Por Ernesto
Reséndiz Oikión
El pasado 12 de septiembre leí este texto en la presentación
de Sensibles, de José Dimayuga, que
se llevó a cabo en la librería Voces en tinta. Tuve el gusto de compartir la
mesa con el escritor Luis Zapata, el actor Gabriel Castillo y el autor.
Cuando menos lo esperamos, nuestras
vidas se colapsan, sin avisar ni pedir permiso. Estoy en la sala de espera de
urgencias de la Cruz Roja, de Polanco, es la noche del lunes y mi hermana será
operada en la madrugada. Mis nervios están a punto del quebranto y para no ir a
parar al quirófano decido terminar de leer Sensibles,
aferrarme a la lectura como la única medicina posible. La literatura tiene un
componente terapéutico, y el teatro, en particular, posibilita la catarsis de
nuestros cuerpos ensimismados.
Sensibles es una publicación de 2012 de la
editorial Praxis en coedición con el Instituto Guerrerense de Cultura, consta
de dos obras de teatro de José Dimayuga (Tierra Colorada, Guerrero, 1960): País de sensibles y La forma exacta de percibir las cosas. En 1994, País de sensibles ganó el primer lugar
en el Concurso Nacional de Obras de Teatro, convocado por la Sociedad General
de Escritores de México (Sogem) y la Universidad Nacional Autónoma de México
(UNAM). Con este melodrama, Dimayuga se confirmaba entonces como una voz de
primer orden en la dramaturgia mexicana. Dieciocho años después, los lectores y
las personas que gustan de hacerle al teatro, podemos tener una pieza de
intensidades arrebatadas que es la gran metáfora de las familias mexicanas. ¿Acaso
no es el melodrama el analfabetismo de nuestros corazones? La circulación de País de sensibles en un país de
destrucciones y pérdidas sensibles es una estupenda noticia.
Un gato lleva serenata al conejo que
vive en la luna. José Dimayuga es el conejo que persigue la imaginación de
Alicia en el país de las maravillas. En el teatro, ese país de las mil y una
maravillas, Dimayuga es un conejo con mirada despavorida y perspicaz que sale
del sombrero del mago. ¡Y cuando menos lo esperas salta la liebre y el
dramaturgo sorprende con su talento! El título de esta obra me parece en suma
afortunado: País de sensibles es una
metáfora hermosa, poesía en estado puro.
Si el título me encanta, el nombre de
una de las protagonistas me hace sonreír: Haydée. Mi hermana, con la salud
apachurrada, también se llama Aideé. El mismo nombre pero con ortografía
distinta. La de la ficción lleva una hache muda y una “y griega”. La de carne y
hueso no es muda, le duele el cuerpo, y tiene una “i latina”. Haydée siempre ha
sido un nombre extraño en un México de apelativos tan absurdos como
“Masiosare”. La Haydée construida con el material de los sueños es una persona
rara. Su madre Imelda le insiste en que es una “rara” y ella se reconoce como
tal. Rara como su nombre. Imelda, por su parte, es una Yocasta mexicana de
cincuenta años, para mejores referencias es Imelda Castañeda, viuda de
Menchaca. Y aquí hay un pequeño guiño, porque el otro apellido de José Dimayuga
es, precisamente, Castañeda. Otra característica que comparte Imelda con su
creador es su tendencia a las preocupaciones: “soy ligeramente nerviosita”,
confiesa. Hasta aquí terminan los puntos en común entre una viuda y su
dramaturgo.
País
de sensibles
está incluido atinadamente en la colección Juan Ruiz de Alarcón, porque José
Dimayuga, al igual que su paisano, el novohispano Juan Ruiz de Alarcón, tiene
un dominio en la construcción de personajes y, sobre todo, una maestría en la
creación de universos femeninos verosímiles, desbordados y de enorme
complejidad emocional. En un panorama general de autores varones
imposibilitados de ir más allá de un esbozo simple de mujer, Dimayuga con mucha
frescura imagina en escena mujeres de cuerpo entero. Con sus miserias, sus
carencias emocionales y la posibilidad de decidir sobre lo que ya no quieren
padecer. Imelda y Haydée, mamá e hija, que atraviesan una tensión de pronóstico
reservado en una fecha apocalíptica: la víspera del 10 de mayo, el mexicano día
de las madres.
El lector es testigo de las
transformaciones personales de ambas protagonistas. Imelda aparece, en un
principio, como la abnegada madre mexicana que aprendió a perdonarlo todo, una
viuda que se siente vieja y está cansada de tantas desdichas, siempre abrumada
por el estrés y los nervios, adoradora de Elvis Presley, de su hijo Beto y de
la bebida, alcohólica sin anonimato; pero poco a poco esa maquillada
resignación muestra sus claroscuros: el chantaje emocional, la condescendencia
con Beto, la mentira solapada, el narcisismo como proyección fiel del espejo de
sus deseos y la crueldad de su severa maternidad para con la hija hasta llegar
al odio.
Haydée comparte con su madre el gusto
por el chupe. Las fiestas familiares y las borracheras son perfectas para
decirse las verdades, en esta oportunidad Haydée arrebatará la verdad que
desconoce. Desde que pisó la cárcel ella quedó marcada. Poco sobrevivió de la
chamaquita tartamuda, tímida hasta la introversión, medio misántropa, insegura
e ingenua; ahora es una mujer de treinta años que pasó seis de ellos en el
tambo por un asesinato que no cometió: el crimen contra su amado Javier. Sin
embargo, de ninguna manera es una víctima ni se victimiza, Haydée es una flaca
que tras las rejas se tituló en la profesión de ser una “güevona de tiempo
completo”, que fuma sus buenos cigarros como se esfumaron esos años en la
prisión. La escuincla temerosa como conejito indefenso se convirtió en la
adolescente que se acostó con su hermano Beto para golpear a su madre donde más
le doliera.
El incesto, tema tan
caro para observar las pasiones humanas, es resuelto de una forma atractiva
para no caer en una tragedia ya muchas veces representada. A lo largo de los
tres actos, las acciones son reducidas y concentradas, aunque en la última
parte se incrementan; en realidad, Dimayuga no es un autor que colme a sus
personajes de efectos, conductas, movimientos y tareas a realizar. Su
dramaturgia, en cambio, brilla por la exploración de personalidades complejas y
contradictorias. A los personajes de Dimayuga los vamos conociendo por sus
discursos que nos iluminan sus pensamientos y sentimientos más íntimos. Las
palabras y dichos de Imelda, Haydée y Beto configuran un retrato de sus
personalidades. Esto implica un reto estimulante para los actores, que más que
preocuparse en aprender una serie de acciones, deben centrar su atención en dar
voz a la ternura y la violencia sin tregua de los parientes, las personas que
se pueden apoyar o hacer más daño.
La familia como microcosmos de una
sociedad desgarrada por la violencia. Una parentela como metáfora de un país
destruido. O, como sucede en el sueño de Imelda, la familia es la imagen de un
barco hundiéndose, donde las ratas huyen despavoridas, al grito de sálvese
quien pueda. Una visión nada conformista con la realidad social. José Dimayuga
también realiza en País de sensibles
una crítica puntual, pero apoyada en la sutil ironía, a este país muchas veces
insensible a las injusticias y la violencia de todos los días.
En la sala de urgencias, mientras
esperábamos el parte médico sobre la operación de mi hermana Aideé, le conté
emocionado a la mamá de mi cuñado el triángulo de Imelda, Haydée y Beto. Doña
Rebeca también se emocionó conmigo. Le conté que la lectura me sirvió como válvula
de escape de las tensiones de esa tarde, le expliqué que la posibilidad de
imaginar en mi mente un escenario donde los tres personajes cobraban existencia
era signo claro de que el material dramático late con intensidad en las páginas
de Dimayuga, en espera de que un director lo transforme en teatro encarnado.
Si en País de sensibles el nombre de Puerto Ventura aparece apenas
mencionado como el horizonte de una posible reconciliación, en La forma exacta de percibir las cosas Puerto
Ventura ya es el espacio ideal para que se desarrolle una comedia ágil sobre
una pareja homosexual en dos momentos de su vida: Frank y Paulino. Ambos tienen
55 años, quince de ellos los han pasado en la convivencia que del romance cayó
en la rutina. En esta obra de menor extensión, Dimayuga explota con gran tino
dosis de buen humor desternillante, el resultado es una historia divertida y
entrañable.
La
forma exacta de percibir las cosas es también un homenaje al poder de la imaginación y la
literatura. La historia me recuerda por su calidad a La verdad sospechosa, de Juan Ruiz de Alarcón. En ambos dramaturgos
se descubre la fascinación por el aura mágica de la ficción y su capacidad para
construir mundos invisibles, que, por virtud de la palabra, son reales e
irrumpen en la realidad misma. La imaginación, hermana de la locura, siempre
acusada de propagar mentiras, es, en el fondo, la otra verdad. La imaginación
es la verdad sospechosa y también es la forma exacta de percibir las cosas.
En la relación de pareja de Frank y
Paulino está la combinación clara de los opuestos: Frank es apasionado,
entusiasta, imaginativo, abierto de mente y de piernas, un hombre que disfruta
contar con detalles los chismes y las historias y, además, es celoso, él es
toda una loca que confirma la expresión “la imaginación, la loca de la casa”;
en el polo más lejano está Paulino, un gay gruñón, racional, escéptico de todo
y crítico implacable.
Frank propenso a interactuar con el
México mágico se hace amigo de un fantasma singular y maricón: Louis Henry,
médico francés, nacido en Lille, Francia, y eterno enamorado de Maximiliano de
Habsburgo. La narración de Frank soluciona de forma estupenda los eternos
rumores jamás confirmados sobre la presunta homosexualidad de Maximiliano. En
lugar de inventarle más al mito con improbables deseos heterodoxos de Max,
Dimayuga prefiere ahondar en la ficción y con acierto cuenta el amor platónico,
jamás consumado, de Louis Henry, por su monarca. La descripción, después del
fusilamiento del Habsburgo, expresa un homoerotismo necrofílico: “El mismísimo
Louis Henry, más agobiado que la misma Carlota, fue a Querétaro y cuando entró
a la casa donde el cadáver yacía, casi se desploma y no precisamente por el
susto sino por la belleza desnuda que se tendía sobre una mesa de caoba. Frente
a él se encontraba el muerto más hermoso del siglo XIX; todo agujerado, pero el
rostro se veía bello y pálido como un alcatraz.”
Paulino se parece en galanura al
emperador destronado y Frank le informa que, por esa razón, el fantasma de
Louis Henry quiere coger con él. En este punto, José Dimayuga resuelve bien el
riquísimo encuentro sexual entre el vivo y el fantasma, porque en lugar de
poner en escena un burdo momento lúbrico, tan común en cierto ámbito comercial,
pone en boca de Paulino la narración detallada de su escarceo con el ente del
más allá. Y en el más acá, provoca que la excitación del público se potencie
porque cada quien recrea libremente todas las intensidades del deseo
compartido. Se trata de un discurso erótico que consigue recrearnos en el gozo
sin repetir los lugares comunes.
El ingenio de Dimayuga es tan fino que,
a partir de este punto climático, los papeles de Frank y Paulino se invierten
de forma convincente, verosímil y genial: porque ahora Paulino será el crédulo
y Frank, el escéptico; es decir, cada uno asume la perspectiva del otro, se encuentra
en la otra mirada y con la posibilidad de acercarse a la forma exacta de
percibir las cosas. No contaré el final aquí, por eso los invito a leer este
libro que me permitió tomar un respiro del hospital, ese otro país de
sensibles; y tener una pausa en la enfermedad, esa otra forma exacta de
percibir las cosas (o de negarlas).
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