El Glostora.


“¡Ay, cómo me cae gordo ese hombre!”, decía Felipe refiriéndose a El Glostora. Y le caía mal por dos razones. No. No eran dos; sino tres. Uno: El Glostora tenía los cabellos gruesos, negros y parados que ningún aceite para el cabello podía domarlos; las grandes cantidades que se untaba eran nada ante la rebeldía capilar. Dos: El Glostora calzaba botas blancas y, según Felipe, no había hombre tan feo como aquél que anduviera trepado en un par de botas blancas. Tres: Felipe odiaba su risa estruendosa: “Cuando se carcajea, ¡todos los zanates de Palma Gorda alzan el vuelo!” Hay otra cuarta razón, se me olvidaba, y es la principal: El Glostora era el amante de doña Tema, la mamá de Felipe. Total que por donde se le viera, al revés o al derecho, de arriba para abajo, El Glostora era el ser más aborrecible del mundo. Según Felipe.
El oficio de El Glostora fue el que lo hizo aparecer, por primera vez, ante los ojos de doña Tema. Él era abonero. Primeramente, le vendió a doña Tema un juego de vasos y jarra de vidrio; luego, una colcha con un conejo estampado, y cuando le vendió un par de chanclas para Felipe, doña Tema y El Glostora iniciaron una amistad que los condujo al lecho del adulterio. Digo adulterio porque el abonero era casado; tenía mujer con dos niños en Acapulco. Pero el corazón se manda solo; cuando doña Tema se enteró de que El Glostora tenía familia, era demasiado tarde; ella lo amaba más que a nada ni a nadie. Doña Tema, apenas escuchaba la voz del Glostora que pregonaba en el callejón: “¿Hoy no van a comprar nada?”, y se transformaba todita: rápidamente cogía el peine y se lo pasaba por la cabeza; se mordía los labios y se apretaba los cachetes para que se le viera colorcito en el rostro. Luego, aparecía El Glostora en la puerta de su casa y sólo tenía ojos para él, atenciones para él, lo que quisiera y cuanto quisiera él. Y a Felipe y a Rosa eso les caía de la patada, pues, ¿cómo era posible que ese forastero se había vuelto el ser más importante de la casa? Ni que estuviera tan chulo. Porque El Glostora no era guapo; más bien, si uno veía con detenimiento su aspecto, uno llegaba a la conclusión de que su lugar estaba en la fila de los feos y no en la de los bonitos. Pero tenía algo; quizá su modo de conducirse. Era muy seguro, eso sí. Y como buen vendedor: coqueto. Por eso vendía mucha mercancía; porque a su clientela la hacía sentir muy importante y guapa. Yo llegué a escuchar que le decía a doña Tema: “Qué agradable sonrisa la suya.” Y la verdad, lo menos atractivo de doña Tema era su sonrisa; tenía los dos dientes de enfrente salidos; rasgo que, desafortunadamente, heredaron Felipe y Rosa, y les daba a los tres un aspecto aconejado. Pero, bueno, zalamerías son zalamerías. Y ante los oídos de quien nunca ha escuchado un cumplido, pues caía redondita a los pies de quien se las decía. Así fue como El Glostora conseguía vender la mercancía a todas las mujeres de Palma Gorda. Doña Tema no iba a ser la excepción. Pero ella y él fueron más allá. Se enamoraron. Mejor dicho: ella se enamoró; como debieron enamorarse dos o más palmagordeñas, deseosas de verse valoradas como ser humano ante los ojos de El Glostora, sin importarles que a cambio compraran un artículo del hogar de módica cantidad pagada en efectivo o en cómodas mensualidades. A Doña Tema, pues, se le iluminó la cara; y la vida. El humor se le volvió agradable y le nació la idea de arreglarse la dentadura; pero su propósito cayó al piso cuando el dentista le dio a entender que la compostura dental le iba a costar un ojo de la cara. Vencha Castrejón le dio unos trucos de cosmetología que doña Tema aplicó: no se pintó la totalidad de sus labios, pues eran anchos; sino sólo una rayita para que no se le vieran gruesos y, así, lo trompudo quedaba ligeramente disfrazado. Pero esa táctica fue contraproducente. Pues El Glostora al verla a medio pintar, le pidió prestado el bilet y le pintó la totalidad de sus labios a la vez que le dijo: “Usted es dueña de unos labios voluptuosos que tiene que explotar.” Y la boca amplia de doña Tema quedó rotundamente colorada como una sandía partida en dos. El Glostora, después de pintarla, le dio un beso que le llaman de pajarito, que es así por encima. Pero eso a doña Tema no le gustó y agarró al hombre del cogote y le plantó un beso como debía de ser. Cuando doña Tema vio que yo estaba en el marco de la puerta observando la escena de fuerte carga erótica, frunció el entrecejo y me dijo: “Y tú, ¿qué haces allí parado, metiche?” Entendí al punto que no me quería ver allí, y me fui.
Había ocasiones en que El Glostora aparecía en la casa de Felipe, pero doña Tema, por alguna razón, no se encontraba. Felipe le decía: “Mi mamá se fue a pagar la luz y no creo que vuelva pronto; así que haga el favor de irse, porque no hay nadie quien lo entretenga”. Y El Glostora se retiraba todo afrentado. Y pienso que el hombre pensó: “¿Y ora cómo me gano a este chamaco ladino que me odia con el mismo odio que le inspira un perro a un gato?” En otra ocasión que El Glostora no volvió a encontrar a su amada, Felipe lo recibió con otra frase igual de hiriente, pero a El Glostora, nada tonto, se le ocurrió decir: “Está bien, me voy. Mira, te doy este cuento.” Él le entregó a Felipe el Memín Pinguín. Pero Felipe lo rechazó; le aventó el cuento a la vez que le dijo: “¡Yo no quiero su cochino cuento! ¡Lléveselo!” Pero El Glostora no recogió el Memín Pinguín; allí lo dejó tirado en el piso y se fue, silbando una canción. Cuando el silbido desapareció del todo, Felipe levantó el cuento y me echó un grito: “¡José, ven para que me leas un cuento!” Felipe no sabía leer.
En esa ocasión, leímos la parte en que el Carlangas descubre que su mamá no era tan santa como él suponía. La madre vendía su cuerpo al mejor postor para sacar adelante a su chamaco y El Carlangas derramaba gruesas lágrimas al saber toda la verdad. Felipe y yo, cabeza contra cabeza, lloramos también mientras leíamos el cuento.
En el siguiente miércoles, el abonero sí encontró a doña Tema. Ella, con tal de quedar a solas con su amado, mandaba a Felipe y a Rosa a comprar cualquier chuchería que hacía falta en casa; ya fuera un kilo de azúcar, una veladora o una caja de cerillos. Felipe y Rosa salieron a la plaza a comprar lo solicitado por su mamá. Cuando regresaron a casa, vieron que doña Tema lloraba en silencio; escondía la cara para que no la descubrieran. Pero Rosa se dio cuenta y no le preguntó nada; quizá intuía que su madre había discutido con el abonero. A Felipe se le ocurrió decir: “Ay, ‘amá, mejor dejaras a ese hombre que sólo te pone melancólica.” Y doña Tema luego le replicó: “Si quieres conservar tus dientes completos, mantén el pico cerrado.” “Favor que me haría”, dijo Felipe. “¿Qué rezongaste, baboso?” “No, nada. No dije nada, ‘amá.” Y sí, muy obediente, Felipe mejor guardó silencio. La única que tenía el derecho de hablar, en ese momento, era doña Tema. Por eso le dijo a Felipe: “Los frijoles ayer los hiciste salados.” Rosa soltó una risita burlona. “Ora los hará Rosa”, dijo doña Tema. Entonces Felipe fue el que se rió. Doña Tema dijo: “No sean burlistos y pónganse a trabajar; o no les doy el cuento que les dejó Reynol.” Reynol era el nombre de El Glostora; y el cuento al que se refería doña Tema era el Memín Pinguín.
Al siguiente miércoles, El Glostora, ahora Reynol, llegó como siempre, con su balotán de mercancía; pero, para su sorpresa, no encontró a doña Tema. En cuanto Felipe lo vio en el marco de la puerta, le dijo: “Mi mamá no está; me imagino que no quiere verlo por la discusión que tuvieron la otra vez; así que se puede ir; pero antes de que se vaya, no olvide dejarme mi Memín pinguín.” El Glostora se aproximó a Felipe y le entregó la revista; dio media vuelta para retirarse, pero lo detuvo la voz de Felipe que decía: “Oiga, don Glostora: ¿Tendrá más cuentos del Memín?” Y El Glostora contestó: “En primer lugar quiero que sepas que mi nombre no es Glostora, sino Reynol Tavares; y en segundo lugar: Sí. Tengo muchos cuentos del Memín. Y también del Kalimán y El Valiente. Si te interesan, ven a mi cuarto, porque pienso tirarlos.” “¡No los tire!, se apuró Felipe, hoy por la tarde voy por ellos. ¿En dónde vive?” “Rento el cuarto número tres, de los cuartos que están detrás de la iglesia de San Jerónimo. Allí te espero.”
Felipe llegó al cuarto indicado a las cinco de la tarde. Y al otro día también llegó puntualmente a la misma hora. Y al otro día, igual. Y al otro. Todos los días estaba en el cuarto de El Glostora a las cinco de la tarde. En una de esas tardes, cuando Felipe salía del baño todo perfumado y peinado, doña Tema le preguntó: “¿Y tú a dónde vas tan catrín?” Felipe le contestó: “A unas pláticas de la Biblia que dan en la iglesia de San Jerónimo.” “Ándale, pues”, dijo doña Tema en un tonito que encerraba desconfianza y preocupación. Felipe dijo “luego nos vemos”, y salió de casa. Doña Tema se sobó la barbilla y, no satisfecha con la explicación que escuchó de su hijo, salió con dirección a la iglesia de San Jerónimo. Cuando estuvo allí, no entró, porque en el atrio se encontró a doña Cana, una viejecita gibosa, encargada del mantenimiento del templo. Le preguntó que dónde estaban las monjitas que catequizaban a los chamacos. Doña Cana le lanzó una mirada de pocos amigos para decir: “¡Aquí, esas chingadas ni vienen! Yo no sé por qué, pero a todas ésas las mandan a la iglesia del Centro. A San Jeronimito lo ven como apestado. ¡Eso a mí me enmuina mucho!” Doña Tema dio media vuelta y salió del atrio. “Piensa mal y acertarás”, se dijo a sí misma. Doña Tema caminó rodeando la iglesia hasta dar con los cuartos de don Bartolo, que rentaba para los forasteros. Doña tema sintió una quemazón en la boca del estómago; avanzó hacia el cuarto número tres y tocó con firmeza la puerta. El Glostora la abrió; estaba desnudo; agarraba con sus manos una toalla que le cubría sus partes. Él dijo: “Ah, caray. ¿Y ora, tú?” Al punto doña Tema empujó a El Glostora y entró al cuarto. Y vio lo que nunca hubiera deseado ver, pero que ya se imaginaba: Felipe, totalmente en cueros, estaba culiempinado en la cama. Al ver a su madre, pegó un brinco y se dirigió hacia la silla donde descansaban sus ropas; pero no le dio tiempo ni de ponerse los calzones porque doña Tema se abalanzó hacia él y a punta de manotazos y mentadas de madre lo sacó del cuarto número tres; a punta de mentadas y coscorrones los dos atravesaron el pueblo. Felipe llevaba las manos agarradas al sexo y sus nalguitas al aire mientras su madre detrás de él, le gritaba: “Malnacido, ¿cuál Biblia?, ¿cuáles madrecitas? Hijo de tal por cual.” Así, hechos un nudo de golpes, pena y palabrotas, entraron los dos a la Comandancia municipal. Doña Tema le pidió al Comandante que encerrara a Felipe en la peor mazmorra que estuviera disponible. “¿La razón?”, le preguntó el Comandante con sus dos pulgares metidos en la pretina del pantalón. Doña Tema dijo que su hijo y el abonero se encerraban de cinco a siete de la tarde para hacer sus cosas que sólo marido y mujer hacen en la intimidad y “si esa no es razón suficiente, que me bañen de petróleo y me avienten un cerillo prendido”, remató con la voz entrecortada. “Prefiero estar muerta que vivir con un ser como éste en mi casa.” El Comandante le dijo que no podía apresarlo porque se trataba de un menor de edad. “¿Cuántos años tienes?”, preguntó el Comandante a Felipe. “Once”, le respondió. “¡Pues enciérrelo al menos esta noche para que escarmiente!”, dijo doña Tema. Después de tanto insistir, Felipe pasó la noche en la cárcel del H. Ayuntamiento, y desnudito.
Al otro día, muy de mañana entró Felipe a su casa. Traía amarrada a su cintura una falda de hojas de almendro que los policías le pusieron para que no mostrara sus vergüenzas a la hora de atravesar el pueblo. Felipe no llegó solo. Lo acompañaba el Comandante, quien en cuanto vio a doña Tema, le dijo: “Aquí le devuelvo a su chamaco. Y por orden de don Goyo Valle, presidente constitucional de Palma Gorda, le pido de la manera más atenta que no castigue a su muchacho, de lo contrario será usted la que pasará el resto de sus días en la peor mazmorra que disponemos.” “¡Ora resulta!”, fue lo único que dijo doña Tema, y torció la boca. Cuando el Comandante se fue, Felipe descubrió que todas sus pertenencias se encontraban en el interior de una caja de cartón. Doña Tema le dijo: “Ya te empaqué todas tus cosas. Hoy por la noche saldrás para México en la corrida de las once. Allá te esperará tu tío Alejo.” “Que no se vaya, mamá”, le imploró Rosa. “Tú no te metas, babosa”, dijo doña Tema. Felipe se sentó en su cama y quedó un rato mirando al piso; luego escuchó algo como un sollozo, pero no tuvo ánimos de levantar la vista para averiguar quién era la que lloraba.

Un ojo de la cara.

Había tomado el taxi más viejo y lento de la ciudad. Iba a vuelta de rueda. Me impacienté y me bajé en San Antonio Abad. Tomé el metro, pero apenas se cerraron las puertas del vagón y fui presa de un ataque de pánico. Hacía tanto que no me daba uno. No era para menos; tenía mi primera cita con el oftalmólogo. Tengo el ojo colorado desde hace diez días. Bajé en la estación Viaducto y, de plano, tomé otro taxi. Mi cita era a las 4:00 y eran las 3:45. Afortunadamente al joven taxista le valía poco la vida y llegué a Médica Sur a las 4:10. Busqué la Torre III, tomé el ascensor y llegué al séptimo piso. La recepcionista me extendió un formulario para mi historial clínico; lo llené y se lo devolví. No habían pasado diez minutos de espera cuando la misma señorita se acercó a mí. Me pidió que la siguiera  y entramos a un pasillo con puertas a los lados. Abrió una de ellas, y dijo sonriendo: “Pase; lo espera el doctor.” La mujer se fue. Vi a un hombre moreno con bata blanca y pelos en la cara. Un oso guapo. Me tendió la mano: “Soy el doctor Branco. Haga el favor de tomar asiento.” Me condujo hacia su escritorio ante el cual se sentó. Mientras yo jalaba la silla para acomodarme, pregunté: “Oftalmólogo, ¿verdad?” Él contestó, con el entrecejo fruncido. “¿Oftalmólogo? No, señor. Soy cardiólogo.” “¿Quéééé?”, le pregunté mientras me enderezaba. “Sí, soy cardiólogo?” Por poco y me infarto. Le dije: “No puede ser. Ay, no. Hice la cita desde la semana pasada; me dijo la señorita que usted andaba en un Congreso en Sudamérica, razón por la cual hasta ahora vengo. Atravesé media ciudad y para que me salga con que usted no es oftalmólogo sino cardiólogo. ¡Mire mi ojo cómo lo traigo: es un cuajarón de sangre!” El dijo, muy tranquilo: “Claro, usted necesita que se lo revisen. ¿Quién lo recomendó conmigo?” “Un amigo de nombre Johan”, le contesté. No le referí que a Johan jamás lo he visto; es mi amigo del Facebook y me mandó con el doctor Branco después que postée mi urgencia de que alguien me recomendara a un oftalmólogo. Johan escribió que el Dr. Branco era el oftalmólogo más connotado del país. Pinche Facebook. Eso me pasa por crédulo. En cuanto encienda mi compu, eliminaré a Johan. “¿Y ahora qué hago, doctor?” El doctor Branco, todo amabilidad, dijo: “Vea a un oftalmólogo, es lo que tiene que hacer. Vaya a la Torre I, suba al quinto piso y pregunte por el doctor Jim Miraflores. Me dirigí a la salida del consultorio mientras le pedía disculpas. El oso de bata blanca me dio unas palmaditas en el hombro. “Mucha de la culpa es de la recepcionista, que no le dijo que yo soy cardiólogo. Hasta la vista”, dijo. Hasta la vista, doc.

Bejé por el ascensor, caminé hacia la Torre I y subí al quinto piso. Le dije a una de las cuatro recepcionistas: “Mi ojo está malo, y necesito cualquier oftalmólogo a la de ya.” Ella dijo que tenía las agendas apretadas de todos los doctores, pero me haría un campito con el doctor Jim Miraflores entre paciente y paciente. Esperé unos diez minutos, y la señorita me hizo pasar a un cubículo donde me recibió otro oso de bata blanca. Éste no era el doctor Miraflores sino algo así como su asistente. Me pidió que me sentara en un sillón y me hizo un examen exhaustivo de la vista. Ya saben, leer una lámina con letras grandotas y chiquitas;  pasó una luz intensa por mis ojos; me tomó la presión ocular y, al final, me vertió gotas en sendos ojos. Dijo que me fuera a la sala de espera; allí la recepcionista me aplicó más gotas para dilatarme las pupilas. “Cierre los ojos. En un momento pasará con el doctor.” Los cerré. “¿Y si me quedara ciego?”, pensé. Decía Borges que la ceguera no es de color negro sino azulado. Me imaginé con un lazarillo guiándome por la ciudad. A este mismo lazarillo lo imaginé que me leía los post del Facebook. Él mismo me describía las fotos que subían mis amistades. “Señor, ya puede pasar”, oí la voz de la recepcionista. Abrí los ojos y me dirigí a otro consultorio. “En un momento viene el doctor”, dijo la señorita y se retiró. Me senté en un sillón y apareció en seguida el doctor. Él no se me figuró un oso sino una ardilla flaca y albina; todo nerviosito. Después de echarme otra vez la luz blanca y lastimosa, dijo: “Sus ojos están en perfecto estado; no desprendimiento de retina, no infecciónn ni glaucoma.” El doctor no tomó asiento; se desplazaba de un lado a otro mientras continuaba su diagnóstico: “Lo que su ojo tiene es un simple derrame de la vena conjuntival, provocado por una tos fuerte o por pujidos de estreñimiento. ¿Tuvo usted tos o puja mucho al defecar?” “Que yo recuerde, ni lo uno ni lo otro, doctor.” Él insistió; ahora hacía el gesto de alguien que realiza un esfuerzo grande: apretó sus puños, cerró los ojos, y dobló las piernas a punto de ponerse en cuclillas. Dijo: “Así, usted hizo algo así, seguramente”. “Yo lo que quiero es que me diga cómo recuperar el blanco de mis ojos.” Él dijo: “El blanco volverá con el paso del tiempo. Sí; así es esto. Con el paso de los días la sangre desaparecerá. Le hago entrega de este gotero y se aplicará una gota cada seis horas. “Okey, doctor. Entonces, ¿ya me puedo retirar?” “Sí.” “¿Le pago a usted o a la recepcionista, doctor?” “A la recepcionista.”
Le pagué a la señorita un mil cien pesos. “Un ojo de la cara”, pensé. Y todo por una tos o un pujido que nunca hice.

(No abras el siguiente video si no te gusta el gore. ¡Cardíacos absténganse!)


Texto corto; texto largo.

"Un soneto puede ser perfecto, un relato corto puede ser casi inmejorable, una novela breve puede ser prácticamente insuperable, una novela puede tener algunos fallos que la alejen un tanto del ideal platónico que aspiraba a alcanzar. Pero el arte de la novela larga es profundamente inexacto. Una novela larga, desde el momento de su concepción, les dice adiós a la exactitud y a otros constreñimientos."
Martin Amis.

DÍA DE CAMPO


Mamá no quería darnos permiso para ir al día de campo que mi tío Fernando estaba organizando con sus hijos. Mi hermano René y yo le rogamos. Ella decía, mientras despachaba dos metros de popelina: “¡Ayúdenme a trabajar!  ¿No ven que hay mucha clientela en la tienda?” Creo que yo lloré. Harta de escuchar nuestros ruegos, mamá cedió. René y yo pegamos la carrera hacia la casa de tío Fernando donde nos esperaba junto con mis primos Feyo y Tavo. También estaban sus vecinos: Mirchi y Flavio Gudiño. Luego que vi a Flavio, me aproximé a la oreja de mi hermano para decirle que yo mejor prefería regresar a casa pues Flavio era el niño más gordo que me caía en el mundo. “¿Y por qué? ¿Qué te ha hecho?”, me preguntó también en voz baja. Le conté que  Flavio iba en el segundo B yo en el A, y él siempre me buscaba a la hora del recreo para hacerme la vida de cuadros; me robaba dinero y a veces me daba coscorrones nomás porque sí. René me regañó porque no se lo había comunicado antes. Me dijo: “No te vas a regresar a casa. ¡Pobre de Flavio si intenta ponerte la mano encima porque le parto la nariz!” Mi hermano era capaz de eso; yo lo había visto pelear y siempre ganaba él.
Caminamos callejón arriba y atravesamos la Carretera Nacional. Cruzamos un manantial en el que bebimos agua y continuamos por un sendero rodeado de árboles grandes que nos llevó a una especie de pequeño valle, justo al pie donde comienza la cuesta que va al cerro de La Cueva del Diablo. Mi primo Tavo nos pidió que no habláramos tan alto o el Diablo bajaría de su cueva para llevarnos con él. Mi tío miró la punta del cerro y señaló la Cueva; dijo: “De allí, cada tarde salen parvadas de murciélagos para chuparle la sangre a las bestias.” La frase me dio tanto miedo que aparté la mirada de la cueva y mis ojos se detuvieron en los ojos de Flavio quien, en cuanto se sintió observado, me sacó la lengua e hizo bizcos.
Mi tío extrajo un libro de su morrala; lo abrió, y dijo: “¿Ven el hongo que aparece en esta página?” Todos asentimos moviendo la cabeza. Era un hongo de cabeza larga, pero sin tronquito. Explicó: “Este hongo crece en lugares de mucha humedad y es comestible; rico en vitaminas y hace fuertes y sanos a quienes lo consumen. Les pido que miren muy bien la imagen porque, a partir de este momento, vamos a buscarlo, recolectarlo y lo llevaremos al pueblo para que lo guisen.” Mi tío Fernando nos mostró la foto, uno a uno. Después, nos dividimos en tres grupos y salimos a buscar al dichoso hongo. Feyo, Tavo y mi tío se dirigieron hacia el Norte; Mirchi y Flavio hacia el Oeste; mi hermano y yo, hacia el Sur. No nos distanciamos unos de los otros. Yo podía ver, a lo lejos, las figuras agachadas de mis primos y los otros chamacos en el momento de hurgar entre el zacate a fin de dar con los hongos. Oí la  voz de Mirchi que dijo: “¡Aquí hay muchos! ¡Encontramos una mata de hongos!” “¡Nosotros también!”, dijo mi primo Feyo. Mi hermano y yo, por más grande que pelamos los ojos, nunca hallamos nada; regresamos a nuestro punto de reunión con las manos vacías; los otros, depositaron los hongos sobre un paliacate colorado que mi tío tendió en el suelo. Mi primo Tavo, propuso que hiciéramos una segunda búsqueda y todos estuvieron de acuerdo. Menos yo. Me sentía cansado; me dolían los pies. Dije que me quedaría a cuidar los hongos mientras ellos salían a recolectarlos. Flavio dijo que se quedaría conmigo a vigilarme, para que no me fuera a comer los hongos. Todos se rieron. Menos mi hermano René, que se acercó para amenazar a Flavio: “Te quedas con José; y te advierto que si se te ocurre golpearlo, te la verás conmigo. ¿Entendiste, menso?” Flavio no contestó; levantó los hombros y le dio la espalda a René. Volteó cuando todos se marcharon. Se sentó en el pasto, miró lo hongos, y dijo: “Están rebonitos. ¿Tú has comido estas cosas?” Le dije que no. Cogió uno y comenzó a jugar con él como si se tratara de una nave espacial. “Yo ya los he comido. Mi hermana Lore y yo los comemos mucho. Bueno, no mucho. Los hemos comido en tres ocasiones. Son mi comida favorita.” Acababa de decir esto cuando se llevó la nave espacial a la boca y, sin masticarlo tanto, se lo tragó. “¡Qué buenos son!... ¿Quieres probar uno?”, preguntó y me entregó un hongo. Al tacto me gustó, era blando; lo partí en dos y lo olí. “Huele a hojas podridas”, le dije. “Pero saben a algodones de azúcar.” Era falso. Comprobé que su sabor no era dulce sino amargoso; y me lo tragué. Flavio, con el mismo tono didáctico que había usado mi tío Fernando, dijo: “El primer hongo siempre sabe a sapos; el segundo, sabe a hígados, y el tercero a miel. ¡Pura miel!” Cogió otro, le dio tres masticadas y se lo tragó. Yo no podía quedarme al margen de tamaño manjar. Cogí uno, luego otro y otro más. El sabor a miel jamás vino a mi boca. Mis tripas comenzaron a producir un ruido extraño. Sentí como si una multitud de hormigas comenzara a subir de mi estómago hasta llegar a mi lengua. “Tengo ganas de vomitar”, dije; me arquée, pero no vomité nada; era puro aire. Sin enderezarme, vi a Flavio que hacía lo mismo que yo, pero a cada arcada lanzaba un grito ronco y fuerte. Gracias a este sonido de animal herido, mi hermano y mis primos acudieron a nosotros. Mis deseos de vomitar ahora eran más grandes, pero no sacaba nada de la panza. Mirchi dijo: “Estos cabrones se comieron los hongos. Nomás dejaron uno en el paliacate. Mi cabeza la sentía como piedra, pesada; yo quería tenerla erguida, pero se desplomaba para quedarse sobre uno de mis hombros o de plano en mi espalda. Vi, entre brumas, que mi primo me agarró de los hombros y decía, con voz llorosa: “No te mueras, primo; por lo que más quieras no te mueras.”
Mi tío me levantó de los sobacos y me puso a horcajadas sobre la espalda de mi hermano. Hizo lo mismo con Flavio: lo levantó y lo puso sobre Mirchi. Así, en calidad de moribundos nos llevaron al pueblo. En cuanto entramos a la tienda, mi hermano, con el poco resuello que tenía, refirió la historia de la recolección de los hongos comestibles. Mamá nos llevó, a Flavio y a mí, al consultorio de la doctora Celia quien nos hizo beber un líquido salado que me hizo vomitar todas las comidas de mi vida; y santo remedio. Después de que nos resucitaron, me llevaron a casa. Flavio se fue a la suya con paso tembeleque. Mamá se dirigió a casa del tío Fernando para decirle hasta de lo que se iba a morir. Nunca más volvimos a hacer otro Día de Campo. Tampoco volví por los caminos de La Cueva del Diablo.