impresos escribiendo comentarios, opiniones y reseñas.